jueves, 19 de marzo de 2009

La colección

La colección
Ramón Serrano G.

Había llegado hacía mucho, muchísimo tiempo al pueblo y desde el primer día que lo vi me di cuenta de que era una de esas personas diferentes a las demás. No sé si mejor o peor, pero sí distinta, y poseedora de un indescriptible don que le daba distinción y porte. Pronto supe que su profesión era la enseñanza. Al poco comenzamos a saludarnos y, al poco, fuimos adquiriendo una amistad un tanto extraña, a la vez íntima y distante.
Su comportamiento era estrictamente riguroso. Siempre hacía las mismas cosas y a las mismas horas. A las ocho desayunaba puntualmente en “su” bar. Iba a su trabajo y pasadas las dos, tomaba el aperitivo tambíén allí, y allí se estaba hasta casi las tres, que se iba a comer. Tenía un dicho gracioso que acrecentaba con su gracejo andaluz: -“Uztedez coméih cuando los arbañileh, pero los que de casa grande descendemoh o comemoh a las tres, o no comemoh”. Por la tarde, ya fuese con las lluvias de abril o el sol de mayo, daba un largo paseo por las afueras del lugar, tomaba un carajillo y marchaba a su casa para ocupar el resto del día en la lectura o el estudio.
Hablaba con todo el mundo, pero “hablaba” con muy pocos. Quiérese decir con esto que siendo campechano en el saludo y en el trato con las gentes, con todas las gentes, era reservado en extremo para escoger a los contertulios en las conversaciones que a él le parecían de mayor enjundia o significado, debiendo dejar constancia que en la elección de sus departidores no influía para nada su condición social o la posición económica de los dialogadores, sino la empatía que tuviese con ellos.
Pero dejemos para una futura ocasión la descripción del personaje, digno como pocos de que su vida y quehaceres sean narrados, y vayamos al hecho que hoy nos ocupa. Una tarde, una feliz tarde, tras coincidir con él tomando un café, me invitó de nuevo a su casa, pero esta vez no para que hablásemos, discutiendo o discrepando, de historia, literatura o filosofía, tres temas para él trascendentales, sino para mostrarme lo que ya me tenía prometido en varias ocasiones, y que siempre había pospuesto.
- Va a ver usted algo, me dijo, creo que inaudito y completamente increíble. Espero que no me tome por loco.
Al llegar a su casa, en vez de dirigirnos como siempre al aposento completamente abarrotado de libros que le servía de despacho y estancia, se dirigió hacia una puerta que yo siempre había visto cerrada. Sacó de su llavero la llave, solemne y parsimoniosamente la abrió, y pasamos a una espaciosa habitación limpia y minuciosamente cuidada.
- Este lugar es mi mihrab, mi sancta sanctórum, mi capilla privada. Por eso la han visitado muy pocos, porque creo que muy pocos entenderían lo que significa para mí. Pero usted sí. Por eso le pido que pase, mire y si acaso no entiende algo, pregúnteme. Como verá es una extraña colección. La gente acostumbra a hacer excerptas de muchas cosas. Las más usuales son sellos, vitolas, monedas o soldados de plomo. Pero como observará, mi colección es diferente por completo.
Con asombro, vi que el amplio salón estaba lleno de vitrinas y que en cada una se podía apreciar un delicado letrero de porcelana indicando su contenido. No sabía por dónde empezar, y al acercarme a ellas, observé que guardaban cosas inimaginables. Acudí a la que estaba más cerca. En su etiqueta ponía: “Dudas” y dentro se hesitaba, entre otras, si alguna vez, durante toda su vida, Alejandro, el Macedonio, sintió lo que era el miedo. O en qué pensaba Platón en sus ratos de ocio. O qué motivo llevó a Larra a suicidarse tan joven. O la más conocida de ser o no ser.
En la contigua, marcada como: “Naturaleza”, observé la silueta escabrosa de unas hirientes ortigas que podrían haber sido las causantes de un oloroso desamor de juventud, que habían llegado a trastocarle pasajeramente el carácter, intentando acercarlo a la misantropía. No lo lograron, pero cerca estuvo. Y en el estante de más abajo, y verde que te quiero verde, aparecía un pequeño camino, un caminito que entonces estaba bordado de trébol y juncos en flor, en el que había algunas hojas muertas caídas probablemente desde una canción y que conducía serpenteante hasta la leyenda de un beso. Un beso posiblemente robado, o entregado a hurtadillas.
Había en la de más allá, titulada “Momentos”, ni más ni menos, que una tarde entera escuchando embelesado a Tagore. El conocimiento de qué mujer inspiró a Rostand para que pudiese crear a Roxana. La belleza de ver los barcos venir cuando las claras del día. La melodía con la que el ruiseñor explica por qué los pájaros saben cuándo es llegado el 21 de marzo. Nadie sabe cómo ha sido. Nadie, salvo ellos. O el regocijo de la futura madre al confirmar, felizmente, la certeza de su embarazo.
A su lado, un armario mayor que los anteriores. “Conversaciones” ponía en su rótulo. Y entre las muchas que había, llegué a escuchar qué se le pasaba por el magín al Hermano “Gachupa”, aquel vecino del pueblo de su abuela, cuando interrumpía la charla con la que gustaba entretener a los chiquillos, con historias vividas o soñadas pero muy sustanciosas para ellos, y se quedaba por unos instantes mudo, transcendido, pensando tal vez en cosas impensables para los zagales. También llegué a entender las explicaciones con las que cierta cepa, una mañana marceña, se sinceró con Ambrosio “Roscales” y su yunta, aclarándoles que su llanto abrileño no era de pena, sino de la esperanza de un futuro fruto. Y pude oír, emocionado, las chirinolas que dicen que tenían en las trincheras los soldados rojos y los azules, los malos y los buenos, los buenos y los malos, tanto monta, cuando por la noche, libres del odio que les habían inculcado, se decían las cosas que los hombres buenos, que todos eran buenos y todos eran hombres, se suelen decir en tales ocasiones.
Viendo mi cara de asombro, se acercó a mí y dijo: - Noto que se ha quedado más tiempo ante este armario. Habrá observado que es el mayor y el que tiene un mayor contenido. Es, simplemente, porque de entre todo, lo que más me gusta es coleccionar conversaciones. Debe ser además porque, en el fondo, soy muy hablador y me hubiese gustado charlar íntimamente con muchas gentes. No sé si sabe que una buena botella de vino junto a un buen amigo, tiene más saber y más filosofía que todos los libros del mundo juntos. Pero siga, siga mirando.-
- No, le contesté. Ya se ha hecho muy tarde y he disfrutado en demasía. Pero sí le pido, encarecidamente, que me permita volver otro día a seguir admirando su extraordinaria colección.

Marzo 2009
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 20 de marzo de 2009