martes, 29 de enero de 2008

El torno del alfarero

El torno del alfarero
Ramón Serrano G.

“Que es el oficio del barro, entre todos el primero.
Fue el hombre el primer cacharro. Dios el primer alfarero”.- Popular

Indudablemente el ser humano, todo ser humano, pobre o rico, iletrado o culto, perverso o recto, va dejando a lo largo y a lo ancho de su existencia la impronta de su manera de ser y de pensar. Y esta huella la va marcando no solamente con sus palabras y sus aseveraciones, que algunas veces, quizás demasiadas, pueden ser ladinas y torticeras, sino que también la imprime, y principalmente, con sus obras. Pero hemos de convenir, pese a ello, que lo hablado obliga a quien lo dijo, o al menos condiciona su comportamiento, aunque para nuestra desgracia no lo hace tanto hoy en día como en tiempos pretéritos y ya lejanos, en que lo dicho tenía igual fuerza de compromiso que lo escrito o firmado, mientras que en la actualidad la palabra suele tener menos peso que un adarme. Pese a ello, a esa pública declaración de intenciones y preferencias, van destinas estas pobres líneas que a continuación expongo.
Y vengo a proclamar con ellas mi sentido homenaje de admiración y afecto a uno de los oficios humanos más antiguos y de mayor significación que para mí existen en este mundo, viejo y puñetero, que nos ha tocado vivir. Por ello, con toda la sinceridad que mi alma alcance, quiero rendir pleitesía al alcarracero, cuyo trabajo viene a ser el compendio de todo lo noble que podamos encontrarnos en el comportamiento de los hombres. Su uso es remoto en el tiempo como pocos. Sin pecar de prolijo citaremos el período Shang en la China ancestral; a Tell Halaf en Mesopotamia; a Teotihuacan en México o a las ushabits, las figurillas que los egipcios enterraban junto a sus muertos. Siempre el hombre supo bien, y antes mucho más que ahora, lo que era útil y conveniente, lo que tenía valor. Y la valía la tiene todo aquello que está bien hecho, a conciencia, con sudor y con esfuerzo, con gusto y con pericia, aunque el material que lo sustente y lo componga sea tan humilde como el barro.
Quisiera, antes de proseguir en mi razonamiento, y para que no se sientan injustamente olvidados algunos otros trabajadores, decir que abomino, que no tengo por mía, esa costumbre humana de pensar que en el momento que estamos alabando algo estamos menospreciando a lo demás. No, no es esta mi idea cuando vengo a ponderar al barrero, que yo sé, y proclamo, que hay otros muchos oficios tan dignos y estimables como ese. Pero ni el tiempo ni el espacio me dan lugar para citar a otros.
Pero volvamos a él para relacionar algunas de sus muchas virtudes. Dicha su antigüedad, digamos también que lleva aparejada consigo la universalidad, y por ello la ausencia absoluta de racismo. No le importa la procedencia, ni la esencia de quienes le ayudan a conseguir con bien su hermosa obra. Buscando lo bueno, lo perfecto, admite para conseguirlo todo tipo de elementos en su configuración: la sílice o el boro para vitrificarlo; la arcilla para endurecerlo; el plomo o la sosa como agentes mezcladores.
Continuando con otras cualidades, cabe destacar que su esencia es la creación, y quiero proclamar con esto un claro antagonismo al espadero. Uno busca la vida, el aprovechamiento, el uso, la belleza. El otro la muerte. Y aún es más. Ambos oficios están en plena concordancia y coherencia entre lo producido y la clientela. Así mientras el alfarero es pobre y humilde como sus clientes, el espadero es rico y envirotado como los que compran sus mortíferos productos.
Es asimismo este menester, y sobre todo antiguamente, que hoy en día ya se ha industrializado como casi todo en exceso y así le va, por completo menestral, pues aunque en él se usa el tabanque, el torno, la alpañata o la alaria, son las manos del alcaller las que consiguen un trabajo primoroso y aseado.
Amén de lo antedicho tiene esta ocupación el buen orgullo de la individualidad, de la singular característica, y con ello la honrosa presunción de su origen, que hacen distintos los cacharros, aunque no más bellos, según sea la procedencia de los mismos y el lugar donde fueron concebidos y realizados.
Podría seguir, mas creo que ya basta. Pero sí digo, que ese compendio de cualidades que he mentado del alfar, es el que el hombre debe tener para desarrollar una vida digna: el poso de lo antiguo; la universalidad y por tanto la ausencia de encasillamientos; la sencillez; la modestia; la carencia de trabas y discriminaciones, admitiendo la ayuda de todo el que se le allegue, si con ello se accede a un buen fin la humildad mansedumbre; la continuidad, el mantenimiento de lo tradicional, sin dejarse influir por advenedizas modas que puedan desvirtuar la calidad de su obra.
Mi buen alfarero, hombres como tú, son los que necesita el mundo.

Julio 2005

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de julio de 2005

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