jueves, 25 de septiembre de 2014

Las nubes

A las 19,30, Tomás, mi hermano mayor y yo, recogimos puntualmente a mi colega David para ir a casa de nuestro gran amigo (de mi hermano y mío, ya que David aún no le conocía personalmente) Eduardo Marco Hierro, “muchimillonario” desde varias generaciones, quien, con la excusa de ver un partido de fútbol, había organizado en su casa una merendola, la cual, conociéndole de antemano, sabíamos que resultaría variada, extensa y exquisita. Cuando llegamos nos abrió la puerta el mayordomo, y vimos que ya se hallaban allí los otros cinco invitados. Acabado el encuentro, y tras el deleitoso lunch, el anfitrión autorizó al servicio para que se retirase, y él mismo nos preparó unas copas. La conversación versó al principio -era lo lógico- sobre el match europeo que acabábamos de ver (la justicia del resultado, la actuación arbitral, etc., en una palabra, los tópicos de siempre), para luego derivar hacia los temas más diversos. Y al rato, en un determinado momento en que casualmente estábamos en un aparte nosotros tres con Eduardo, dijo mi hermano: -David, has de saber una cosa de nuestro convidante y esta es que, a más de ser sencillo, campechano como pocos, y generoso como casi nadie, tanto él como sus antecesores han sabido conservar, y aún acrecentar, una gran fortuna, cuando la mayoría de los humanos, en tan largo espacio de tiempo, la hubiesen, si no dilapidado, sí aminorado bastante. Y lo que es más importante, jamás hicieron, ni hacen, una mínima gala de ella. -Pues estoy casi más orgulloso de tener ese carácter del que primero hablabas que de nuestra habilidad para conservar los haberes heredados, le respondió Eduardo. Pero permitidme que yo le diga también algo a David. ¿Sabes algo de la vida de los abuelos y los padres de estos dos? -Más bien poco, respondió este. Sé que provienen de un pequeño pueblo y que el uno como economista y Javier como profesor, son los primeros universitarios de su familia. -Pues yo te voy a contar muchas otras cosas de esa familia de estos dos hermanos, muy merecedoras de ser conocidas. Verás: al poco de acabar nuestra ignominiosa guerra civil, su abuelo, que aunque era muy trabajador y honrado, sólo tenía una mano al lado de la otra y la calle para correr. Se casó con la hija de un viñero de escasas posesiones -un pichulero, como les llamaban allí- y montó una tienda de coloniales y ultramarinos, negocio ciertamente arriesgado, pero útil, dada la gran escasez de alimentos que imperaba por aquellos entonces. Le fue bien -o al menos él supo hacer que no le fuese mal-y educó a todos sus hijos -tuvo cinco- de modo que fuesen prosperando en la vida. Empezó obligándoles a que simultanearan la escuela, pero sin que perdieran un solo día de ella, con el aprendizaje de algún oficio o profesión. Así el mayor se hizo albañil. El segundo, el padre de estos, con una buena visión de futuro, puso un taller de bicicletas. La tercera se fue a un convento. El cuarto aprendió electricidad y la última abrió un taller de costura. Y todos, salvo Eulalia, la tercera, como es natural, bromeó, eran autónomos; y todos llegaron a tener una buena posición social. -Su padre ya fue amigo del mío, continuó Eduardo. Se conocieron allí en el pueblo donde mi abuelo tenía unas fincas. Más tarde yo, que iba muchos veranos a pasar temporadas a ese lugar, me hice amigo, primero de este, de Marcial, pero luego también de este otro, con el que llegué a intimar más. Cazábamos juntos, ahora jugamos a menudo al golf, e incluso llegamos a hacer algún negocio en común. Y hoy que ya nos conocemos muy bien, puedo decir que ellos han salido a sus antepasados, y que aquellos merecen admiración y aplauso porque dedicaron sus vidas a ir subiendo en todos los buenos estratos de la vida. -Como muchos otros, intervine. -No, Marcial, no. Debes decir como pocos otros, que los más, se dedicaron siempre a mejorar su status, sí. Y, si me apuras, diré que algunos con buenas artes. Pero estuvieron preocupados más de afanar una buena posición económica, que de conseguir unas mejoras culturales y sociales para los suyos. Vuestros antepasados no fueron, y de ello podéis y debéis estar muy, muy, muy satisfechos, no fueron, digo, como esas nubes que sólo saben perseguirse unas a otras, sin llegar a soltar nunca ni una sola gota de agua. -Vuestro abuelo y vuestro padre, continuó, sí que derramaron, no unas pocas gotas, sino chorros de sudor en su esfuerzo para conseguir que sus familias fueses elevándose en todos y en cada uno de los mejores sentidos. Y pienso que también efundieron muchas lágrimas de satisfacción al ver que unos y otros no los defraudasteis, y llegasteis a lugares a los que ni ellos mismos habían soñado. -Me queréis decir que cara pondría hoy vuestro abuelo, ¿se llamaba Tomas como tú, verdad?, si te viese a ti como economista; o a ti como profesor de Universidad; o a vuestra hermana Pilar como médico puericultor. Seguro que se hallaría más contento de ello, que si hubiese multiplicado sus haberes. Calló entonces, le dimos un abrazo y brindamos. Y aquella copa sí que nos supo muy requetebién. Ramón Serrano G. Setiembre de 2014