sábado, 6 de octubre de 2012

Los vecinos

Mi querida Obdulia: ¡Qué alegría! Después de tantos años sin saber de ti, ahora que nos hemos reencontrado, vuelvo a escribirte para seguir contándote cosas de mi vida, como ya hice en cartas anteriores. Son cosas que ignoras, que no son extraordinarias, pero que sé que te interesarán al ser mías. Ya sabes que quedé viuda muy joven, pero no sabes que me quedó una paga que, sin ser muy grande, era, al menos, mucho más que suficiente para vivir con cierto desahogo. Por aquel entonces dejé mi vieja casa y me fui a vivir a una barriada de reciente construcción, habitada por gentes de muy diferente clase y condición. Gentes sencillas y honestas en su mayoría. Gentes, al fin y a la postre, constitutivas de un mundo realmente agradable, o casi. Aquello no era una comuna, aunque en cierto modo pudiese parecerlo, pues entre la mayoría de los vecinos existía gran confianza e intrinsiqueza. Allí supe que podría vivir más que agradablemente. A quien primero conocí fue a un personaje muy activo y beneficioso, que estaba de continuo en todas las casas -¡dichosos tiempos aquellos!- y en todas, absolutamente en todas, era acogido con una satisfacción inmensa. Se llamaba Curro, y gracias a él, se podían cubrir las necesidades de cada hogar, e incluso ahorrar algo para cuando los tiempos difíciles. A su lado moraba una gran señora, doña Esperanza, persona que te socorría en cualquier dificultad, dándote ánimos y consejos para superarla, haciéndote ver que, por grande que fuese el trance, podría vencerse siempre que para ello pusiéramos la inteligencia y el esfuerzo necesarios. ¡Cuánto bien nos hizo muchas veces el aferrarnos a sus sugerencias e indicaciones! En la siguiente casa, justo en la que hacía esquina, habitaba un adorable matrimonio, cuyo único empeño parecía ser que los demás residentes del barrio nos encontrásemos a todas horas tranquilos, satisfechos y contentos. Ella, doña Compaña, estaba siempre donde más falta hiciese para socorrer en lo que fuera menester a unos y a otros, mientras que su marido, don Diálogo, nos hablaba de mil y una cosas y temas con tal de que estuviésemos entretenidos, y además no caía nunca en el monólogo, sino que sabía escucharnos a todos con gran complacencia. Te digo, querida amiga, que nunca podré olvidar el mucho bien que ambos nos hicieron en los días que afortunadamente convivimos con ellos. Pero fue pasando el tiempo, y los días, en su correr, nos fueron allegando otro tipo de vecinos para nada tan benefactores como los que ya había, sino que, antes bien, nos eran traedores de sufrimientos y penares. Pensamos que no durarían mucho, pero no tardamos en saber que los recién incorporados acabarían estableciéndose entre nosotros, aunque nos dio la impresión de que lo hicieron demasiado pronto. Sí, allí se nos presentaron, con la pertinaz idea de quedarse, don Achaque y doña Dolama, con lo que nuestra existencia dejó de ser tan deleitosa como lo hubiese sido antaño. Pero es que al poco se nos vino encima otra desgracia con la llegada de dos malas pécoras, de dos auténticas arpías que nos trajeron mucho maleficio. Una era doña Enfermedad, y la otra doña Dolores, (ya sabes, la relación causa efecto) y pareciese que no podían vivir la una sin la otra, y que no sabían estar sin causar malestares y padecimientos a todo hijo de vecino, sin respetar edad, sexo o condición. He de decir, pese a todo, que conmigo apenas se metieron, pero no ocurrió lo mismo con gran parte del resto del vecindario, al que, en un corto espacio de tiempo, llegaron a diezmar. Mas no fue esto lo más malo, aunque parezca extraño. Lo peor consistió en que se implantó en nuestro enclave alguien tan terriblemente dañoso y nocente como pocas cosas habrá en el mundo. Había llegado la Soledad, y a esta no cabe ponerle dones ni otros tratamientos dada su grado de perversión. Yo, de momento, la rechacé de plano y traté de rehusar su presencia y sus devastadoras secuelas, pero no pude impedir que se apoderase de mí y recubriera mi espíritu, anulándolo, como la hiedra tapa y oculta la forma y el color de la pared. Y en esas estoy, conviviendo malamente con ella o, mejor dicho, sufriéndola y aguantando sus maneras. Pero este abandono y este desacompañamiento, que de por sí es terriblemente penoso para cualquiera, para mí, extravertida y abierta en alto grado -quizás en demasía- es mortificante de manera increíble. Menos mal que ahora he vuelto a encontrarte y, aunque sólo sea la correspondencia contigo, ello alivia en mucho mi pesar. Por eso te pido que no me abandones. Que no dejes de escribirme ya que tus cartas son un gran lenitivo, puesto que ellas, junto a alguna conversación aislada que mantengo con los pocos amigos que aún me quedan, son el único aliento que encuentra mi alma para subsistir. Te mando un fuerte abrazo. Tomillares a tantos, de tantos, de … Ramón Serrano G. Octubre de 2012