sábado, 2 de febrero de 2008

Subjetividad

Subjetividad
Ramón Serrano G.
La mayoría de los hombres suelen llevar dentro de sí, y sálvese quien pueda, enormes sentimientos subjetivos. Más que litros de sangre diría yo, que hasta parece ser que pudiese prescindir de esta para subsistir pero no de aquellos para desenvolverse por la vida y llevar a cabo muchas de sus acciones. Me estoy refiriendo a ese sentimiento que, influyendo en ellos sobremanera, no deja a los individuos ser imparciales en los juicios y apreciaciones, y que condiciona exageradamente, y casi siempre para mal, la manera de ser de quienes los padecen. Es decir, la subjetividad.
Pongámonos por un instante a repasar muchas de las decisiones importantes que hemos tomado, y desgraciadamente seguimos tomando, a lo largo de nuestra vida, e incluso algunas que no eran de mucha trascendencia, y veremos cómo en ellas ha primado demasiadas veces un personal criterio, un enfoque privativo y parcial del asunto, por el que este se ha tratado poderosamente influenciado por nuestra apreciación más íntima, en vez de hacer sobre él un estudio desapasionado y libre de cualquier condicionamiento o aliño particular.
Deberíamos estar plenamente convencidos que ante la aparición de cualquier cuestión a despejar, se tendría que hacer como con los problemas aritméticos, en los que, para solucionarlos, se lee el enunciado, se plantea el modo de tratarlo, se hacen las operaciones correctamente y así se resuelve el tema. Igual, digo, tendría que ser nuestro comportamiento cuando un asunto ocupa nuestro interés o merece nuestra atención. Deberíamos enfrentarnos a él fríamente, sin vernos presionados por pasión alguna, actuando como el cirujano ante una herida, que primero utiliza la asepsia, la limpia de toda clase de impurezas que pudiesen alterar el resultado de su intervención, para luego curarla tranquilo y esciente.
Pero, desgraciadamente, no suele ser esa nuestra actitud con habitualidad. Casi siempre, instintivamente, miramos la cuestión desde nuestro personal prisma, convencidos de que sabemos muy bien lo que hacemos y en rara ocasión, podríamos decir que nunca, nos paramos a pensar que pudiese ser que nuestro ofuscamiento hace que estemos, y por lo tanto obremos, embaídos. Y no podemos decir que estemos haciéndolo mal ya que creemos ser poseedores de la verdad. Nuestro pecado estriba en no preguntarnos, ni por asomo: ¿y si yo estuviese equivocado?, ¿y si las cosas no son como yo creo?
Si eso fuera así nos conllevaría a opinar y proceder de manera distinta de como habitualmente lo hacemos, pero díganme si alguno de nosotros hemos sido capaces de admitir de antemano nuestros posibles errores de apreciación o conocimiento y, en consecuencia de ello, rectificar con la mayor humildad, llanamente, nuestro criterio y nuestro modo de obrar. No. Lo habitual es que lancemos con firmeza los veredictos que se desprenden de lo que creemos saber a conciencia.
¿Y cuales podrían ser las razones que nos llevan a conducirnos de esa forma? , me dirá alguien. Yo creo que dos. Una, el deseo apresurado de emitir nuestro razonamiento, queriendo provocar ante los demás la admiración al demostrar lo bien informados que estamos al respecto de lo que se está tratando. Lo sabemos todo, y lo sabemos bien (a nuestro parecer), aunque alguna de las veces la información que tenemos es currutaca y raquítica, procedente incluso de la verborrea de algún correveidile.
Otra causa, bien pudiera ser el padecimiento de un egocentrísmo mal que bien disimulado. Digamos que un egoísmo un tanto descafeinado, pero egoísmo al fin y a la postre. Y aunque este no sea el apelativo exactamente apropiado, ya que egoísta es aquel que antepone en todos los casos su propia conveniencia y que impone en todos sus actos su opinión a la de los demás, sí que puede asignársele aunque sea sólo en parte. Y no debemos olvidar que aliviado o no, moderado o no, es este uno de los pecados llamados capitales, y por tanto digno de ser tenidas muy en cuenta sus astrosas incidencias en nuestra vida.
Creo recordar que era Nietzsche quien decía que “yo” y “mí” dialogaban con demasiada asiduidad y se observa fácilmente que muy pocos son aquellos que se adjudican un papel secundario para ellos mismos, que antes bien, buscan en los juicios y opiniones sus propias conveniencias, sin importarles demasiado si con ello destruyen las ajenas, hasta tal punto, y esto lo apreciamos sobre todo y a diario en el comportamiento de la mayoría de los políticos, que nos hacen ver que están más separados por sus intereses que por sus ideas, aun cuando estas aparenten ser antagónicas.
Pero si no lo peor, sí de lo más malo de esta conducta, es que como todo lo que es ruín crea hábito y lo hace aún con más facilidad que aquello que es beneficioso y favorecedor, por lo cual, si nos acostumbramos a opinar siempre basándonos exclusivamente en nuestro único saber, sin comprobar exhaustivamente si este es acertado o no, o lo hacemos con el ánimo de obtener beneficio propio en la contienda, sin que nos importe que con ello estemos menoscabando al legítimo provecho de los demás, nuestra actitud no será loable y ni siquiera lícita.
Así pues, el obrar siempre, o frecuentemente, con una subjetividad a ultranza o poco razonada, es una corrigenda de las muchas que deberíamos modificar en nuestros comportamientos y procederes. Mas si así lo hiciésemos, y fuésemos más liberales en nuestros actos, tengamos por seguro que bastante mejor nos iría a todos.
Febrero 2007
Publicado en “El Periódico” de Tomeloso el 9 de febrero de 2007

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