jueves, 19 de diciembre de 2013

Un cuento

Para A. y J. Carretero González, con quienes siempre me llevo maravillosamente mal. Cuentan los viejos un viejo cuento que habla de un hombre que era dueño de una venta enclavada en un transitado cruce de caminos, la cual, además de mucho trabajo, le proporcionaba pingües beneficios. Había enviudado varios años atrás, y aunque no tenía hijos, el desempeño de su prolija tarea le agradaba, y no tanto porque abastecía sus arcas, sino porque llenaba sus horas muy agradablemente al tenerle sumido en su negocio, liberando con ello su mente de recuerdos de otros tiempos peores. Un día, y procedente de aliende las montañas, llegó hasta su local otro hombre, bastante más joven que él, que le pidió asilo al principio y trabajo después. Carlos, que así se llamaba el ventero, diole de inmediato lo primero, y, por sus trazas, al día siguiente lo segundo. Y al poco, ambos entrañaron, y tanto, que parecían, en su proceder y trato, que fuesen padre e hijo, más bien que amo y asalariado. Al cabo de unos años los dos eran ricos (algunos decían que muy ricos). Y las gentes, esas gentes que hay en todos sitios, que se preocupan más de lo que ocurre en la casa ajena de lo que acaece en la propia, murmuraban tanto de Carlos, como de Enrique. De aquél, porque pese a su buen porte para el negocio, no se había percatado cómo le sonsacaba los cuartos su mandamás y principal obrero. Y de éste, porque en vez de ser fiel y agradecido a quien tanto le había ayudado, habíase ocupado más en afanarle al amo sus buenos cuartos, sin tasa ni mesura, aunque a decir verdad, nadie sabía que hacía con el dinero porque su vida familiar (tenía mujer y dos niños) discurría con moderación y sin gastos superfluos. Y aquellos cuchicheos tomaron tal auge que hasta algún cliente, con un exceso de confianza y envalentonado por los vinos bebidos, se atrevió a mofarse de Carlos en sus mismas barbas. Y viendo que aquello se estaba pasando de castaño oscuro, y que no era bueno que llegase hasta donde lo estaba haciendo, el ventero, con la excusa de la celebración de su onomástica, convidó a comer un 4 de noviembre a las fuerzas vivas del lugar. Acudieron invitados (a las comidas de gañote las gentes suelen acudir de muy buena gana), el alcalde corregidor, el alguacil gobernador de la comarca, el plébano, el escribano, el maestro boticario, el viejo galeno de la zona, Samuel el mercader-banquero, los dos mayores terratenientes del pueblo, y alguien más que no recuerdo. Por supuesto, y con la excusa de querer tenerlo a mano por si le era necesario, también rogó a Enrique que les acompañase. El menú no fue el mismo que se ofrecía a diario a los clientes. Hubo, como entrantes, cecina, salón y queso. Luego una sopa de puerros, chirivías y nabos, con un toque de jengibre, muy de acuerdo con la fecha, para pasar luego a un sabrosísimo cordero asado al estilo castellano. Todos los platos se vieron acompañados de un vino moro (o sea, sin bautizar) y antes de que sirvieran los postres, que luego se vio que consistían en perrunillas, frisuelos y guirlache, el anfitrión se levantó, y tras rogar silencio a sus invitados, agradeció su asistencia, y les dijo luego: -Quiero que sepáis que, a más de concelebrar con vosotros, amigos míos, el día de mi santo, os he juntado aquí para ver de acabar con todos esos calandrajos y chismerías que, desde hace algún tiempo, circulan por estos lugares sobre el destino de las ganancias de esta venta. Sé que hay algo anormal en ellas, y nadie tiene que venir a decirme que, las que llegan últimamente a mis manos, no son las que deberían hacerlo. Lo noté de inmediato al comprobar hace un tiempo las ventas y los gastos, las mercancías despachadas, el número de clientes y algún que otro detalle más, como que se le había subido el jornal a todos mis trabajadores. Igualmente me cercioré de que la única persona que podría estar desviando el dinero, era Enrique. Pero también observé dos cosas: que este seguía viviendo holgada, pero modestamente, y que trabajaba tanto o más que los primeros días de su estancia en la venta, cuando era un simple meritorio. Y entonces me dije: si yo estoy obteniendo un beneficio que cubre muy de sobra mis necesidades y, además, puedo delegar una gran parte de mi trabajo en un hombre que faena para este negocio como si fuese suyo, ¿por qué voy a cambiar nada si me hallo muy bien así? Dejémoslo estar. Además, se ha de saber por todos, que Enrique en mi casa no es un empleado, sino el hijo que al cielo no le plugo concederme. Como tal, es para mí, y así quiero que siga siendo. Ante la admiración y extrañeza de los presentes, se levantó entonces el escribano y dijo: -Amigo Carlos, tus palabras son la confirmación de lo que muchos suponíamos. Testimonio de la generosidad de tu alma y de la alegría en la que vives. Pero, para aumentar esta dicha tuya, quiero decirte a ti, y a todos los presentes, una cosa que sólo sabemos el banquero Samuel (este agachó un poco su cabeza en señal de asentimiento), el propio Enrique (quien puso cara de asombro), y yo mismo. Y es ello, que un buen día se presentó ante mí este tu empleado, que aquí se halla, para decirme que en la venta se ganaban muchos dineros. Tantos, que podían ser una tentación para algunos, los cuales, estando este mesón algo apartado, podrían venir a robar al dueño. Y que no siendo bueno guardar todos los huevos en la misma canasta, él quería, si me parecía oportuno, y para evitar este riesgo, hacer periódicamente los ingresos que pudiera en un depósito secreto que se abriría al respecto. Pareciéndome raro, aunque bien en un principio, quise que lo consultásemos con nuestro amigo del banco, el cual, al oírlo, no puso objeción alguna, como era lo natural. -Pero aquí viene lo insólito del caso. Y es ello, que Enrique estipuló que la susodicha cuenta sólo tendría un titular, y que este sería el único que podría disponer de los dineros que allí se fuesen metiendo. Y que ese titular se llamaba Carlos Mendoza, o sea tú, nuestro querido anfitrión y paisano. Así que, habiendo dicho yo esto, y tú lo anterior, todos sabemos ahora que nadie está quitando a nadie ni un solo cuarto, sino que antes bien, se están ayudando mutuamente, por lo que deben cesar, de una vez y para siempre, los absurdos comentarios y habladurías que se venían haciendo. Y por eso alzo mi vaso. Por eso, y para brindar porque todo siga siempre así de bien en esta empresa, y por la felicidad de estos dos vecinos nuestros, que además nos están dando ejemplo de un gran comportamiento. Y colorín, colorado,… Ramón Serrano G. Diciembre 2013