lunes, 28 de enero de 2008

El mimbre

El mimbre
Ramón Serrano G.

“Todos los hombres, Galión hermano, quieren vivir felizmente, pero para barruntar lo que les hace la vida bienaventurada, andan a ciegas...” Séneca.- La vida bienaventurada.-

El placer, como todo en la vida, es algo cambiante y subjetivo, o sea, que no nos agrada la misma cosa a todas las edades, ni a todos los individuos. A poco que pensemos, veremos que, en lo primero, el paso de los años nos cambia la apetencia y la satisfacción con los disfrutes: el comer con fruición, la posesión de cosas tangibles, o el amor, dicho así, con minúsculas. Y en lo segundo, bien es sabido que cada persona es un mundo y que por lo que algunos se matan otros ni se preocupan, sin que valgan las opiniones ni los consejos al respecto, puesto que por encima de ellos está, ya digo, la subjetividad.
Sobre este tema dice un autor actual, que para los viejos este sentimiento de satisfacción y descordojo, se va quedando ya muy reducido, y que posiblemente en los únicos territorios en los que aún se mantiene en estos el deleite con auténtica fuerza son en la inteligencia y en la memoria. Y yo, que por mi edad puedo ir dando ya fe de ello, creo que está muy acertado. Primero porque hay que pensar que el intelecto (participio del latino intellígere, entender, derivado a su vez de légere, leer) es la facultad por la que piensa el hombre, o sea el desarrollo de su inteligencia y su mente, actividad esta a la que está más predispuesto por no tener que acudir a otras satisfacciones que, como queda dicho han ido desapareciendo, y porque el inicio de la senectud es, sin duda, la época de su vida en la que el ser humano se halla más predispuesto para un mayor y mejor aprovechamiento de su raciocinio.
Segundo, porque la memoria (proveniente de la raíz latina mem- de la que luego se derivan mémini, recordar y mens, -tis, mente) es la capacidad psíquica que nos permite evocar cosas que acaecieron hace tiempo. Por ello resulta deleitoso recordar la vida, lo cual, al decir de Julián Marías, es lo que se ha hecho y también lo que sin hacerse se ha deseado o pretendido hacer.
Podríamos añadir que las condiciones físicas y sociales en las que uno está obligado a moverse nos impelen a realizar actividades, distintas en sí, o realizadas de manera diferente a las que desarrollábamos en una época anterior. Pensemos en cómo el frío encierra a las personas en los países balcánicos y eslavos, y ello les lleva a configurarse como grandes jugadores de ajedrez. Algo parecido nos ocurre a los mayores, ya que queda claro que a menor ejercicio mayor ocupación intelectual, que como va dicho en cada uno de los dos primeros párrafos de este escrito son el leer, o el releer, (y bien sabido es que constituye uno de los más grandes gozos con los que uno puede autosatisfacerse), las reuniones en círculos, casinos, etc. con un buen número de personas, más o menos de la misma edad, en los que se organizan tertulias sin fin, y que para desarrollarlas y mantenerlas la memoria es uno de los mayores instrumentos al uso.
Y cabe decir que se completa, y además se facilita, la adquisición del placer con una conducta senequista en la que hay que ver en primer lugar qué es lo que nuestro auténtico yo desea y cómo la gente y la moda nos distraen y nos apartan del camino elegido. Recuerdo aquellas antiguas animadvertencias de padres y curas sobre las malas compañías y conductas. Pues actualizando aquellos decires monitorios, debemos tratar de hacer lo que en realidad satisface a nuestro espíritu, y a ello dedicarnos, siempre, claro está, que se halle dentro de los límites de la ley, la moral o la corrección, sin dejarnos arrastrar por usos neotéricos.
Tampoco pensemos que es mucho mejor lo que hacen los más, que suele ser aborregarse. La masa, desde el inicio de los tiempos suele ser estólida y sobre todo cómoda, gustando de hacer lo fácil, pero no lo ventajoso, y desaprovechando demasiadas veces el individuo magníficas oportunidades de conseguir exquisitos beneficios, sobre todo para el alma, por caer en un infame abaldonamiento en vez de aprehender inquietudes provechosas.
Por ultimo, y como consecuencia natural de ello, hay que buscar siempre, en todo momento, lugar y ocasión, lo bueno en esencia y no en apariencia. Existen placeres, como hay libros, o muebles, o artilugios, que tienen bambolla de una consistencia y migajón de la contraria, y ello con dos agravantes. Uno, que su consecución es bastante más fácil y lógicamente, y por instinto, hacia ella derivamos de inmediato. Y otro, que la satisfacción que nos conceden, no tiene el esplendor, la solidez o la categoría que nos da no puede definirse como un auténtico gaudium.
Quiero dejar bien claro que para conseguir lo que los latinos llamaban el sibi placére, el estar contento consigo mismo, hay que tener buenos principios, mejores intenciones y sobre todo una fuerza de voluntad férrea para conseguir lo pretendido, que no es otra cosa que la felicidad. Claro que la grandeza del premio bien merece el esfuerzo.
Agosto 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 6 de agosto de 2004

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