viernes, 17 de junio de 2016

Las nubes

Aunque al leerlo parezca un enorme contrasentido -de hecho lo es- se puede determinar, de modo concluyente, que todo es relativo en esta vida. Mucho se ha dicho al respecto y pese a parecer pueril el querer poner ejemplos de ello, sí que me voy a detener en analizar una determinada palabra, apoyándome en sus varias acepciones, tratando de comprobar así la verdad del aserto. Esta palabra es nube (por cierto, qué buena labor hacen las que nos riegan en mayo), con ocho acepciones en el D.R.A.E, y quince, o más, frases allí recogidas hechas con la misma, aunque he de hacer constar que cuando el hombre de la calle se está refiriendo a ellas, no lo hace habitualmente por su composición, manera de obrar o forma, es decir, si son cirros, estratos, cúmulos o nimbos, sino que les está aplicando otros muy distintos significados. Estas significaciones manifiestan conceptos diferentes e incluso antagónicos. Van desde decir de ellas que son un agregado visible de gotitas de agua (y añado yo: anhelado a veces y a veces aborrecido), a cosa que oscurece a otras, como ella suele hacer con el sol. Desde mancha blanquecina que aparece en la capa exterior de la córnea del ojo humano, a agrupación muy grande de algo que va por el aire, ya sea polvo, pájaros, humo, etc. Y aún hay más conceptos, pero no quiero ser exhaustivo. Con los calificativos y expresiones viene a ocurrir lo mismo, y además, casi todas están llenas de albedrío ya que, al utilizar esos términos, los pensamientos ocasionalmente se encuentran de forma positiva aunque, lamentablemente en ocasiones, lejos de la realidad. Vemos que hay nube de verano, con la que aludimos a un disgusto pasajero; si se habla de descargar la nube nos estaremos refiriendo a que alguien desahogó su cólera; si decimos que algo está por las nubes queremos expresar que tiene un precio de consecución elevadísimo, ya sea este económico o de otro tipo; si se pone a alguien o algo por las nubes significa alabarlo hasta más no poder. Por no dilatar más este escrito, y como muestra fidedigna de la relatividad a que me refería al comienzo, citaré otra expresión más, y esta es la de estar en las nubes o vivir en una nube. El diccionario afirma que esto viene a significar el ser despistado, soñador o no apercibirse de la realidad. Y es cierto. Pero hay muchas gentes que cuando a firman que fulano vive en una nube lo que quieren expresar es que se halla en un lugar idílico y es completamente feliz. Sin agobios, sin oscuridades, en lugar tranquilo, dominante y con unas vistas espectaculares. En una palabra, estar en el cielo. ¡Qué delicia! Como acabamos de ver son las mismas palabras, pero ellas para Mengano significan una cosa y para Zutano otra muy diferente, lo cual nos hace ver que aquella tesis que afirma que nada hay absoluto, que todo es relativo, parece completamente cierta, aunque esto signifique un absurdo, y me estoy refiriendo concretamente, a que tras acabar de manifestar que todo es opinable, que nada es de una determinada manera, digo a continuación que mi aseveración sí que lo es. Pero continuemos. Tras estos escarceos en sus formas y maneras de ser, ¿cómo son las nubes en realidad? ¿Cuáles son su verdadera idiosincrasia y sus peculiaridades? Pues, como la mayoría de las cosas de este mundo, estas son del color del cristal con que se miran y las calificamos de acuerdo con las incidencias que su aparición obran en nuestras actividades. A veces las nubes son tan misericordiosas que ofrecen un descanso a aquellos que siempre están mirando las estrellas. Otras son deslucidoras de un bonito día de playa. Aquellas hacen, al derramar generosamente el agua que contienen, que muchos logren obtener unas abundantes cosechas. Estas llevan a zozobrar las barcas de algunos pescadores. O sea, que les ocurre a nuestras amigas las nubes lo mismo que al frío, al viento o a los rayos solares, que en algunos momentos son maravillosos y en otros perjudiciales en alto grado, y no sólo por la esencia propia de cada una de las cosas, sino por las circunstancias y condiciones de vida que nos imponen y acarrea su disfrute. En abundamiento de lo dicho, no quiero dejar de referir lo que les sucedía un determinado mes de mayo a dos hermanos, Ignacio y Ceferino. Aquél deseaba fervientemente que saliera el sol y sus calores fueran casi bochornosos, mientras que este rogaba porque la bendita agua de ese mes hiciera su aparición con frecuencia. Debo decir que el primero tenía una tejera y deseaba que se secasen bien sus adobes, tejas y ladrillos, mientras que el segundo era hortelano y la necesitaba para conseguir abundantes verduras. Y esto es lo que he querido exponer hoy, amigo lector. Ahora te toca a ti bajar de la nube en la que me agradaría que estuvieras, y juzgar si lo que acabo de expresar es o no cierto, pero piensa que, opines como opines, tu parecer será relativo. Ramón Serrano G. Junio 2016.

- Oiga amigo,..

-Oiga, amigo, un favor. Quizás usted se haya encontrado alguna vez en la situación en la que yo estoy, y sepa cuál es la solución para salir de ella. Ande, sea bueno y dígamela. Se lo ruego encarecidamente, porque ya estoy harto de intentarlo una vez tras otra, para acabar yendo siempre de mal en peor. Y no tanto por no tratar de arreglar el problema actual, sino porque, al no haber sabido hacerlo, esa ignorancia me ha provocado otro, u otros, de mayor envergadura, que me han enojado más, aunque, en verdad, eso es difícil, porque estar más desesperado que estoy es imposible, sino por cerciorarme de que el efugio para ellos está cada vez más lejos. - Le he dicho que estos conflictos me enfurecen, pero, en realidad, no creo que sea este el verbo más apropiado para describir mi actual estado de ánimo. Sí, sí, ya sé que cuando compruebo que la actitud que adopté no me ha servido en absoluto para nada, me encrespo y me pongo de un humor de mil demonios. Pero ese sofoco va contra mí mismo, y procuro que no me lo note nadie. Además se me pasa pronto, a veces. En realidad me dura poco, o eso creo. Sí, estoy seguro. Se me pasa en breve. -Pero, qué curioso, es entonces cuando viene lo peor, ya que, superado el arrebato, -es decir, transcurridas unas horas, o quizás unos días- caigo de lleno en un estado de cancamurria y poquedad, del que me veo sin fuerzas para salir. Pareciese que el gran Neruda se hubiese inspirado en mí para escribir El pozo, y ruego no vea en esta cita el menor engreimiento, sino la constatación, yo diría que satisfactoria, de verme reflejado en él. De cualquier modo, ya se sabe: los grandes escritores pueden y saben describir con sencillas palabras los grandes aconteceres humanos. Y entonces observo que, mientras mi posible valedor me mira circunspecto y dubitante sobre si ayudarme o no, yo pienso en que los hombres somos muy necios, y casi nunca obramos adecuadamente ante lo que, recién, nos tiene sucedido. Si esto ha sido excelente, o tan siquiera bueno, siempre nos parecerán pocas las plumas rémiges con las que querremos adornar nuestro penacho, y a cualquier hora, y ante todos, estaremos cloqueando, y mucho, lo bien que supimos hacer nuestra tarea. O sea, que nos mirlamos exageradamente. Otro cantar es cuando lo obrado, o tuvo poco acierto, o vino a concluir en fracaso. Somos, entonces, prestos a exculparnos, primero con excusas, ya falsas, ya reales, pero desmedidas siempre, y con el único fin de hacer ver a los demás que no somos tan inútiles como se empeñan en demostrar nuestros actos. Ya se sabe: los imponderables, lo insospechado. Aquello de: “Yo no mandé mis barcos…”, para inmediatamente después, apenas sin melindres, y sin recato alguno, pedir encarecidamente ayuda, (como yo estoy haciendo ahora) ya que hacemos un muy escaso intento de arreglar nosotros mismos lo que nosotros mismos hemos descompuesto. Y es que no me avergüenza -no nos avergüenza- reconocer nuestra incapacidad, nuestra inutilidad, y, lo que es peor, nuestra cobardía, para salir adelante, y acudimos a lo fácil: al remedio, al posible pero casi ineficaz remedio, del consejo ajeno. Y lo hacemos engañándonos a nosotros mismos en dos cosas, que vienen a ser las mismas que piensa quien se lanza a realizar un régimen de adelgazamiento. Y estas dos cosas son: que el asesoramiento que nos ofrecerán va a ser eficiente, y que lo vamos a seguir de modo contumaz. Somos necios, absurdamente necios, al no querer saber que, de intentarlo, sabríamos poner nosotros solos remedios para nuestros males, ya que en la mayoría de los casos, somos nosotros solos los que nos los hemos acarreado. Eso por una parte, y por otra (y esta es aún más grave si cabe), despreciando una ayuda enormemente positiva, que consiste en una animadversión incomprensible para acudir a los libros, nuestros mejores y más grandes amigos. Pero no sabemos, o no queremos, hacer uso de ellos y acudimos a ineficaces placebos que no habrán de curarnos, teniendo una infalible y placentera panacea a nuestro alcance. ¡Qué idiotas! Mas tras estas consideraciones, y creyendo que mi interlocutor no habría pensado en ellas, y no las habría captado tan sólo con mirarme, tomé de nuevo la palabra. -Sea generoso amigo. Al fin y al cabo, únicamente lo único que quiero es hallar alafia y salaam para mi alma. Ramón Serrano G. Mayo 2016

jueves, 16 de junio de 2016

Decepción y comprensión

Aunque el DRAE define a la decepción como el pesar causado por un desengaño, y a este como el conocimiento de la verdad con que se sale del engaño en que se estaba, quisiera exponer que yo, normalmente, califico de decepción al estado en que uno se encuentra cuando, habiéndose elegido algo más o menos cuidadosamente, este algo no responde a las expectativas que se tenían puestas en él. Al conseguirlo, o al llegar a cierto estado, alguna cosa ha fallado en cuanto a la calidad o la cantidad de la esencia de lo apetecido, o por lo que se ha trabajado menos o más, pero cuidadosa y afanadamente. Pero para que esto se dé, en todas las ocasiones se ha debido ser agente activo en el desarrollo y en el resultado de la empresa en cuestión, ya que, y sin embargo, puede uno hallarse ante una situación que no ha sido buscada, o los hechos realizados no tenían que desembocar probable o necesariamente en ella, bien porque no eran de una entidad lógica, o bien, y ¿por qué no?, debido a una falta de cálculo del sujeto causante. El caso es que ello ha concluido en un estadio que no había sido previsto convenientemente, ni con mucho, pero que está ahí latente, con un condicionamiento y dimensiones que le conceden enorme importancia. Entonces, si estamos ante una gravosa situación, pero no la hemos buscado, ni somos el agente que ha actuado conscientemente para su logro, podremos estar con disgusto, contrariados o con desencanto ante ella, pero nunca decepcionados, ya que no hemos tratado ni intervenido en el alcance y el advenimiento de esa realidad. Pero al aparecer este término, realidad, sí que debemos comprobar nuestro comportamiento ante la tesitura en la que nos hallamos. Es esta una situación desagradable, altamente enojosa, que nos ha llegado incluso sin merecerlo, y, desde luego, sin buscarla, y ante la que tenemos que reaccionar de la mejor manera posible. Lo más normal, aunque estaría mejor dicho lo que hace, o hacemos, la mayoría, es que actuemos con ira, con rabia interior, pero quejándonos profunda y públicamente de nuestra mala suerte y pidiendo compasión a tirios y a troyanos. Es curioso, pero eso de emitir ayes lastimeros es una fácil actividad humana, que lleva innata, pese a que es un absurdo, puesto que nada se gana con ello, salvo una cierta satisfacción anímica. Es, digamos, una especie de pasatiempo al que acuden mucho los que no tienen capacidad de obrar, por impotencia o por abulia, y buscan la misericordia de los demás, tanto para esa desgracia como para otras que tengan. Sin embargo, lo más correcto, en ese concreto instante, sería una amplia comprensión de la situación sobrevenida y un estudio profundo de su causa con el fin de evitar una repetición posterior. Y hecho esto, deberíamos tener una apertura mental muy amplia para, admitiendo que los seres humanos estamos expuestos a infinidad de infortunios y desgracias, y de todo tipo y condición, y comprender que a nosotros nos puede tocar la china igual que a cualquier otro hijo de vecino. Acudamos a los textos para convencernos. Tanto en el Eclesiástico (3,26), como en el Quijote (cap. 20, 1ª parte) se dice que quien ama el peligro perece en él, pero viendo, entre otras muchas opiniones, el providencialismo, advertimos que los designios de Dios son inescrutables y la sabiduría del hombre limitada para comprenderlos (Romanos 11, 33). Estamos hartos de saber que en la vida, sin saber por qué y en muchas ocasiones sin haber hecho nada para merecerlo, nos afligen desgracias de la más diversa índole y condición. Por ello, tras haber sufrido un descalabro, no nos queda sino ponernos a la obra en una de las siguientes actuaciones, sin que haya pretexto o excusa alguna que las dificulten o las obstaculicen: tanto la aceptación de lo sucedido como un hecho común, según queda explicado, como, además, un completo ejercicio físico, pero sobre todo mental, para salir del estado abúlico, de mayor o menor intensidad, en que lógicamente nos hallaremos tras haber sufrido el percance causante de nuestro “infortunio”. Así pues, he de finalizar reiterando lo ya referido: si algo importante nos tiene sucedido que sea altamente desagradable, o peor aún, un algo que afecte seria y profundamente nuestro modo de vivir, acojámonos de inmediato al “ajo”, al “agua” y a la “resina”, elementos que tienen demostradísima su eficacia y buen resultado, pero no nos contentemos tan sólo con ellos, sino que pongamos a trabajar al cuerpo, también a nuestra mente, y ¿cómo no? practiquemos con afán el sursum corda con el que se nos exhorta en el prefacio de la misa latina. El pesar y el daño padecido no podrán desaparecer jamás, pero nuestra vida llegará a rayar de nuevo en lo normal y volverá a ser plácidamente llevadera. Claro que todas estas explicaciones son la más pura teoría. Llevarla luego a la práctica es cosa bien distinta. Ramón Serrano G. Junio 2016 Decepción: deseo y realidad. Comprensión: apertura mental y aceptación.