jueves, 11 de junio de 2015

La ofensa

Tenían que caer rayos y truenos para que cada uno de ellos no acudiese puntualmente, después de comer, a la tertulia que se mantenía diariamente y, desde hacía muchos años, en el Café Manrique. La formaban habitualmente ocho, diez, doce contertulios, y aunque siempre acudían varios más, los fijos, fijos, eran Joaquín Parra, un comerciante de tejidos; Braulio Pérez, un constructor; Manuel Suárez, director de una sucursal bancaria; José Simarro, jefe de la oficina de Correos; Doroteo Cáceres, veterinario, y Aquilino Vargas, agente de seguros. Se podía decir de ellos que todos eran muy amigos entre sí, pero íntimos, lo que se dice unidos de verdad y desde niños, lo eran Braulio, José y Doroteo, cuya convivencia había ido desde siempre, e iba en la actualidad, mucho más allá de la citada reunión cafetera. Aquella tarde, como casi todas las tardes, menos chismorrear, cosa que nunca hacían, se había hablado de todo y de nada, y sin un tema concreto que abordar, se recurrió a la meteorología: -No sé cuándo se va a ir este maldito invierno, dijo Braulio. Estamos a finales de marzo y hace un frío que pela. -Dímelo a mí, apostilló Manuel, que duermo todavía con dos mantas y no apago la salamandra por la noche. -Bueno, es que tú eres más friolero que un pingüino, bromeó el veterinario. -Oye Doroteo: que sea la última vez que se te ocurre llamarme lo que me acabas de llamar, ni ninguna otra cosa, le cortó secamente Manuel. Tenme el respeto que me debes, porque muchas, demasiadas veces, te pasas de la raya y hay que cortarte. -Perdona Manolo, yo te he hablado en guasa, pero con ninguna intención de ofenderte. -Pues lo has hecho. Y te lo tolero por esta vez, pero que sea la última. Dicho esto, y con cara descompuesta, llamó a Pascual, el camarero, abonó su consumición y se marchó. En la tertulia se hizo un absoluto silencio durante un rato, hasta que tomó la palabra Aquilino para decir: -No acabo de explicarme lo que le acaba de ocurrir a este hombre. -Perdona que te interrumpa, dijo Joaquín, pero mejor es que en este momento no hablemos más del tema. Es hora de irse. Que cada cual saque sus propias conclusiones con calma, y démosle tiempo al tiempo. Y así lo hicieron. Marchó cada a uno a sus asuntos y, al día siguiente, la mayoría volvió al café como era de costumbre. Quien no lo hizo fue Manuel, por lo que nadie sacó a relucir lo sucedido. Cuando llegó su hora habitual iban a marcharse todos, pero en ese instante dijo José: -Braulio, Doroteo, ¿me permitís un momento que tengo que preguntaros una cosa? Los citados volvieron a tomar asiento, y aquél habló esto: -Lo que os quiero preguntar es vuestra opinión sobre lo sucedido ayer. Para mí, desde luego, fue algo insólito, increíble, tanto por la educación y la forma de ser de Manuel, como por el clima tan agradable y educado que siempre ha existido en nuestra tertulia. Si no estoy presente, y me lo cuentan, no lo creo. -Pues algo muy similar me ocurre a mí, que no llego a explicarme el porqué de la salida de tono tan desapropiada de nuestro común amigo. Yo no podía esperar nunca que Manuel te ofendiese de tal modo, Doroteo. Llevo conviviendo con ambos muchos años, y siempre su trato y el comportamiento, no sólo de vosotros y entre vosotros, sino con los demás, y mucho más aún con los que formamos el círculo de amigos al que me honro en pertenecer. No sé qué reacción tendrás Doroteo ante esa injuria, pero comprendería como justa, fuese cual fuese la postura que tomaras. Y en ese momento calló, tanto para tomar un nimio descanso en el desarrollo de su opinión, como para dejar que el tercero expusiese la suya. Entonces Doroteo, que hasta ese instante había permanecido lívido, como ido, con la mirada fija en el sueño, levantó la cabeza y, como en un susurro, dijo a sus dos compañeros: - Si las palabras y la forma de decirlas de Manuel hubiesen estado dirigidas a cualquier otro, yo las hubiese juzgado como graves, como desafortunadas y, desde luego, inusitadas en él. Pero iban dirigidas a mí, y no voy a perder ni un momento en tratar de averiguar la razón de su comportamiento para conmigo y en presencia de tanta gente, porque estoy seguro que no llegaría jamás a conseguir saber la causa que le conminó a proceder de ese modo. -Pero sí quiero deciros, prosiguió, que no logró su propósito. O sea, que no me ofendió porque, sencilla y llanamente, tanto él, como vosotros no lo podéis hacer, ya que aunque vuestra boca, o la suya, esté diciendo algo contra mí, si lo hace del modo y manera que él lo hizo, su corazón, o el vuestro, estaría sintiendo lo contrario. - Y por otra parte, y con esto quiero finalizar, sé que si yo me molestase por una cosa insignificante como la que hizo, sería completamente injusto, pues me debería acordar de las miles de ocasiones en las que me favoreció, me ayudó, me tendió su mano y consintió en ser mi amigo. Y todo esto no se puede olvidar fácilmente. Yo no puedo, ni quiero, seguir aquel dicho de: “hazme cien, fállame en uno, y no me has hecho ninguno”. Por eso hoy, o mañana, o cuando me encuentre de nuevo con él, le diré simplemente que me perdone por lo que hubiese podido agraviarle, y le rogaré que me siga distinguiendo con su amistad. Ramón Serrano G. Junio de 2015