viernes, 19 de julio de 2013

Las lágrimas

Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar” Khalil Gibran.- Si a usted, querido lector, que es una persona normal, que tiene en perfecto uso sus brazos, sus piernas, y su cerebro; que no oye mal y que, a lo sumo utiliza lentes; pese a ello, si a usted le preguntasen si se consideraba un minusválido, con toda seguridad respondería que no. Y haría muy bien -aunque luego lo veremos con mayor detenimiento-, porque el DRAE define al minusválido como aquella persona que tiene alguna incapacidad física o mental. Y como usted no está en ese caso, evidentemente no lo es. Y esa es la idea que todos, o la mayoría, tenemos formada de quien es “inválido” o “impedido”. Pero, poniéndonos académicos, y mirando despacio esa descripción de incapacidad, veremos que la posee quien está imposibilitado para hacer algo. Mas esto, como casi todo en esta vida, es muy relativo. Porque usted no puede correr 100 metros en diez segundos, o 40 kilómetros en dos horas, o hacer un salto de 9 metros, o escalar el Everest; y tampoco tiene ni la más pajolera idea de lo que son la física cuántica o el cálculo centesimal, ni sabe, ni con mucho, recitar el Quijote de memoria. Que hay quien lo hace, pues claro. Pero esos son los menos, porque los más, los muchísimos más, no nos acercamos a esas marcas ni de lejos. La persona tenida por normal es -observado desde ese prisma- incapaz de hacerlo. Pero ¿en qué porcentaje? Ahí es donde radica el quid de la cuestión. Si se está por encima de lo, llamémosle así, normal, es un superdotado. Si se está muy por debajo, se es discapacitado. Y refiriéndonos a esta estadía, quien la padece, afortunadamente está visto por el resto de la sociedad con lástima, pero casi nunca con vergüenza. Otra cosa muy diferente es la opinión que se toma (aunque en realidad debería decir se tomaba) de aquella persona que es de lágrima fácil. De aquellos a quienes, por un “aparente” pequeño motivo, se les saltan de inmediato las lágrimas. Esos, y digo esos porque era a los hombres a quienes se les criticaba de inmediato, están bajamente valorados por los demás. Son, o eran, unos blandengues. Sólo lloran las mujeres. Los hombres, los verdaderos hombres, los machotes, esos no lloran nunca. La ataraxia era tan importante, por no decir más, que la honradez o la dignidad. Qué vergüenza se pasaba de niño si, viendo una película, alguien lloraba sin poder remediarlo. A la salida, era el hazmerreír de toda la pandilla. Y no sólo de niños, que a los mayores les ocurría algo parecido. Para corroborar lo que digo, acudamos a la extendida leyenda en la que se cuenta que Aixa dijo a su hijo Boabdil aquello de: -Llora como mujer…- Esto, como tantas otras cosas, ha cambiado en la actualidad, y hasta existen ocasiones en las que una persona llora y no es que no se le critica por ello, sino que incluso está bien visto. Cuántas veces hemos contemplado que alguien efunde un llanto, generalmente contenido y poco copioso, eso sí, como consecuencia de la consecución de un premio importante, o en la audición del himno nacional tras un éxito deportivo, pongamos como ejemplo. Y eso es, no ya reprochado, hablándose de la endeblez del espíritu de ese sujeto, sino que, antes bien, es ponderado, y bastante por los demás, agentes mediáticos incluidos. Así, cuántas veces comprobamos cómo otro alguien, que arrastra una pena, mayor o menor, que el tamaño de la misma no la puede calibrar ni él mismo, ni nadie, pues a cada quien la propia le parece de una enorme magnitud. Y tan es de ese modo, que esa lacrimosa exteriorización, causada por una carencia de energías, o de facultades, o de lo que sea, no la puede mantener siempre en su interior y acaba exteriorizándola con el derramamiento de unas lágrimas sinceras (las que son fingidas cantan enormemente). Eso, solamente eso, y nunca la intención de darle cuatro cuartos al pregonero, es lo que le lleva a dicho comportamiento, y de tal modo y manera, que verle obrar de esa manera nos recuerda a Lope de Vega cuando decía: No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces ni oradores tan elocuentes como las lágrimas. Lamentablemente, usted, yo, o aquél otro, quizás tendremos, en algún momento de nuestra vida, que soportar una pena y, quizás en algún momento y por su causa, se nos arrasen los ojos en ocasiones, o circunstancias, que no nos parezcan las más apropiadas u oportunas. Valorémoslo como un accidente, o como un episodio más de nuestra conducta, del que no debemos ufanarnos, claro está, pero tampoco avergonzarnos de que haya acaecido. Alguien llegó a decir que las lágrimas son la sangre del alma, y es natural que afloren si esta está herida. Ramón Serrano G. Julio de 2013

Las lágrimas

Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar” Khalil Gibran.- Si a usted, querido lector, que es una persona normal, que tiene en perfecto uso sus brazos, sus piernas, y su cerebro; que no oye mal y que, a lo sumo utiliza lentes; pese a ello, si a usted le preguntasen si se consideraba un minusválido, con toda seguridad respondería que no. Y haría muy bien -aunque luego lo veremos con mayor detenimiento-, porque el DRAE define al minusválido como aquella persona que tiene alguna incapacidad física o mental. Y como usted no está en ese caso, evidentemente no lo es. Y esa es la idea que todos, o la mayoría, tenemos formada de quien es “inválido” o “impedido”. Pero, poniéndonos académicos, y mirando despacio esa descripción de incapacidad, veremos que la posee quien está imposibilitado para hacer algo. Mas esto, como casi todo en esta vida, es muy relativo. Porque usted no puede correr 100 metros en diez segundos, o 40 kilómetros en dos horas, o hacer un salto de 9 metros, o escalar el Everest; y tampoco tiene ni la más pajolera idea de lo que son la física cuántica o el cálculo centesimal, ni sabe, ni con mucho, recitar el Quijote de memoria. Que hay quien lo hace, pues claro. Pero esos son los menos, porque los más, los muchísimos más, no nos acercamos a esas marcas ni de lejos. La persona tenida por normal es -observado desde ese prisma- incapaz de hacerlo. Pero ¿en qué porcentaje? Ahí es donde radica el quid de la cuestión. Si se está por encima de lo, llamémosle así, normal, es un superdotado. Si se está muy por debajo, se es discapacitado. Y refiriéndonos a esta estadía, quien la padece, afortunadamente está visto por el resto de la sociedad con lástima, pero casi nunca con vergüenza. Otra cosa muy diferente es la opinión que se toma (aunque en realidad debería decir se tomaba) de aquella persona que es de lágrima fácil. De aquellos a quienes, por un “aparente” pequeño motivo, se les saltan de inmediato las lágrimas. Esos, y digo esos porque era a los hombres a quienes se les criticaba de inmediato, están bajamente valorados por los demás. Son, o eran, unos blandengues. Sólo lloran las mujeres. Los hombres, los verdaderos hombres, los machotes, esos no lloran nunca. La ataraxia era tan importante, por no decir más, que la honradez o la dignidad. Qué vergüenza se pasaba de niño si, viendo una película, alguien lloraba sin poder remediarlo. A la salida, era el hazmerreír de toda la pandilla. Y no sólo de niños, que a los mayores les ocurría algo parecido. Para corroborar lo que digo, acudamos a la extendida leyenda en la que se cuenta que Aixa dijo a su hijo Boabdil aquello de: -Llora como mujer…- Esto, como tantas otras cosas, ha cambiado en la actualidad, y hasta existen ocasiones en las que una persona llora y no es que no se le critica por ello, sino que incluso está bien visto. Cuántas veces hemos contemplado que alguien efunde un llanto, generalmente contenido y poco copioso, eso sí, como consecuencia de la consecución de un premio importante, o en la audición del himno nacional tras un éxito deportivo, pongamos como ejemplo. Y eso es, no ya reprochado, hablándose de la endeblez del espíritu de ese sujeto, sino que, antes bien, es ponderado, y bastante por los demás, agentes mediáticos incluidos. Así, cuántas veces comprobamos cómo otro alguien, que arrastra una pena, mayor o menor, que el tamaño de la misma no la puede calibrar ni él mismo, ni nadie, pues a cada quien la propia le parece de una enorme magnitud. Y tan es de ese modo, que esa lacrimosa exteriorización, causada por una carencia de energías, o de facultades, o de lo que sea, no la puede mantener siempre en su interior y acaba exteriorizándola con el derramamiento de unas lágrimas sinceras (las que son fingidas cantan enormemente). Eso, solamente eso, y nunca la intención de darle cuatro cuartos al pregonero, es lo que le lleva a dicho comportamiento, y de tal modo y manera, que verle obrar de esa manera nos recuerda a Lope de Vega cuando decía: No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces ni oradores tan elocuentes como las lágrimas. Lamentablemente, usted, yo, o aquél otro, quizás tendremos, en algún momento de nuestra vida, que soportar una pena y, quizás en algún momento y por su causa, se nos arrasen los ojos en ocasiones, o circunstancias, que no nos parezcan las más apropiadas u oportunas. Valorémoslo como un accidente, o como un episodio más de nuestra conducta, del que no debemos ufanarnos, claro está, pero tampoco avergonzarnos de que haya acaecido. Alguien llegó a decir que las lágrimas son la sangre del alma, y es natural que afloren si esta está herida. Ramón Serrano G. Julio de 2013