sábado, 2 de febrero de 2008

La rutina

La rutina
Ramón Serrano G.

Aunque la mayoría de las veces pensemos que muchas de las actitudes que tomamos a lo largo de nuestra vida son las correctas, si antes de llevarlas a cabo nos detuviésemos a estudiarlas concienzudamente, llegaríamos a saber que tienen mucho más de comunes que de apropiadas. O sea, que son las que adoptamos porque de esa manera venimos obrando desde siempre, o, tal vez, al ver que así lo hacen la mayoría de nuestros semejantes. Pero no caemos, o no queremos caer en la cuenta de que, al hacerlo así, cometemos error o, al menos, no logramos acierto.
De esta forma, nos metemos frecuentemente en el triste pozo de la rutina, esa desaconsejable costumbre de hacer las cosas de un determinado modo, aunque a veces ese modo no sea el más conveniente, o aunque no haya razón alguna para ello. Claro que es cierto que esto no es aplicable a todos los trabajos. Por un gran número de razones, no es igual el interés que debe poner, y que pone, el cirujano que está operando a corazón abierto, que el de la empleada de un almacén de frutas que pega etiquetas a las naranjas.
Pero no es a esa rutina a la que quisiera referirme. Es a ese comportamiento que tenemos las personas en nuestra diaria forma de obrar, ya sea esta en el ámbito familiar, en el laboral, en el social, o en cualquier otro. Todos, o mejor dicho, la gran mayoría de nosotros tendemos a hacer las cosas cotidianas de una determinada y constante manera. Y las hacemos pues porque hay que hacerlas, porque esa es nuestra tarea, y con ella cumplimos. Pero sin entusiasmo, y casi sin alegría. Demasiadas veces el que poda, el que aprieta un tornillo, el que estudia una ley, lo hace como un rutinero. Recordemos el arate cavate de los latinos.
Es por eso por lo que mi cantinela de hoy viene a tratar de convencerte, mi muy amable lector, de que al igual que una simple coma puede cambiar el significado de un escrito, un pequeño cambio en nuestros gestos y ademanes puede aportar mucho bien a nuestra vida. Tan sólo con concienciarnos de que nuestra tarea no necesita ser grandiosa para que sea importante. Únicamente con pensar que una piedra sostiene un edificio, o que una gota es la que sirve para llenar el vaso. Que si un eslabón esta deformado impide que funcione el artilugio.
Y por ello, y no hablando de importancia, sino de lo necesarios e indispensables que son unos y otros, recordemos al médico y al enfermero, al general y al soldado, al arquitecto y al albañil. Nada serían los unos sin los otros, como tampoco lo serían los otros sin los unos. Y convencidos de ello, pensemos entonces en lo trascendente que puede llegar a ser el que, concienciados de lo valiosa que es nuestra misión en la vida, por pequeña que esa misión sea, tratemos de añadir a la productividad de nuestro trabajo, el perfeccionismo y la cordialidad, sabedores de que si nos marcamos esos objetivos y los conseguimos frecuentemente, de una manera sólita nos hallaremos ampliamente recompensados con la satisfacción de la labor bien hecha.
Todos lo hemos comprobado más de una vez en el cotidiano desempeño de nuestro oficio, que en determinadas ocasiones, por el motivo que sea, hemos puesto en él una atención especial, una entrega más deferente. Y hemos observado cómo con ello hemos quedado complacidos tanto nosotros como nuestro parroquiano. Así pues, si hemos de laborar, hagámoslo con agrado y a nuestra propia complacencia uniremos la de nuestros clientes y veceros. Por un poquito más, tan sólo por un poquito más, habremos conseguido una mayor remuneración para nuestra ánima, una mejor opinión de los demás sobre nosotros y, lo que es más importante, un cierto, y no pequeño, grado de bienestar en aquellos con los que mantenemos trato.
De ahí lo importante que es el no obrar de forma monótona y con apatía. No tan sólo por el beneficio que con ello pudiéramos dar a los demás o a nosotros mismos, sino además porque luego, al recordarlo, no nos hallaríamos arrepentidos de nada y habrá en nosotros alacridad, que no desconsuelo. Destrabemos, pues, las ataduras de la rutina, magnifiquemos en lo posible nuestros quehaceres, que de hacerlo así, como alcanzaremos todos y cada uno de nuestros mejores propósitos, ello nos proporcionará una inmensa satisfacción en todos los sentidos. Y aún más he de decirte, lector. Si así lo hacemos, cuando lleguemos a los últimos días, a esa gran inactividad a la que se accede con el cumplimiento de los muchos años, veremos que, siguiendo el mandamiento del filósofo, no lloraremos porque ya se terminó, sino que sonreiremos porque nos haya sucedido.

Agosto de 2007

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 3 de agosto de 2007

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