jueves, 24 de febrero de 2011

Membranzas

Membranzas
Ramón Serrano G.

En una vieja historia que anda circulando por ahí, se cuenta que en la época en que las gentes apenas se movían de sus pueblos o a lo sumo de su región, salvo que se diesen circunstancias muy extraordinarias, hubo un muchacho que a sus diecisiete años marchó con su padre a trabajar a un lugar muy distante de aquél en el que había nacido y del que no había salido nunca. Allí se estuvieron unos meses, casi un año, para tornar luego a su rincón de siempre, donde vivió feliz el resto de sus días.
Y fue así porque en su aldea encontró, primero trabajo, y luego, a la que sería su mujer y la madre de sus hijos. Y porque con su familia, con su labor y con el lugar que le viera nacer estuvo siempre satisfecho, ya que con aquellas estaba muy a gusto y porque disfrutaba extraordinariamente de los modos, tradiciones y costumbres de su lugar. Todo, formaba una amalgama que siempre le satisfizo y de ello dio cuenta siempre a todo el mundo. Digamos, como mejor aclaración, que pareciese que nuestro hombre hubiese leído a Lope y tomado a su “villano” como ejemplo.
Pasaron muchos años y llegaron los días en los que el tiempo, lento y demoledor, le apartó oficialmente de sus faenas pero, sin embargo, no pudo hacer lo mismo con sus actividades. Y pese a que ya empezaba a estar hecho una chanca, y que convivía con alguna dolama, no dejaba que creciera la hierba en sus caminos, que no solía estar ocioso por las mañanas ni en verano ni en invierno. Acudía temprano a su terrón a hacer los trabajillos que hubiera menester, o simplemente a ver tranquilamente el campo. Era, más tarde morillero, o mochil, que efectuaba los recados domésticos, para luego retornar a su casa donde habitualmente le esperaba el apaño de alguna deficiencia o menester hogareño, que solía arreglar habilidosamente antes del condumio.
Pero las tardes eran suyas. Se las había reservado para hacer lo que más le gustaba, y muy grande tenía que ser el imprevisto para que rompiese sus hábitos. No dormía siesta, un duermevela acaso, y alguna cabezada, para después ponerse a leer un libro, que para eso se había hecho socio de la biblioteca municipal. Y después, si el tiempo acompañaba, y antes de que la tarde se llevase el sol, su buen amigo el sol, ese que siempre se le iba a duras penas, acudía a la alameda a reunirse con quienes allí estuviesen, pero sobre todo con Protasio “Bemoles” y Ceferino “El Charro”, sus amigos del alma. Y a tertuliar se ha dicho casi hasta la hora de la cena. Y si hacía malo, se quedaba en su casa, y eran los citados los que venían a ella a sentarse ante la lumbre, o en el patio, según fuera el oraje, y a enfrascarse en la cháchara, animada esta por un vaso de buen vino que, sin falta, les ofrecía nuestro hombre.
Esos eran los aconteceres normales. Pero parece ser que con cierta frecuencia, renunciando a las conversaciones, gustaba de buscar la soledad del campo, o del corral de su casa, y a ellos se iba a pensar. Tan sólo a pensar, dando una y mil vueltas a sus logros y a sus fracasos. A lo bueno y a lo malo. A lo ocurrido, o a lo que hubiera podido suceder, si se hubiesen hecho las cosas de otra manera. Conversaba consigo mismo y se contaba lo que a otros no les podía decir, silenciada su boca por la cortesía o la buena educación. Y recibía sus propias respuestas, deseosas de convencerle de que si la actuación de este, o de aquél, no fue la correcta, más se debió a los imponderables que a la maldad del autor.
Y a veces se decía: -Hay cosas con gran importancia, que las vives, quizás toda una vida, y te satisfacen, y las quieres, y te amoldas a ellas, y no las cambiarías por nada. Por ellas te esfuerzas y por ellas mueres. Pero también las hay sin tanta enjundia, más sutiles, más livianas, pero que te dejan un buen sabor de boca. Algo parecido a quien, tras un buen yantar, y, para darse un gozo, prueba un bocado de un postre delicioso o toma una copita de blanca de Carracedo. Y así, muchas veces traía a su memoria, a más de otros quizás intrascendentes sucesos, personas y lugares de aquel lugar visitado una vez cuando era joven, y nunca más vivido ni olvidado.
Y ocurría igualmente que ciertas noches, pocas, pero algunas, cuando un soplo de aire fresco venía a mitigar ligeramente el sofoco de las noches agosteñas, esas en las que la calorina inmisericorde le cierra el paso al sueño y la mente hace inventario de membranzas de toda clase, acudían a él la de esos episodios que tuvo por antaño, que siempre fueron de su agrado, y que aún a su edad lo atalantaban, aunque no le proporcionasen ya más beneficio, ni otra utilidad, que el de la evocación con añoranza que se suele hacer de las cosas que nos fueron gratas.
Entonces, envuelto en las tinieblas de su cuarto, le volvían recuerdos de escenas de cosas que no retornarían nunca, pero que habían constituido los pilares de los pocos ratos felices habidos de niño, o cuando joven. Y se filtraban entre las rendijas de su mente, lo mismo que se mezclan entre las ilusiones del mozo el olor hechizante de la novia, un perfume a pan de trigo, o a geranios, o a pasiones. Y evocaba, entre otras muchas cosas deleitosas, la dicha de recibir el aguinaldo de su abuela. El placer de probar por vez primera el chocolate. Los paseos en la vieja bicicleta. El atrio de la iglesia de aquel pueblo donde fuera a trabajar con su padre casi un año. O la nerviosidad que se produjo en sus adentros cuando cierta mozuela pelirrubia le arrojó desde el balcón y, sin miramientos, una sonrisa.
Cuando le ocurría eso, solía salir a la ventana de su dormitorio y le contaba a su amiga la luna estas confidencias. Y su amiga la luna se las guardaba, y luego, después de ponerse menguante, pero antes de hacerse nueva, ella las escondía por el cielo para que nadie se las robase. Más tarde él volvía a la cama y, al poco, se dormía plácidamente, nadando entre las aguas tranquilas y serenas, tibias y melosas, de sus membranzas.
Febrero de 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 25 de febrero de 2011