jueves, 6 de marzo de 2014

Tian (y II)

Presto se fue hacia ella, quien, haciéndole caso omiso, se alejó volando, en toda la extensión de la palabra. Siguióla el recién enamorado, pero Tian , ese era su nombre, fue a esconderse tras un montecillo cercano. Por las cercanías de ese alcor permaneció Corito las siguientes jornadas en el deseo de volverla a encontrar, como todos aquellos que, habiendo dejado pasar los días sin realizar lo necesario, quieren salvar ese retraso haciendo las cosas apresuradamente. Al fin, consiguió verla, y en varias ocasiones, en todas las cuales intentó entablar relación con ella para declararle sus sentimientos. Además, hacía de todo para encandilarla: trinaba, gorjeaba, revoloteaba en su derredor, … mientras que ella se limitaba a contonearse, y a abrir y cerrar los ojos con inusitada rapidez. Tras eso, ocurrió lo que tenía que ocurrir: terminaron enamorándose, de la misma manera que casi todas las parejas del mundo: él, por la vista, y ella, por el oído. Y para qué vamos a detallar que un día fue, no; al siguiente, ni no, ni sí; al otro, tal vez, para acabar como unos tórtolos, sin serlo. Ambos encontraron en ese amor todas las alegrías y satisfacciones que, quien haya gozado de las mieles de un querer correspondido, conoce bien. Los dos habían soñado a veces con la felicidad que supondría vivir enamorado, pero nunca supusieron que se podía alcanzar el cielo aquí en la tierra. Que era cierto lo que alguien les había hablado un día, de que siempre, a partir de ese instante, se soñaba con el olor y la fragancia de las hojas del limonero. Que se puede oír música celestial a través del zurear de las palomas. Que esa relación nacida entre los dos, era, desde el principio de los tiempos, ineluctable, pues estaban hechos la una para el otro. Así empezó a discurrir para ellos una temporada con una convivencia deliciosa. Desde la aurora se entretenían entre los espliegos, las ajedreas, la grama, los ceñiglos y llantenes, contándose historias, vivencias y deseos; haciéndose arrumacos y lagoterías; cantando y abriendo sus vidas a la ilusión y a la esperanza; queriéndose sinceramente con toda la nobleza de sus almas y toda la fuerza de sus pequeños corazones. Y cabe resaltar, que no había llegado aún la época del celo, pero vivían felices con su amor, porque sabían que el verdadero amor no conlleva el aparearse, ni consiste sólo en ello, cosa esta que muchos otros animales ignoran. Pero la vida suele tener episodios imprevistos y lacerantes. Así, una mañana, cerca del mediodía, estando picoteando en busca de su almuerzo, vieron aparecer por el recodo del camino a unos muchachos, que venían alegres y contentos. Nuestra dichosa pareja enseguida alzó el vuelo hasta un árbol que estaba próximo, y mientras que Corito se subió a las ramas más altas, Tian, extrañamente, se posó en una de las primeras. Y el petirrojo vio entonces lo que no hubiese querido contemplar jamás. Uno de los chiquillos sacó de su bolsillo un artilugio consistente en una horquilla metálica en forma de y griega, unas gomas atadas a ella por un lado y por el otro a una “zapateta”. Se agachó, cogió una piedrecita, la colocó en ella y, estirando las gomas la lanzó contra la pobre pajarita. Al instante, esta se desplomó, y el matarife y sus acompañantes corrieron a recoger del suelo su cuerpecillo sin vida. Unos felicitaron al “héroe”, y todos rieron su hazaña, y, de inmediato, se deshicieron del cadáver tirándolo con menosprecio al monte, y siguieron su paseo. Tras ello, fuese por azar, o por el buen desarrollo de su oficio, en ese mismo momento llegó hasta allí, en un vuelo rápido y rasante, un cernícalo vulgar, que cogió con sus garras lo que quedaba de la infeliz Tian, y desapareció con ella. Todo este tristísimo suceso lo presenció Corito sin perderse la más mínima escena. Con el corazón desgarrado, y viendo que ya se habían ausentado del lugar los asesinos y la rapaz, salió de su escondrijo y, tras un rápido vuelo por el lugar del crimen, fue a ocultarse tan lejos como pudo. En su latebra permaneció muchos días sin ver a nadie y sin que nadie supiese de él. Pero al poco tuvo que salir para conseguir su subsistencia, aunque saludaba brevemente, mas no hablaba con nadie ni mantenía conversación alguna. Era su única salida durante el día, y por las noches, incapaz de conciliar el sueño, siempre veía que su pequeño corazón estaba lleno de unos recuerdos, que no eran sino murciélagos de trapo negro, y que colgaban del árbol fatídico de la muerte. Cierto día recibió la visita del viejo Horacio, que le dijo: -He venido porque un día te aconsejé con la mejor intención, y, por obedecerme, hoy estas sufriendo mucho e inmerecidamente. Mi deber es venir ahora a consolarte. Aquí estoy a tratar de mitigar tu pena, aún a sabiendas de que mi propósito será prácticamente inútil. Pero, por si te alivia, te haré saber que ese tu primer y único amor, ese cariño tan joven que cuando iba a florecer lo han roto, quienes han sido los autores nada saben de los sentimientos y los destrozan. Gentes que fulminan sentires y anhelos maravillosos, sensaciones que jamás se deben destruir, y ellos, sin embargo, lo hacen sin obtener nada a cambio, simplemente por una banal distracción. También sé que es un simple consuelo lo que, además, voy a decirte: piensa que tú has llegado a conocer el amor, aun cuando haya sido brevemente y con un trágico final. Has sabido de sus mieles, aunque fuera escasamente. Compadece por ello a quienes nunca estuvieron enamorados. ¡Pobrecillos! Espero, por último, que sepas confortarte con esta experiencia que has padecido, y que ella te sirva para algo. Levantó la cabeza Corito y le contestó piando, casi en un susurro: -Me ha valido, mi viejo amigo, para dos cosas muy importantes. He conocido el amor y he aprendido a llorar. Ramón Serrano G. Marzo de 2014