jueves, 22 de mayo de 2014

Sin ilusión

Posiblemente, una de las cosas más bonitas que pueden hacer los seres humanos a lo largo de su vida sea compartir, y no sólo lo crematístico, sino sobre todo, y quizás esto sea de mayor importancia, lo inmaterial. O sea, coincidir en aficiones, gustos, ideas, penas incluso, y luego no tratar de experimentarlas de manera individual, sino disfrutarlas, vivirlas, sufrirlas, entre otros varios que sean poseedores de unas sensaciones comunes. Y yo me siento inmensamente satisfecho, entre otras muchas cosas, por haber tenido la fortuna de compartir con dos determinadas personas, y durante muchos años, primero, un enorme y mutuo cariño, y segundo, un aprecio muy grande por una poesía: Los adelfos, de Manuel Machado. Amén de otras muchas cosas. Para una de esas personas, esta era (y seguirá siendo, imagino) la composición poética con mayor belleza de cuantas ha leído, y me consta que han sido bastantes. La otra, la recitaba -¡se lo oí hacer tantas veces!- con un sentimiento, con una hondura, con una tristura, que hacía que, al escucharla, todos los presentes nos emocionásemos, y a más de uno se le saltase alguna lágrima. Y la declamaba sin esforzarse, con una pasmosa sencillez, pero con un rigor cuasi profesional, y al mismo tiempo con una sensibilidad que conseguía que los versos se fuesen adentrando en nuestras almas y estas captasen todo lo maravilloso que aquellos poseían. Pero no debería extrañarme de que recitase este poema con tanta exquisitez, ya que el lema de la casa, el mote del escudo suyo fue siempre, y es aún, hacer las cosas bien. Honrada y sencillamente bien. ¡Qué gloria el haber estado y el seguir estando ambos tan unidos! Pero ahora, amigo lector, vayamos por dos razones, y durante un momento, al texto que hoy nos ocupa, y si no te lo sabes de memoria, que es probable que así sea, te ruego que pongas ante tus ojos Los adelfos. Primero, para rememorar esta belleza machadiana y resaltar que, el autor modernista, quien como tal pone una gran musicalidad con los acentos en su poesía, empieza con una estrofa para describirse a sí mismo como persona y, en ella, nos habla de él y de su estirpe, y quiero entender que hace extensiva esta alusión a la cultura y a la historia de nuestro país. Tras ello, y de inmediato, la descripción de un estado -¿abúlico?-, en el que va detallando sus sentires, con un lirismo y una sutileza exquisitas, que nos llevan a una gran compenetración con lo que el vate manifiesta. Así, va definiendo cada una de sus menesteres: un alma amorfa, una voluntad transida o un exclusivo frenesí que no tiene rasgos, ni tonalidad, ni olores. Y así sigue detallando otros pormenores de su circunstancia, si no infeliz, desde luego nada halagüeña, con carencias importantes, muy importantes, tanto de aspiraciones, como de cariño o de inquietud artística. Pasa el autor después, y momentáneamente, a referirse a su prolongada e incuestionable aristocracia, recalcando que ella no es adquirida sino heredada, para, de inmediato, aludir de nuevo a su alma, pormenorizando facultades y acciones tales como su postura ante el arte, la voluntad, el amor o los ideales. Por último, da cuenta de una auto marginación, un tedio vital, y hace la proclama ante la sociedad, o el mundo, de una vacuidad casi alarmante. De un hundimiento anímico de gran intensidad. Y habiendo expresado todo esto, yo creo que puede que no sea esta la mejor poesía de nuestra lengua (aunque repito que era la que más complacía a una determinada persona), pero sí he de manifestar que transmite como pocas su entrañable mensaje, y que llega al corazón de quien la lee, o la escucha, de una forma muy emotiva. Y que es preciosa. En segundo lugar, y a más de todo ello, quiero decir que hoy traigo ante ustedes esta composición poética porque explica ampliamente, en un altísimo tanto por ciento, la situación anímica que yo mismo atravieso desde hace bastante tiempo. Puede que quizás, a través de mis escritos, o de mi comportamiento, alguien se habrá percatado de que me encuentro en un declive, que está perfectamente descrito por Los adelfos, y que ratifico con estas líneas. Pero obsérvese que utilizo el condicional indicativo, y que antes hablo de porcentaje, con lo que quiero decir que el poema describe maravillosamente mi desmoronamiento y mi falta de apetencia por casi todo, pero no de manera exhaustiva. Así, no me contempla en su totalidad, porque yo, pobre de mí, no tengo el alma de nardo, ni se me debe gloria alguna, ni espero caricias o éxitos que se me alleguen en un aura. No anhelo, ni siquiera de cuando en cuando, ni un beso, ni un nombre de mujer. No me atosiga pensar en si será largo o breve el tiempo que he de permanecer en la superficie, pero si me satisfaría que las olas me trajeran y me llevasen. ¡Siempre he manifestado lo mucho que me hubiera agradado vivir junto al mar! De otro lado, sí que reconozco que amaros sí que os amo, que a nadie odio, pero que nada os pido. O mejor dicho, algo sí, ya que os ruego, es más, os suplico, que no me abandonéis. Diré, finalmente, que sé, ignorando si hago bien o mal, que no me tomo con demasiado entusiasmo la pena de vivir, aunque siempre dejaré que sea la vida la que se tome la pena de matarme. He de añadir que sé que vivo solo, sin ambiciones y sin las ocupaciones que en otros tiempos dieron algún lustre y cierta motivación a mis días. Que aguanto casi impertérrito, tanto la belleza de la lluvia tras los cristales, como la terrible monotonía del lento paso de las horas. Por eso, y por otras muchas cosas que callarme quiero, pienso, y manifiesto, que mi existencia es casi un vegetar, y que esa realidad sí que está perfectamente descrita en una frase que, aunque no es la única, se repite en el poema aludido:.. sin ilusión ninguna... Esa es la otra causa, repito, por la que hoy lo he traído aquí y he tratado de desarrollarlo. Diré, para terminar, que así no se vive bien. Es más, querido lector, te puedo asegurar que sin ilusión no se vive. Ramon Serrano G. Mayo de 2014