viernes, 20 de junio de 2008

El qué dirán

El qué dirán
Ramón Serrano G.

Es curioso observar cómo a veces se allegan ocasionalmente hasta nosotros personas, costumbres o expresiones, que por inusuales teníamos ya arrumbadas en el arcón del olvido. Alguien o algo con quien o con lo que tuvimos cotidiano trato, pero que las circunstancia de la vida o los usos y costumbres los alejaron de nuestro entorno, hasta el punto de parecer que nunca hubiesen existido.
Así, un buen día me cruzo en la calle con una persona a quien hacía tiempo que no veía, tanto, que ya la tenía olvidada por completo. ¡Hombre!, te dices, pero si este es Zutano, aquél que…. Otras veces, cumpliendo con obligaciones familiares o sociales, tengo que ir, casi a regañadientes desde luego, al cementerio, y como en Tomillares son muy amigos a poner en nicho o tumba una fotografía del difunto, viéndola, me entero de que aquella persona, con la que tuve algún trato o simple conocencia anterior, ha dejado de estar entre nosotros.
Hay ocasiones, ¡quién lo diría!, en las que alguien le abre y le sujeta una puerta a otro cediéndole el paso; o que en un transporte público una persona se levanta y ofrece su asiento a alguna señora o a persona de edad avanzada. O en plena calle, mozo, moza, u hombre caballeroso, deja el interior de la acera a una mujer. Y esto, aunque les parezca imposible, es algo que sucede. Aunque crean que es asombroso, ocurre. Doy fe de ello. Y cuando uno lo ve, se acuerda de inmediato de otros tiempos en que estas actuaciones eran habituales.
Viene a suceder igualmente que en algunas conversaciones se sacan a colación frases o expresiones que desde tiempo ha, se han convertido inexplicablemente en obsoletas. Ya nadie dice por ejemplo: Por las ánimas benditas. O, que usted lo pase bien. U otras tantas que podríamos traer a colación. Pero ayer oí una, que no escuchaba desde hacía muchos años y que me trajo a la mente diversas evocaciones y pensamientos. Era concretamente el que dirán. Sí, sí, eso he dicho: el qué dirán. Algo de lo que se acuerdan muchos de ustedes, pero de lo que no tienen la más remota idea aquellos que no han cumplido aún los treinta años.
Era ese qué dirán no un miedo claro, pero sí un respeto a la opinión ajena, que frenaba o, al menos, condicionaba un tanto el comportamiento de la gente. No es que esta fuese gazmoña o mojigata, sino que procuraba que nadie tildara su conducta como pecaminosa o en desacuerdo con el proceder ortodoxo de la época. Por ello, ninguna muchacha que estuviera en su sano juicio, se atrevía a salir a la calle mostrando en exceso su epidermis. No había mujer que consintiera que su hijo o marido saliesen de su casa con una prenda rota o simplemente deshilachada. Ni novia que permitiera una pública caricia de su amado, aunque fuese mínima, a no ser que se viese amparada por la oscuridad de la noche o la soledad de algún parque. O persona que teniendo a su cargo o administración bienes de otros, ya públicos, ya privados, dispusiera ladinamente de ellos en su propio beneficio.
Hoy, ya es otra cosa. No diré si mejor o peor, que a juicio del sensato lector lo dejo, pero es otra cosa. Ahora una joven sale de su casa mostrando generosamente por arriba, por el centro y por abajo sus atributos, que dicho sea de paso, la mayoría de las veces suelen ser atractivos, y lo hace con la misma naturalidad con la que un chaval se come un caramelo. Hoy nos solemos cruzar con personas cuyos pantalones no es que vayan raídos, no, es que llevan rotos por los que cabe la mano de un hombre. En estos tiempos no es extraño ver cómo a cualquier hora del día o de la noche, y en el sitio más iluminado o concurrido, una pareja, unos simples conocidos que no tienen que estar unidos por ningún compromiso o promesa, se morrean y magrean mutuamente, y que les vean u opinen de su conducta les importa lo mismo que a mí me da que esté lloviendo ahora en Mogadiscio. En la actualidad, y bien lo sabemos todos, muchos hacen fortunas, pequeñas, grandes o inmensas, subrepticia y ladinamente, desviando a su bolsillo bienes o ganancias pertenecientes a empresas o entidades en las que desarrollan sus actividades y lo hacen con el mismo descaro con el que una mosca se posa en un pastel. Pero esto merece un estudio más extenso, así que dejémoslo.
Diré por último, porque así lo creo y porque algún lector ya estará echándolo en falta, que nuestra adecuada forma de obrar debe estar impelida por nuestros correctos sentimientos y no sólo por la opinión que el prójimo pueda sacar de nosotros por nuestras actuaciones, que esto, y no otra cosa, es el qué dirán aludido. Pero pese a ello, si el qué dirán actúa en nosotros como un mantra, como una sunna, o como un precepto que nos lleva a que nuestras acciones estén dentro de la honradez y el comedimiento, y lejos por tanto de la extravagancia, del descaro o de la incorrección, es natural que yo, y otros muchos, lo echemos de menos.

Junio de 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 20 de junio de 2008