domingo, 27 de enero de 2008

La mezquindad

La mezquindad
Ramón Serrano G.

Aunque ya hace tiempo que toqué muy de pasada este tema, quiero abundar hoy en él, porque alguno de ustedes, amables lectores, se me “quejan” a veces (digámoslo así, entre comillas) de que suelo utilizar algunos vocablos poco conocidos y menos usados habitualmente en nuestro lenguaje coloquial. Son términos desacostumbrados pero reconocidos, todos y cada uno de ellos, por el D.R.A.E, que ya me ocupo yo muy mucho de constatar que así sea. Y si traigo a mis escritos esos términos quisiera que nadie pensase que lo hago por ser pedante o alatinado, o por querer demostrar unos amplios conocimientos, cosa que por otra parte no sería cierto. No. Lo hago, simple y llanamente, en primer lugar por tratar de que alguno de ustedes adquiera una costumbre que tengo, creo yo que buena, y que no es otra que la de ponerme a leer siempre con el diccionario junto a mí, por lo que normalmente cada vez que me doy al maravilloso oficio de la lectura, suelo aprender alguna palabra nueva o un distinto significado de otras que ya conocía. Con esto, en segundo lugar y reconociendo el poco alcance de mis escritos, trato de que nuestro maravilloso idioma no vaya empequeñeciéndose día a día, con los nuevos estilos de vida, hoy utilizados por la mayoría.
Para abundar en ello voy a referirme a algo que me pasó el otro día, uno de esos días en que tienes fortuna y las cosas te salen bien. Y mi suerte estuvo en que sin motivo especial me puse a leer y releer al insigne Azorín. Para mi pobre gusto, este autor de la generación del 98, de una gran sensibilidad y un emotivo lirismo, es sin duda alguna, por su precisión y riqueza del léxico y por su claridad expositiva, un auténtico maestro del lenguaje. Y hago esta referencia al gran escritor monovarense, porque al encontrarme con una de sus magníficas obras pude comprobar como, en tan sólo seis páginas, utiliza estas catorce palabras, que en su mayoría yo desconocía por completo, que me parecieron, y son, realmente preciosas y que las expongo a continuación, añadiéndoles otras, también de gran belleza, y a las que por motivos personales tengo un gran cariño. Estas son las joyas que me regaló el maestro, seguidas, para la comodidad de ustedes, de su acepción más conocida: Alcarraza: cántara o botijo para refrescar el agua. Matricaria: planta semejante a la manzanilla. Zafariche: cantarera. Leja: anaquel, vasar. Pichel: jarra de estaño con asa y tapa, usada por los lecheros. Acetre: pequeño caldero para sacar agua de las tinajas o los pozos. Bernegal: taza. Almofia: palangana. Anafe: hornillo portátil. Almijar: lugar donde se ponen a secar frutos. Trafagar: trajinar. Alhorín: granero. Foscura: oscuridad. Alcorque: hoyo hecho alrededor de una planta para recoger el agua de riego. Y por último, alambor y artesa, las cuales, siéndonos más íntimas, estimo que no necesitan descripción.
Como observarán, son expresiones que quizás muchos de ustedes, como yo, hayan leído u oído por prima vez, y que sin embargo están, para nuestra desgracia, prácticamente olvidadas, pese a poseer una belleza y un encanto prodigiosos. Yo sé muy bien que el vocabulario está vivo, y pobre de él si así no fuera, y que por ello ha de ir renovándose constantemente, influenciado por los hábitos sociales, las injerencias extranjeras, la aparición de nuevos aparatos o utensilios, en fin, por tantos y tantos motivos que no es momento ahora de enjuiciar. Pero es que nos pasa con las palabras lo que a los niños de casa rica con los juguetes, que cada día apetecen uno nuevo y dejan en el trastero muchos, que de seguir usándolos, encontrarían con ellos un mayor entretenimiento y aprendizaje que con los recientes. Es bueno, creo, enriquecer el idioma con vocablos, pero es un despilfarro inaguantable dejar de liego y echar a la basura del desuso a tantos hermosos componentes del diccionario.
Cuentan que en algunos pueblos era costumbre, entre algunos adinerados, construirse casas inmensas, que luego tan sólo utilizaban a diario en un mínima parte: entraban y salían por la portada, pues la puerta principal se reservaba para bodas y entierros, comían y hacían la vida en la cocina, se lavaban en el patio en una almofia o jofaina y sus necesidades corporales las ejercían en una letrina, habitualmente ubicada bajo la gavillera, para protegerse con ella del sol y del frío o para no mojarse si llovía durante la ejecución de esos menesteres. Cuentan también, al respecto, que una lugareña, propietaria de uno de esos desproporcionados caserones, le estaba enseñando el suyo con mucho pavoneo a unas vecinas y en un determinado momento les dijo: - Y aquí está el cuarto de baño, que gracias a Dios, desde que vivimos aquí, no lo hemos tenido que utilizar.
Pues algo similar nos ocurre a todos en nuestros días. Tenemos un palacio de idioma, con magníficos salones y habitáculos, como son los verbos, sustantivos, adjetivos, etc., pero únicamente utilizamos una minucia de él y nos amenguamos y empobrecemos cada día más, en vez de lucir ostentosamente tanta joya como hay en nuestra lengua, la que, como va dicho, se debe engrandecer siempre, pero nunca cercenar.
Y en esa ardua tarea me he metido: en conseguir que aunque sea tan sólo a uno de ustedes, le dé por abrir un día una puerta y empiece a usar otra sala más de nuestro bello palacio del hablar, recuperando tanta hermosa palabra ya arrumbada. La idea me parece buena, y si además, y como queda visto, lo hacía Azorín, no hago sino seguir el ejemplo de un gran maestro.
Mayo 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de mayo de 2004

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