viernes, 1 de febrero de 2008

La carta

La carta
Ramón Serrano G.

Mediaba diciembre y, naturalmente, por esas fechas las mesas en las que se depositaba la correspondencia, que desde todo el mundo enviaban los niños a S.S.M.M. los Reyes Magos, estaban abarrotadas. Posiblemente en las oficinas postales de Nueva York o de Pekín no habría tantas cartas. Los ayudantes de sus majestades no daban abasto para leer las peticiones que después pasarían a los almacenes para su posterior selección y reparto.
De pronto, uno de los empleados lectores, lanzó un grito de sorpresa que llamó la atención a todos sus compañeros, que acudieron junto a él para conocer el motivo de su asombro. Y vieron que tenía ante sí la carta de un niño, con un mensaje tan insólito, que ninguno de los que lo veían pasaban a creérselo. Ante tan inusitado escrito, optaron por llevarlo de inmediato al jefe de sala, el cual no dudó un instante en pasarlo a superiores instancias. Uno de los principales pajes leyó a los demás el increíble texto que decía tan sólo: Este año no deseo nada. Y firmaba, José Lanco. Algo así no había sucedido jamás y podían ser importantes las causas que lo motivaran. Nunca había pasado nada igual. Rebinando, uno de ellos dijo: Quizás el remitente haya querido cambiar de proveedor. Por si era esa la razón, llamaron enseguida a los almacenes de Papá Noël, donde les contestaron estupefactos que ellos habían recibido otra carta igual, del mismo niño y con el mismo texto.
Ante eso, y antes de preocupar con la rara noticia a sus excelsos superiores, los dirigentes de ambas cortes acordaron enviar urgentemente un mensajero a la Tierra, con el fin de que localizara al niño, averiguara qué motivos podía haber para que no tuviese deseo alguno y si había algún problema tratara de solucionarlo. Y con los excepcionales y rápidos medios de que disponen los celestes personajes, uno de ellos viajó hasta el lugar adecuado, buscó al niño a la salida del colegio y habló con él.
- Hola José, le dijo. No me preguntes por qué, pero sé muy bien que no has pedido nada en tu carta a los Reyes y a Papá Noël. ¿Cómo es eso?
El chiquillo quedó sorprendido al escuchar aquello, e incluso se asustó un tanto. Pero la cara de bondad de su interlocutor y sus afables modales, le tranquilizaron enseguida por lo que le respondió con la mayor sinceridad:
- Posiblemente sea porque tengo montones de juguetes, demasiados cuentos, mucho de todo. Y tal vez por eso, o quizás porque, aunque por suerte carezco de dolores, creo que mi salud no es buena. El caso es que no tengo apetencia ni entusiasmo por nada. Que todo me da igual. Que los días me parecen años. Que mi alma está triste. En una palabra, que me veo diferente a los demás muchachos, y todo eso hace que no me sienta bien.
Al oírle el paje, comprendió que su estado podría ser de alguna gravedad, pues, efectivamente, aunque su aspecto exterior no era malo, su semblante se mostraba elegio, amarrido, con una tristura impropia de su corta edad. Así pues, y con el fin de ganarse su confianza, se ofreció a acompañarle hasta su casa, dando un paseo y aprovechando el exiguo sol de mediodía.
Por animarle, primero, le dijo que era muy correcta su actitud de no pedir nada puesto que tenía, al parecer, exceso de todo, y con ello daba ocasión a que los regalos que hubiesen sido destinados a él, pasasen a otros más necesitados. Por aliviarle, después, le dio varios y sabios consejos acerca de cuál debería ser su forma de actuar, con el fin de alejar de sí aquella desazón, aquel cojijo, y tornar a la normalidad. Haciéndole prometer que los seguiría, se despidió de él se marchó.
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Más de sesenta años habían transcurrido desde el día en que José Lanco recibiera aquella visita que, con sus indicaciones, tanto bien le proporcionara en adelante. Acatándolas, con ellas había logrado que su vida transcurriese con normalidad, con ratos malos y buenos, aunque con más de estos que de aquellos, gracias a que supo las más de las veces allegarse satisfacciones y evitar disgustos, o al menos sobrellevarlos tratando de que estos no le afectasen en demasía. Por ello, que se sentía satisfecho y contento de la forma en que desarrolló su vivir.
Y ahora, en estas fechas en las que ya llevaba algún tiempo gozando de su jubilación, había sabido organizarse para lograr que su existencia se viera colmada de actividades, todas ellas realizadas con tranquilidad y gusto. Así, a diario, leía su prensa y sus libros, paseaba, viajaba lo que podía, conversaba con amigos y vecinos, acudía a reuniones sociales o culturales, y prestaba su ayuda a quien se la solicitase, dentro de sus mayores o menores posibilidades.
Pero un buen día, mientras daba su cotidiano paseo, encontró a su amigo Benjamín, sentado en un banco y con cara de no hallarse bien. Se acercó a el, se saludaron, y empezaron una de esas conversaciones, quizás intrascendentes, pero humanas y cordiales, que suelen tener entre sí los que han sido vecinos y amigos de toda la vida. Y ellos lo habían sido, y mucho. Bastantes veces recordaban sus noviazgos coetáneos, sus trabajos similares, sus amistades comunes, los sucedidos que les llevaban a otras épocas. Dialogaban sobre sus dos vidas, vividas paso a paso, día a día, hombro con hombro.
Aquella mañana José lo vio demergido, murrio, como ausente, con cara de mesticia. Y además del saludo, por ayudarle en lo que pudiera, empezó a hablarle. Conociéndole como le conocía, pensó que lo mejor era no acosarle sobre su aparente estado, sino que con circunloquios y ambages, inició la charla quejándose del suyo propio, de que a su edad todo eran achaques y dolamas, pesares y fastidios, hasta que poco a poco fue sonsacándole cual era el motivo de su situación. Y el otro, sabiendo que siempre es bueno hallar alguien con quien sincerarse, y mucho más si es un amigo, le dijo en voz muy queda:
- Mira José, nada me duele, pero por nada tengo apetencia ni entusiasmo. Todo me da igual. Los días me parecen años. Mi alma está triste y me veo diferente a las demás personas de mi edad.
En ese mismo instante a José se le encendió una luz. Al momento revivió un hecho ocurrido hacía bastante tiempo. Conocía esas palabras, exactamente esas palabras, que a alguien le habían dicho hacía ya muchos años. Y enseguida supo que ese alguien era él mismo, y que lo hizo un ser extraño que vino a verle y que le prestó una ayuda inmensa, enseñándole a ver el error en el que estaba y cuál era el camino a seguir para eliminarlo.
Y también enseguida supo cómo debía ser su comportamiento ahora. Estaba claro que, si en una situación similar a esta, alguien que no le conocía le había prestado su apoyo y le había aconsejado correctamente, él no podía dejar de hacer lo mismo con un amigo, o aún más, aunque fuera un extraño. Entonces, pacientemente y en voz queda, le dijo:
- Mira Benjamín, una persona a la que conozco muy bien, estaba como tú estás en estos momentos, abatida, llena de melancolía y sin que nada le apeteciera o gustase. Y le sucedió que alguien vino en su ayuda para sacarle de ese estado. El auxilio no fue nada extraordinario ya que consistió en unos consejos. Tan sólo le habló unas palabras, pero tan ciertas y eficaces que llegó a conseguirlo. Le dijo textualmente, bien que lo sé, que el ser humano no debe ser avaricioso bajo ningún concepto, pero que siempre, a cualquier edad y en condición cualquiera, debe desear algo, complacerse con la adquisición y disfrute de algo. Grande o nimio, importante o humilde, y no ya tangible o estimable en el aspecto económico, sino que su valía afecte mucho más, con mil y una formas, al deleite de su alma que al de su cuerpo.
Piensa, continuó diciéndole, que en la vida, en cualquier momento de ella, a cualquier edad, hay miles y miles de cosas bellas, atrayentes y agradables, y que lo difícil, aunque tampoco creas que lo es tanto, es saber encontrarlas y darles su verdadero valor. Debes saber que el ser humano necesita, tanto como el pan o como el aire, tener constantemente una ilusión, grande, normal, pequeña o diminuta, que eso igual da con tal de que sea buena. Marcarse metas, aunque parezcan fútiles algunas o demasiado difíciles otras, pero que harán que el espíritu se sienta complacido al lograrlas, o con deseos de reiniciar el intento si no se ha conseguido Que no importe nunca la clase o condición del prójimo con el que tratas. Y con él, hablar, escuchar, pensar, pasear, leer, convivir, colaborar, prestar socorros. Esas y otras muchas podrían ser algunas de tus ilusiones, Benjamín. Hay que tenerlas siempre, de una manera u otra. Y esto es tan así, que aquel día que no nos levantemos ilusionados, podremos decir que estaremos muertos en vida. Eso fue literalmente, ya te digo, lo que oyó aquella persona en aquél lejano día, y que al seguir esos consejos consiguió mucha mejora, y bien que puedo dar yo fe de ello.
Sin más, se despidió José y al alejarse, quiso adivinar en el rostro de su amigo un gesto, un esbozo de esperanza. Pero no volvió la cabeza y siguió su paseo, deseando con todas sus fuerzas que esas palabras obraran en su amigo el mismo beneficioso efecto que a él le produjeron cuando las oyó, hacía ya más de sesenta años, a aquel extraño personaje, que sin conocerle, vino en su ayuda desde un lugar ignorado.

Diciembre 2006

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de diciembre de 2006

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