jueves, 20 de octubre de 2011

El cristal

El cristal
Ramón Serrano G.

“…Cuando yo me muera, no quiero las pálidas luces, ni los lutos…” . Juan Torres Grueso.

Aún no hace ni veinticuatro horas que estaba vivo. Vivo sí, eso digo y digo bien, pues aunque en esos momentos únicamente me funcionara el cerebro, es más que probado que un hombre continúa “existiendo” mientras su cabeza siga siendo capaz de discerner y razonar. Y ella sí que actuaba, repito, mientras que los restantes miembros de mi cuerpo estaban, o muy deteriorados, o inertes hacía cantidad de tiempo. Tanto, que al muy poco fallaron todos a la vez y dejé de tener eso que siempre se ha llamado vida.
Y aquí me encuentro hoy, solo y a oscuras, en la sencilla habitación de un tanatorio, alojado en un ataúd forrado, excesiva e inútilmente, en su interior, ya que la única finalidad de ese acolchado consiste en que el costo del féretro sea mayor, pues poca es la comodidad que el cliente puede notar en su estadía, o al menos nadie dio nunca cuenta de ella, si es que la tuvo. No hay ramos ni coronas en mi derredor, pues se han cumplido fielmente mis deseos de no traerlas. Y no es que no me agraden las flores, que siempre me gustaron y mucho, y cuyo regalo me ha parecido un obsequio exquisito, pero si es para una mujer o para un hogar. Pienso que el dinero empleado en llevarlas a un difunto estaría mejor gastado remediando un algo las necesidades de algún menesteroso.
Tres de las paredes del antedicho cuarto son de mampostería, mientras que en la que está frente a mí, han instalado un gran cristal rectangular, que, a simple vista, parece un vidrio normal, pero que no lo es, en absoluto, por lo que a continuación he de explicar. Tras él, hay una sala en la que dialogan deudos, amigos, vecinos y conocidos, que han acudido a dar cumplimiento y testimonio de un pesar, sincero en unos y fingido en otros, pero siempre socialmente correcto. A su llegada, todos han empezado hablando sobre mí, de sus recuerdos y sus vivencias conmigo, o de mi forma de ser y de pensar. Pero la mayoría han abandonado pronto esos temas, y sus charlas se ocupan de asuntos más o menos triviales, y, por supuesto, muy distintos a los que les han llevado hasta allí.
Algunos miran a través de ese cristal, e incluso piden que se encienda la luz para una mejor observación de mis restos, y entonces, creen erróneamente que me ven. Porque no, no me están viendo realmente como soy. Quizás, como era. En eso precisamente reside la raridad del cristal. En que ellos, desde fuera, perciben tan solo la visión de un espectro. De algo que antes fue y ahora no es. De alguien que ya se ha ido a un mundo del que nada se sabe con absoluta certeza, pese a lo mucho que sobre él se ha elucubrado y se ha escrito. Si acaso se presume, y no es poco suponer, que quien allí está, no sufre, ni padece, ni tiene necesidad de ningún tipo, y se mantendrá para in sécula seculorum en una actitud de total pasividad y, tal vez, contemplativa. Quizás sea por esa incertidumbre del lugar, las condiciones y el tiempo de permanencia en ese sitio de los que allí nos encontramos, que los que aquí se quedan suelen tardar poco, muy poco, excesivamente poco, en relegarnos al olvido, o, como mucho, acordarse muy circunstancialmente de nosotros.
Reitero que los conversadores y mirones de aquel lado sólo saben, y puede que no mucho, del mundo en que se hallan, y al que yo pertenecí hasta ayer mismo. Pero desconocen por completo este al que apenas he llegado; en el que estoy ahora y en el que estaré ad aeternum. Por tanto no tienen capacidad para comprender lo poco que están, o creen estar viendo. Mientras que yo, que ya he salido de las fronteras del suyo, y aunque tengo escaso tiempo, ya que en unas horas me inhumarán o me llevarán al crematorio (pido exclusiva e imperiosamente la segunda opción), desde este lado, sí que distingo y valoro sus obras y las mías, antiguas y recientes. Y contemplo sus y mis sentimientos, ya nobles, ya taimados. Su, y mi personalidad, generosa o egoísta. En una palabra, la auténtica realidad de cada uno. De cómo fueron, cómo son y cómo fui. Del comportamiento y las formas. Y al hacerlo he conocido de verdad mi forma de ser y la ajena. Juan Torres lo apuntaba: “…Y que allá, en mi calavera / vean mis ojos abiertos / el misterio de la vida / en la muerte que ahora llevo..”. Si hay que ser juzgados, no me corresponde a mí ser mi propio inquisidor, y sobre ellos, ya me cuidaré muy mucho de emitir juicio alguno, ya fuere bueno o malo. Si acaso lo que haré, al igual que la mayoría de los que me precedieron en el viaje definitivo a este barrio, será intentar que mi espíritu recuerde agradecido a quienes me trataron de benigno modo y no guarde rencor a quien pudiera haberme lastimado.
He deseado con estas palabras demostrar la importancia de ese cristal que nos separa a vivos y finados, y las distintas visuras que se aprecian si es este o aquel el lado en que nos encontramos. Desde el mío se divisan demasiadas luchas, bastantes afanes y algunas esperanzas. Desde el otro lado, quietud, sosiego y paz, o, al menos, eso esperé siempre.
Aquí, como ya digo, a una zona del cristal se hallan los que todavía andan peregrinando su vivir, y al otro los que hemos dejado de hacerlo. Por eso no coincido ya con Campoamor en aquello de que todo es según el color del cristal con que se mira. Creo, más bien, que será de una forma u otra, según sea el lado del cristal desde el que miramos un mundo u otro.

Octubre 2011
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 21 de octubre de 2011