jueves, 23 de marzo de 2017

Gaudeamus

Para F. C. Q. T. Cuando alcanzamos cierta edad, solemos las personas darnos la satisfacción de recordar unos tiempos en los que las costumbres eran completamente distintas a las de hoy, sin que a ello nos mueva la importancia de las mismas, sabiendo plenamente que las magnificamos pero lo hacemos tan sólo, ya digo, para rememorar con despacio los escasos ratos placenteros de aquellos entonces. Esas membranzas suelen ser de todo tipo y condición. Nos acordamos de las historias que nos contaba el abuelo, del aguinaldo que nos daba la abuela, de la onza de chocolate con la que nos obsequiaba la vecina algunas tardes, y así podría enumerar muchas, muchas, más. De entre todas, quiero tener así recuerdo para la comida, la cual, y dada su escasez, era una rutina en mis años de niño, pero dentro de este tema voy a referirme a algo que en ciertas casas era una gollería. Cuando había una excepción por algo que festejar, se traía a la mesa un pollo del corral, o cordero (comer carne se decía). Cosa aparte eran las sardinas “salás”, o de cuba, llamadas de esta manera porque venían - y siguen viniendo- en unas cajas circulares de madera en las que en cada una cabían unos 80 a 100 ejemplares. Eran uno de los alimentos más populares entre las gentes sencillas del interior, las cuales, con estas y con otras salazones como el bacalao, se permitían su única ingesta de pescado. Pero en ciertas casas, no se consumían normalmente solas, sino que se acompañaban de un huevo -lo de dos era casi un milagro- y constituían un verdadero festín. Sobre este popular y viejo alimento quiero contar tres anécdotas. Para la primera vamos a situarnos en el tiempo: la España de los últimos años 40 del siglo XX. En el lugar: el mercado público. La materia: las mencionadas sardinas “salás”. Como personajes: primero y por una parte, “Perroño”, vendedor en el mercado de abastos y “Picarra”, un vecino del pueblo harto de pasar necesidades y que cierto día se ve favorecido por la fortuna. Llega este al puesto y le dice: -Oye, Perroño,¿cuántas sardinas me das por un duro?, y aquél le contesta: -Por cinco pesetas te doy todas las que te puedas comer. Voy a abrirte una cuba. Empieza Picarra a comer y cuando llevaba ya ingeridas unas diez más o menos, le dice Perroño: -¿Es que te las comes con cabeza y todo?, a lo que le contesta Pirraña: - En la primera cuba sí. El segundo sucedido trata de un muchacho que acompaña a su madre a la compra en la tienda de ultramarinos, y ve con agrado cómo ella, a más de otros productos, aunque no demasiados, adquiere seis sardinas “salás” (una para cada miembro de la familia) que el comerciante le envuelve en un papel de estraza. Dos días después, ella anuncia pomposamente que, queriendo dar un festín a la familia, la comida de mediodía consistirá en huevos fritos con las citadas sardinas. En la festiva jornada del anunciado “banquete”, y a la hora del menú, el chaval se levanta de la mesa y va a la cocina pues, no contentándose con el placer gastronómico, quiere contemplar la parafernalia con la que se lleva a cabo su elaboración. Allí ve cómo la mujer va cogiendo el papel de estraza en el que están envueltas las sardinas y con cuidado, una a una, y cubiertas por dicho papel, las mete entre la hoja y el marco de la puerta por la parte de las bisagras, y las prensa cerrando aquella con relativa fuerza. Ese suave estrujado produce varios efectos, todos ellos satisfactorios. Al desenvolver, la piel y las escamas están casi todas pegadas al papel y, las que no, sueltas. También ha quedado desprendida la espina, por lo que es fácil quitarla junto con la cabeza. Y por último, la grasa se ha extendido por igual y gran parte de ella se ha quedado en el envoltorio. Ahora sólo resta poner una sartén con aceite, y cuando este esté muy caliente, freír las sardinas, apartarlas cuando estén en su punto, y, en el mismo aceite, freír un huevo per cápita, que para dos no da la economía familiar. Luego a la mesa. Bocatto di cardinale. Para finalizar con el tercer caso exponiendo que sé de quien, habiendo tenido que emigrar por causas laborales desde el pueblo a la ciudad, viviendo en ella, de cuando en cuando se daba este “gozo” de la sardina o las sardinas y los huevos fritos, usando siempre en esos entonces, ahora sí, el plural. Antes de preparar el condumio, y para que nadie interrumpiera tanto su realización como la ingesta, apagaba la tele, la radio, y desconectaba el teléfono, pues no quería que nada ni nadie le interfiriese en la celebración de tan suculento gaudeamus. Era una comida relativamente sencilla y barata, pero era también, y eso venía a ser lo de mayor importancia, la evocación de aquellos días en los que el menú familiar abandonaba la cuchara (legumbres en todas sus variantes), para dar paso a las sardinas y a los huevos fritos, reiterando que es muy posible que al pluralizar los “manjares” me haya excedido, pero no, y tal vez me haya quedado corto. Y es que cuando las personas consiguen algo de la que tuvieron carencia, ya fuera total o parcial, trivial o importante, duradera o por escaso tiempo, gustan de recordar aquellas privaciones y lo suelen hacer con un enorme agrado. Ramón serrano G. Marzo 2017