jueves, 6 de noviembre de 2014

Cartas

Es archisabido que, a los que tenemos una edad avanzada, nos agrada sobremanera recordar tiempos pretéritos. Por supuesto que esto no es cosa que venga ocurriendo en estos días a comienzos del siglo XXI, pues todos recordamos que, ya en el XV, Jorge Manrique afirmaba aquello de ...como a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor. Y de entre las muchas cosas del antaño que añoro especialmente son las cartas que se escribían entre amigos, familiares o deudos. Carentes por completo de los medios actuales, las gentes, teniendo la necesidad de comunicarse, acudían al papel y la pluma para hacerlo. Abandonados ya los cálamos, se utilizaban los portaplumas, las plumillas de pico pato o de corona y los tinteros Pelikan o Waterman. Y en un papel, de mayor o menor gramaje, pero con el mejor alisado posible, se escribían unas cartas preciosas de amor, de viajes, de relaciones amistosas, de … Afortunadamente, muchas y muchos mujeres y hombres atesoran antiquísimas misivas que les son muy queridas por diferentes motivos, como también se conservan memorables cartas de insignes personajes. Citaré, por citar alguna, la de Isabel II de Borbón a un desconocido turco-albanés; la de Beethoven a su inmortal amada; la de Stefan Zweig a una desconocida; y la de Campoamor: Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros, cuenta os dará de la memoria mía… Hoy, bien lo sabéis, y por desgracia, ya no escribimos cartas. De ningún estilo. Y no digo ya a pluma, que esta fue sustituida, tiempo ha, por utensilios electrónicos, más rápidos y eficaces, con los que nos enviamos diariamente profusión de correos, ya prefabricados, y que no son nuestro sentir, sino el de otros. Porque lo que nosotros nos queremos comunicar en nuestro día a día, lo hacemos a través del whatsapp, palabra horrible donde las haya, o por e-mail, que son, como la mayoría de ustedes ya saben, unas aplicaciones de mensajería móvil por lo que, al ser casi gratis, muchas personas, pero sobre todo nuestros jóvenes, las están usando continuamente. Y quiero resaltar una gran diferencia que existe entre la mensajería y el whatsapp (qué mal se me da escribirlo y pronunciarlo), aparte del estipendio y la gratuidad. A aquellos no responde casi nadie, mientras que en este no has acabado de enviar tus palabras, cuando ya estás recibiendo la contestación. Y yo, a partir de ahora, quiero escribir, con alguna frecuencia, cartas a través de este medio periodístico que generosamente se me permite utilizar, y lo voy a hacer a determinados amigos que sé, con absoluta seguridad, que me responderán, y que lo harán, más bien, pronto que tarde. Por supuesto que, al hacerlo, adoptaré las mismas precauciones que tomo cuando escribo por e-mail: lo hago con CCO (con copia oculta) para que así nadie pueda acceder a la dirección de cualquier destinatario. Por eso, en estas cartas que anuncio, nunca daré el nombre de a quien, o a quienes, van dirigidas, aunque ellos sabrán perfectamente que son los receptores. Todos ellos tienen, al menos, dos condiciones en común: la primera, es que ya subieron a la barca de Caronte, y la otra, es que fueron personas de felice recordatione, entrañables, cultas y entregadas a los demás. Por eso, porque como muy bien dice el prefacio de difuntos: ...vita mutatur, non tollitur..., muchas veces viene su recuerdo a mi memoria; muy a menudo me sirven sus actos como camino a seguir; porque frecuentemente suceden hechos de cierta trascendencia de los que sé que les gustaría estar enterados; por todo esto, y porque así sigo teniendo con ellos una muy agradable relación pese a la insalvable distancia, es por lo que voy a mantener esa correspondencia que les he anunciado. Desde luego, quiero pedir de antemano disculpas a quien pueda dar a este futuro carteo un sentido macabro o de mal gusto, porque les aseguro que no hay nada más lejos de mi intención, que no es otra, como digo, que la de mantener y, si es posible hacer más vivo, el recuerdo por un lado, y, por otro, seguir recibiendo lecciones de unas buenas personas, unas muy buenas personas, que un día convivieron con nosotros y que hoy, para nuestro infortunio, ya no están aquí. Finalmente he de decir, que esta intención está basada en una idea que tengo aceptada desde hace muchísimo tiempo y que no es otra que, aquellos que fallecen, sólo dejan de vivir si su recuerdo desaparece entre los que aquí quedamos. Pero mientras sigamos hablando de ellos, y con ellos, o escribiéndoles, seguirán estando vivos. Y si piensan un poco, esto que yo me propongo hacer ahora, ya lo han venido haciendo cantidad de personas de todos los ámbitos y condiciones. Cuántos, acabada una vendimia fructífera, han hablado para sus adentros, diciéndole al finado: -Padre, este año no se nos ha dado mal, ¿verdad? Cuántos, ante una adversidad en su negocio, han optado por una solución pensando en que ese mismo arreglo lo había visto dar otros de la casa en similar situación. Y cuántos, viendo que el hijo había terminado la misma carrera que el abuelo, le hablaban a este para decirle que estaban convencidos de que se sentía orgulloso del camino que había emprendido su joven heredero. Sí, está claro que en esta tarea no voy a ser pionero. Pero eso no me importa. Lo haré, porque sé que mi alma va a sentir con ello una gran satisfacción. Así que ya me dirijo a ellos diciéndoles: -Amigos, dentro de poco recibiréis noticias a través de mis cartas. Ramón Serrano G Octubre de 2014

Un mayor dolor

-Buenas tardes, dijo Agustina al recibirnos. Pasad, pasad al cuarto de estar, que ahí está el hombre tan hundido como siempre. A ver si conseguís levantarle un poco el ánimo, que falta le hace. Ya habíamos ido a su casa varias veces, puesto que Alberto era buen amigo de Luis, pero hacía unos meses que no le visitábamos por su expreso deseo. Un duro revés socio-económico que había sufrido últimamente sin que él hubiese hecho nada para provocarlo, ni para merecerlo, le había hecho caer en una depresión por la que no quería ver a nadie, ni que nadie le viese. En varias ocasiones nos habíamos llegado hasta su domicilio, preguntado por él, y su mujer se limitaba a darnos noticias de su estado. Y ahora, presumiendo una ligera mejoría, y una actitud más abierta y tolerante, nos aprestamos a ir a verle. No era así exactamente. Lo encontramos más caído que sentado en su butaca, en penumbra, y con una cara que hizo un esbozo de alegría al vernos, pero que de inmediato se tornó amarrida. Luis, obligado por su natural panfilismo y su amistad, quiso darle ánimos, pero el otro le cortó con un sequete y una hosquedad impropias de él. -No Luis, no. Nada, o tal vez muy poco hay que pueda levantarme el ánimo, pues cuando a un hombre le dan una puñalada como la que a mí me han dado, puede decirse que está muerto, aunque siga respirando. Ya sé que estás enterado de lo que me ha sucedido, pero déjame que te lo explique de nuevo, ya que con ello, aunque me duele al narrarlo, parece como si encontrase un alivio. Quien tiene una herida, y yo la tengo, y grande, sabe que con la quejumbre no se va a curar su mal, pero haciéndolo, siente un alivio anímico muy importante. Es un treno unipersonal y monocorde, que utilizo siempre como punto de partida para efectuar una reflexión moral sobre mi destino. Cuando acabo de contarnos su ya sabida desventura, tomó la palabra mi amigo. -Mira, entiendo y valoro tu pesar, que está lleno de enormidad y de injusticia. Pero también sé, porque te conozco hace tiempo, de tu entereza y de la capacidad que tienes para poder salir pronto, y yo diría que hasta airoso, de esta tesitura y este trance que te tienen fuera de ti y del que has sido el agente a través del cual se ha exteriorizado, pero en ningún caso el culpable de su suceso. Y sabes que no hay mejor panacea para el alma que tener la conciencia tranquila. -Pues has de saber, respondió Alberto, que estás equivocado, pese a los buenos ojos con los que me miras. El daño que me han causado es enorme. De tal intensidad, que tengo la seguridad de que han abatido para siempre mi entusiasmo y mis ganas de vivir. Si esto me hubiera sucedido tiempo ha, el duro golpe me hubiese afectado, ¡cómo no!, mas no me habrían faltado esfuerzo ni ganas de vencerlo y superar el daño que me hubiese ocasionado. Pero ahora… -De verdad, dijo Luis, que lamento verte en esta pésima situación, pero piensa en que podría haber sido mucho peor, y no porque ella en sí no tenga una magnitud más que considerable. Pero, por un momento, y aunque es casi imposible que sucediera lo que voy a decirte, hazte la idea de que fueses culpable de lo que se te acusa. De que, en vez de ser la víctima inocente de este mal, hubieses sido tú el autor del daño. Porque tú, y yo, y muchos más, pensamos y sabemos que es muy triste lo que ha ocurrido. Nosotros por nuestra forma de pensar. Tú, desgraciadamente, por experiencia. Pero dime ¿cómo te hallarías si en vez de tratarse de una pajarota, fueses nocente de lo que te acusan? Todos te señalarían con el dedo, y muchos, incluso alguno de tus amigos y conocidos, hubiesen dejado de hablarte, mientras que otros volverían la cabeza para no decirte ni buenos días, que a los araneros es mejor no dirigirle la palabra. -Sabes que de haber sido así, continuó, sufrirías mucho más. Y sabes también que tienes en tu ser un destrozo enorme, pero que puedes superarlo ya que posees dos armas muy efectivas: la primera, tu inocencia. Y la segunda, tus amigos, que te seguimos estimando y que estamos prestos para acudir en tu ayuda. Utilízalas, y comprobarás lo rápidamente que triunfas sobre este indeseable y torticero episodio que atraviesas. No desfallezcas, No claudiques tan pronto. Lucha, y cuando venzas, y estoy convencido que lo harás, enseguida sentirás la enorme satisfacción que siempre invade a quien es justo vencedor. Pareció entonces que aquellas palabras causaron buen efecto en Alberto, quien durante un buen rato estuvo platicando con mejor ánimo. Nos fuimos luego satisfechos en grado sumo y con la esperanza de volver pronto. Y, a la salida, le dije: -Luis, ¡qué orgulloso me siento de vivir contigo! Tu amigo saldrá pronto de la disposición en que se encuentra gracias, entre otras cosas, al buen tino de tus apreciamientos y tu modo de enfocar ese gran problema. ¡Pobre de aquél que no lo vea así! Te felicito por todo ello y felicito a Alberto y a mí mismo, ya que tener a nuestra disposición a alguien como tú, un buen amigo, reconforta y anima como muchos no se imaginan. Ramón Serrano G. Noviembre 2014