jueves, 17 de diciembre de 2015

El amor

-Mira Luis, a lo largo de estos años de convivencia he ido observando en los seres humanos comportamientos y actitudes que, a la postre, he llegado a comprender gracias a tus explicaciones, unos con más y otros con menos esfuerzo. Sin embargo, hay uno sobre el que no te he preguntado nunca y que me trae de cabeza, ya que no alcanzo, por mucho que lo he intentado, entender las razones del proceder de quienes lo ¿puedo decir? sufren. Me estoy refiriendo a eso que los seres humanos llamáis amor y que no acabo de comprender. ¿Querrás decirme en qué consiste? -¿Luca, me estás pidiendo que te explique lo que es el amor? ¡Mejor quisiera que me arañara un gato! Piensa que es sin duda la emoción humana sobre la que más se ha hablado y escrito desde el inicio de los tiempos por los más insignes autores y las más preclaras cabezas. Sobre él se han compuesto sinfonías, escrito obras de teatro, se han pintado cuadros, ha provocado guerras, perdido reinos y aún está por definir y detallar completamente, que tal es la infinitud de su eseidad. -Pues más a mi favor ¿y en qué consiste? -Bueno, aunque la opinión personal pueda ser distinta o no, para tratar de definir algo a mí me agrada siempre acudir al diccionario y este nos dice de él que es un sentimiento del ser humano que busca el encuentro con otro, que naturalmente se atraen recíprocamente y cuya unión les alegra y da energía para convivir y crear, pues tiene una profunda carga sexual. -Esa, esa es la única parte que he comprendido un algo ya que se asemeja ligeramente a nuestra época de celo. -Pero esa es sólo una entre un millón y, al parecer de mucha gente, la menos satisfactoria, siéndolo, como lo es, en grado sumo. Te repito que serían innumerables las formas que se podrían utilizar, y se han usado, para tratar de describir el amor, pero siempre queda otra ingente cantidad de modos de hacerlo, porque este es siempre algo muy personal. -¿Y es siempre igual? -¡Qué va!, al contrario. Siempre es diferente. En cada individuo, y en él, desde que se despierta hasta el final y, desgraciadamente en algunos casos, hasta que acaba. Y es distinto en forma, desarrollo, intensidad, etc., etc. Por ejemplo, esta última que nos habla de la vehemencia de los afectos del alma parecerá mayor al principio, pero la pasión tendrá alternativas dependiendo de un sinfín de circunstancias. -Entonces, ¿tendrá una medida como todas las cosas? -No, tampoco. El cariño no se puede valorar con una medición. Si cabe, se podría hablar del amor de todos los días (aunque nunca lo tildaría de rutinario) y el de los momentos excelsos. Y para que lo entiendas mejor lo voy a comparar con la comida o la lectura: hay exquisiteces y obras maestras que se comen o se escriben esporádicamente. Pero eso es una cosa y otra la alimentación y la cultura, aunque, y precisamente por tener estas, se dan casos de aquellas. Es también como el aire, imprescindible para la vida, aunque se aprecie más y parezca más puro frente al mar o la montaña. Porque es que tampoco tiene una descripción concreta y constante. Desmayarse, atreverse, estar furioso… y así, hasta treinta y una acepciones, nos da del amor el ínclito Lope de Vega en un soneto, mientras que Quevedo nos habla de la constancia del enamorado en aquel otro que comienza: Cerrar podrá mis ojos la postrera… -Entonces, y ya que observo que tienes una contemplación, digamos, negativa ¿por qué las personas lo buscan con tanto ahínco y quienes lo alcanzan parecen gozar de la mayor felicidad posible? -Me he debido explicar mal, porque en mis palabras has notado pesimismo y no quiero expresar eso, sino todo lo contrario. Lo que no puedo es darte una definición concreta del amor, y si me lo permites yo lo llamaría Amor, con mayúscula, sencillamente porque no la hay y no porque yo no la conozca. Pero sí puedo recordarte lo que dice el Libro (Mt. 7-16): Por sus obras los conoceréis, y por ello sabrás que los enamorados son los únicos que pueden llegar a saber de qué color son los cerezos, que a la luz de la luna las palabras son más melodiosas, que una mirada pueda hacer que se detenga el tiempo, o que para ser princesa no es imprescindible ser hija de un rey. Esos, y mil detalles más, podría darte para hacerte ver la magnificencia del cariño. Así, déjame decirte además, que tiene tanto poderío que hace que el tiempo vuele o se detenga, dependiendo de la ausencia o la presencia del amante; que el corazón, a más de sentir, consiga hablar; que se esté más predispuesto a dar que a recibir o, como se decía en una famosa película, amar es no tener que decir nunca lo siento. El amor, créeme Luca, es, sin duda alguna, la más maravillosa de las maravillas, y yo quiero creer que si ha habido alguna persona en la historia de la humanidad que haya sido feliz, en algún momento de su vida ha tenido que estar enamorado. -Pero, ¿alguna cualidad mala tendrá? -Porque tiene una inmensa valía puedo decirte que es hiriente cuando se pierde; lacerante hasta límites insospechados. Piensa siempre que quizás sea lo más valioso de este mundo, incluso por encima de la amistad y, por supuesto, de otras clases de amor. Siendo de ese modo has de comprender que no haberlo conocido o tener que carecer de él, por los motivos que fueren, es dolorosísimo. - Pues tal como me lo describes, aunque sólo fuese por eso, por haberlo padecido o disfrutado, hubiese querido ser hombre en vez de perro. Ramón Serrano G. Diciembre 2015

jueves, 3 de diciembre de 2015

El saber

Para Gabriel Soriano, un hombre que sí sabe estar. Porque así lo creo, que así me lo enseñaron y así lo he podido corroborar, vengo en decir que el mayor tesoro que puede haber una persona es el saber, y me estoy refiriendo a la segunda acepción que de este término da María Moliner, o sea: Circunstancia de saber cosas. Sabiduría. Y aún podemos desgranar más esta definición, aunque sea solamente en dos mitades. La primera sería la de tener un gran conocimiento de una o de varias materias. La segunda, conocer el modo de estar, adecuada y correctamente, en todo momento y a lo largo de toda una vida. Alguien, que no sé quién, tiene dicho que el saber y la virtud son los dos valores que pueden elevar a un hombre por encima de los demás. Completamente de acuerdo. Porque el conocimiento, en mayor o menor profundidad de alguna materia, es algo realmente extraordinario. Y con la virtud ocurre igual, entendiéndola como la capacidad que tiene algo para producir efectos beneficiosos. Entonces, permítaseme enfocarla desde el aspecto del comportamiento humano. Sobre eso que llamamos saber estar, que no es sino el seguimiento de aquella frase de Cicerón que dice: “ No basta con adquirir sabiduría; es preciso, además, saber utilizarla”. Así, podríamos referirnos al saber callar y saber hablar; saber mandar y saber obedecer; saber laborar y saber ociar. Pero quisiera detenerme en otras perspectivas de estos saberes: las de saber ganar y saber perder, que son, quizás más que las otras, muy relevantes de nuestro modo de ser. Debo resaltar que una de las más difíciles cualidades que puede tener una persona es la de saber perder. En el complicado juego de la vida, una de las actitudes más difíciles es la de, con elegancia y dignidad, felicitar al vencedor. Y pocas conductas son más desagradables que la de ver a un mal perdedor fuera de sí, sin saber ni poder contenerse, y achacando su derrota a cualquier motivo menos a su ignorancia o inexperiencia. No saber, o no querer, aceptar la superioridad del oponente y basar la victoria ajena en la suerte, en ayudas externas, e, incluso, en que el otro no ha jugado limpio. Ignorar por completo, o rechazar, el admitir los propios errores, y lanzarse a propalar excusas sin pararse a estudiar las causas. Pero si es intrincado esto, quizás lo sea mucho más el saber ganar. Y si es insoportable contemplar los gestos de un mal perdedor, tanto, o más, es ver a un ganador presuntuoso. Está clarísimo que quien sabe ganar lo hará siempre con una expresión de alegría, pero sin engallarse, y con el mayor respeto, asumiendo la victoria con humildad, ayudará a su oponente a tolerar su frustración. Quiero recordar que en una final del torneo de tenis de Australia, cuando el fantástico jugador Roger Féderer salió a recoger el segundo premio y pronunciar unas palabras, no pudo acabarlas porque el llanto se lo impidió. Y entonces, estando situado detrás de él nuestro Rafa Nadal, como grandísimo campeón que es dentro y fuera de la pista, y que acababa de ganar ese gran slam por primera vez, testimonió al suizo su respeto y su admiración de una manera exquisita. Pero, aunque muchos lo llevan dentro, a ganar y a perder se aprende desde niños. O sea, que son los padres y profesores los que han de inculcar esas buenas maneras en los chavales, pero hacérselo aprender por nuestro pensamiento, palabra y obra. Hay un caso que se suele dar con demasiada frecuencia. Un niño pierde un partido y al llegar a casa el padre le dice que aquello no tiene importancia, que lo verdaderamente importante no es ganar sino participar. Y ese mismo padre, dos horas más tarde, sentado ante el televisor, si su equipo va perdiendo, no cesa de lanzar improperios e insultos a troche y moche, “disparando contra todo lo que se menea”. Y el chiquillo no puede entender la discrepancia entre lo oído antes y lo visto después. Dicho de otro modo, que hay que imbuirles la ambición y el espíritu de lucha, y desaconsejarles el abandono y la abulia en la persecución de un fin noble, pero todo ello dentro de los límites y normas establecidos. Y luego, y tan importante o más que la contienda, al término de la lid, tener humildad en la victoria y reconocimiento al ganador que haya sabido ganar limpia y sabiamente. Y repito que todo eso, el saber ganar y perder, hablar y callar, mandar y obedecer, y tantas y tantas otras acciones que todos sabemos, es lo que constituye la maravillosa cualidad de saber estar, que pocos poseen pero que quien la tiene, hace gala de ella, espontáneamente y sin proponérselo, en su comportamiento, tanto en los actos rutinarios como en las ocasiones menos comunes. Vaya entonces y con estas pobres palabras mi mayor admiración para aquellos que eso saben. De ahí la dedicatoria de este escrito. Ramón Serrano G. Diciembre 2015

jueves, 19 de noviembre de 2015

Ocasionalmente

A veces, ocasionalmente, pienso en ti y he de reconocer que en el fondo me satisface. Ahora, te lo acabo de decir, sólo lo hago de vez en vez (después te explicaré cuándo y por qué) pero antes, hace ya muchos años y aunque nunca te lo he contado, lo hacía de contino porque, como bien sabes, estaba muy enamorado de ti. ¿O quizás no llegaste a saberlo nunca? No, no lo creo, que las mujeres tenéis un sexto sentido para esas cosas del amor y no se os escapa una, y aunque nunca llegué a declararme, pienso que, aunque mi forma de ser es bastante zamuja, mi especial comportamiento para contigo era, sin embargo, suficiente demostrador de mis gustos, deseos y voluntades. Bueno, lo supieras o no, lo cierto y verdad es que las circunstancias no nos fueron favorables (digamos que fue eso) y nunca se llegaron a unir nuestras vidas. Tú te casaste bien y pronto, y yo me quedé soltero, y soltero sigo, amoldándome a una vida que no era la que me habría gustado llevar, pero dándola por buena ya que parecía ser la que me había asignado el destino. ¡Ay el destino; qué conformista fui, o me lo hice! El mal desencadenamiento de los hechos viene impuesto siempre por las circunstancias y a los actos de los sujetos, pero nunca a intervenciones ignotas de los hados, y si les asignamos esa autoría se debe, más que nada, a nuestra comodidad. Algún amigo me incitaba a que me buscase a otra , pero yo, que siempre he tenido del amor y del matrimonio una idea muy idealizada, renuncié a la pareja y he vivido célibe, sin gustarme, pero creyendo, lo mismo que otros muchos, que era mejor eso que una unión sin el debido fundamento. Pienso con firmeza que para que dos personas se unan deben existir entre ellos unos lazos muy profundos de cariño, afecto, comprensión, necesidad, ayuda, satisfacción, etc., etc., y que no debe basarse nunca ese nexo en un acomodo o un liviano alivio de problemas de soledad, incapacidad, o cosas por el estilo. Si una mujer y un hombre vinculan sus vidas debe ser por motivos mucho más importantes. Pero yo era sabedor de que la felicidad no se logra siempre con realidades, que también los sueños nos permiten alcanzarla. Y en ocasiones aún mejor, puesto que nos permiten dimensionarla, llevarla y traerla a nuestro antojo, a nuestro más amplio y libre albedrío. Por eso puedo proclamar que he sido feliz, muy feliz, en muchas ocasiones. En todas aquellas, y han sido bastantes, en las que quería conseguirlo y, luchando contra mi soledad, me ponía a pensar en ti y compartía muchas horas contigo, como lo hubiese hecho si estuvieras junto a mí, hablándote igual que te hubiera hablado si hubieses sido mía, dedicándome a opinar contigo sobre cualquier cosa, a recordar chiquilladas, pero, sobre todo, a compartir entre ambos, entre tú y yo, viajes, libros, música y deseos. Recordarás entonces, igual que yo las tengo grabadas en mi memoria, nuestras imaginadas visitas a Ruidera, al Machu Picchu, al Taj Mahal o al archipiélago Svalbard, donde pudimos ver la aurora boreal. Cómo, in mente, disfrutamos infinidad de veces leyéndonos mutuamente el uno a la otra, o la otra al uno, a Juan Ramón, a Tagore, a Stefan Zweig o a Pearl S. Buck. La infinita cantidad de ocasiones en las que, quimerizando, oíamos (creo que ya nos las sabíamos de memoria) la 40ª de Mozart, el nº 5 de piano, El emperador, de Beethoven, o el concierto de violín de Mendelssohn interpretado por Menhugin. Pero lo más maravilloso de todo era cuando nos disponíamos, a solas, siempre a solas, a fabular despacicamente anhelos que nos hubiera gustado llevar a cabo, y que casi, casi, estuvimos a punto de conseguir. Pero no temas, que estos no he de sacarlos a la luz, ni relacionarlos. Bástenos saber a los dos, que ninguno, ni tú ni yo, tras haber invertido en su planteamiento muchas horas, tras haberlos vivido y disfrutado, los teníamos latentes en nuestras almas. Hoy ya no tengo esa felicidad, ¡malhadado de mí!, y a fuer de ser sincero, he de decirte que ninguna otra. La vida, con su rutinario machaqueo, - “Monotonía de la lluvia tras los cristales”, verdad Machado, viejo amigo- ha arramplado con todas mis ilusiones actuales y venideras, y de las antiguas apenas si recuerdo alguna que me pueda liberar del esplín que abate mi alma rato a rato, un día tras otro. No puedo, tan siquiera, proyectarme en el porvenir de unos hijos o familiares dado que no los tengo, ni reunirme a dialogar con los que tuve como amigos, que fueron varios y buenos, ya que unos y otros emprendieron, tiempo ha, diferentes viajes, bien a otros lugares o bien al más allá, pero siempre sin retorno. Todas mis jornadas son ahora demasiado repetitivas, y eso hastía, créeme. Así que, cuando a cuento viene y sopla el aire de no sé qué lugar, que son las menos de las veces, que en las más me suelo poner murrio y melancólico, me paso algún escaso rato volviendo a pensar en aquella muchacha que vivía dos puertas más arriba de mi casa. ¿Te acuerdas de ella? Era –eras- una mocita más rubia que morena, de fino talle, grácil figura, airoso andar y gracioso decir, por la que suspirábamos más de uno. Y con ella, solamente con ella y con ninguna otra, y durante escasos momentos, vuelvo a viajar, a leer, a escuchar y a soñar. No son estas mis alegrías de ahora como las de antaño y ni siquiera, diría yo, se le asemejan, pero he de consolarme pensando que alacridades son al fin y a la postre, y con ellas he de conformarme en ausencia de otras más confortadoras. Ramón Serrano G. Noviembre de 2015

jueves, 5 de noviembre de 2015

El áspid

Gustaba el hermano Rogelio, tras dar una cabezadica más o menos larga al terminar de comer, bajarse a la plazoleta que había frente a su casa en la calle que discurría entre el colegio y la plaza del pueblo, donde lo solían encontrar los chiquillos cuando salían de las escuela e iban hacia sus casas. A él le placía hablar con ellos y a estos escuchar las amenas historias que les narraba, algunas ciertas y la mayoría inventadas. Aquella tarde, ante el ruego de uno de los muchachos, el buen hombre les dijo: -Hoy os voy a contar la historia de un áspid. ¿Sabéis lo que es un áspid? Pues es uno de los animales más venenosos que hay por el campo. Existen otros muchos que se sirven de su veneno para defenderse de sus enemigos, como por ejemplo la víbora o el alacrán. Mirad, hay un refrán que dice: “Si la víbora viera o el alacrán oyera, no hubiese hombre que al campo saliera”, y esto es en referencia al peligro que conlleva tener un encuentro con ellos. Pues tan nocivo como estos es el áspid, una serpiente de unos 70 u 80 cms. de largo, de color amarillento o dorado, con manchas negras o verdosas en zigzag sobre el lomo, cabeza triangular y hocico un tanto respingón. Cleopatra, la gran reina de Egipto, murió a causa de la picadura de uno, aunque fuese voluntariamente, según creo. -Y ocurrió que una mañana de primeros de junio, sobre el mediodía, estando mi primo Eulogio en el campo y ya harto de trabajar, se sentó a la sombra de un chaparro para dormir la siesta del borrego, que es una siesta muy agradable -bueno, como todas las siestas- y en ella estaba cuando le pareció sentir como un hormigueo, como una raro frescor en una de sus pantorrillas, pero no le dio la menor importancia creyendo que sería la rama de algún hierbajo, o un matojo. Procuró seguir en con su apacible sueño, pero, de repente sintió una mordedura y un dolor intenso. Al abrir los ojos y mientras se echaba mano a su pierna, vio que un áspid se alejaba a lo largo de los surcos, y antes de perderlo de vista, observó que iba haciendo unos movimientos extraños, como entrecortados. Tan rápido como pudo cogió su bicicleta y llegó hasta la casa de socorro de aquí, donde, tras explicar lo sucedido, le aplicaron inmediatamente los remedios necesarios. Los chiquillos tenían ya los ojos como platos, por lo que prosiguió: -Durante una larga temporada Eulogio lo pasó muy mal, e incluso se llegó a temer por su vida, pero supo rehacerse, y poco a poco fue superando su situación y hoy, aunque lo pasa francamente mal al recordar lo sucedido, se le ve satisfecho por haber salido de aquello y, sobre todo, porque ahora se halla inmune ante ese veneno, sabiendo que ya no le volverá a picar otra serpiente, y si lo hiciese, su tósigo no le afectaría en absoluto. Pero no quiero acabar la descripción de este suceso sin contar que, como no se le había olvidado que, al ver huir a la víbora de una forma rara, consultó con algún facultativo, quienes le explicaron que, ocasionalmente, estos animales, al morder derraman parte de su ponzoña en su propia boca, y si la tragan, quedan muy afectados y altamente disminuidos para el resto de sus días, aunque no sé cómo terminaría la sierpe aquella. -Y sabiendo lo que le sucedió a mi familiar, no quiero que os vayáis sin escuchar la moraleja de esta historia que, como queda dicho, le ocurrió a persona a la que bien conozco. Y la afabulación de ella es que en la vida real, en bastantes ocasiones, acaba peor quien hace el mal que quien recibe el daño. Que hay sujetos, que después de realizar algo que es incorrecto, no se arrepienten de ello, y aunque tratan de que nadie se lo note, no ven la manera de conseguir que su alma encuentre la tranquilidad y la ataraxia, viviendo con un comezón en sus adentros que les reconcome hasta límites insospechados. -Como también he de deciros que hay personas a las que habiéndoseles inferido un daño, además de saber soportar con gran estilo durante un espacio de tiempo más o menos largo las consecuencias del mal recibido, superan cualquier secuela peyorativa que el perjuicio haya causado en ellos, e incluso consiguen que ese esfuerzo enorme que han de realizar para volver a ser lo que eran, los vigorice y haga de ellos, si cabe, mejores personas de lo que eran antes de que sucediese el lamentable episodio que padecieron. O sea, que saben, con un sacrificio grande, fortalecer su ánimo y conseguir aprender a superarse , por lo que hay algunos que hasta están hasta agradecidos al desagradable evento, ya que este les ha hecho más fuertes y más sabios. -Y esto ha sido todo por hoy, mis queridos amigos. Ya sabéis que me dais una gran alegría al deteneros un rato conmigo, que soy amigo vuestro, y que trato de enseñaros algunas cosillas que en la escuela no se aprenden. ¡Ale, hasta mañana! Y, tras despedirse del hombre, se marcharon los chiquillos siguiendo su ruta hasta sus casas con el deseo de merendar, pero un tanto extrañados con lo que acaban de escuchar, y, desde luego, sin haber entendido demasiado bien, sin acabar de asimilar la máxima que contenía la historia que les había contado el hermano Rogelio. -No sé bien lo que nos ha querido decir, dijo uno de ellos. -Eso son cosas que sólo entienden los viejos, contestó otro. Ramón Serrano G. Noviembre de 2015

jueves, 22 de octubre de 2015

Lo viejo

No sé bien si fue Alfonso X el Sabio o Francis Bacon, pero el Bacon lord canciller, que no el pintor del siglo XX, quien dijo aquello de: Viejos vinos que beber, viejos leños que quemar, viejos libros que leer y viejos amigos con quien conversar. Desgraciadamente, esa ponderación hacia lo añoso, que es una de las mayores verdades que se hayan dicho jamás, no la podíamos hacer en la época de mi niñez, primero, porque no lo sabíamos y aunque lo hubiésemos sabido, no nos hubiera parecido aconsejable, sobre todo a nuestros padres, entre otras cosas porque la gran mayoría de las gentes aquellas estaban hasta la coronilla de cosas viejas. Se solía decir: -La mejor marca es la de nuevo. Pero alguien respondía de inmediato: - ¿Y quién tiene cuartos para comprarla? Claro que aquello que se tildaba de cosas viejas eran artículos sin importancia, si se le puede quitar esa cualidad a las ropas, los muebles, los utensilios, etc. Pero the necessity forced, y todo lo de entonces tenía que poseer las mismas cualidades que algunas pequeñas baterías actuales, o sea, tenía que durar, durar, durar… Recuerdo también que los muchachos gastábamos los pantalones (los únicos que teníamos, o casi), de tres maneras: largos, bien y cortos. Luego, los tiempos (y muchas cosas más) han cambiado y ahora tenemos muchos, muchísimos, objetos nuevos. Demasiados, diría yo. Pero hemos venido aquí hoy a hablar del tiempo y sus efectos, que son antagónicos en muchos casos. Porque es archisabido que el citado tiempo, ese constante, monótono, rápido y a la vez lento paso de las horas, actúa de diferente manera. Sabemos que todos los elementos, y muchas situaciones y circunstancias personales, se degradan con el uso y con el paso del tiempo. Es lógico que lo hagan con aquél, por lo que no nos detendremos a comentarlo, pero sí con el transcurrir de este ya que, al hacerlo, no deja la misma huella en unas cosas que en otras. Muchas de ellas, y generalizando diremos que las que carecen de la mínima calidad o condiciones, se ven deterioradas, mientras que otras, las buenas, las bien hechas, las de auténtica valía, ganan con el transcurrir de los días. En resumen, el tiempo degrada, aja, destruye y da valor a muchas cosas, dependiendo de muchas circunstancias y vicisitudes. Cabría hacer una apostilla más para decir que, por regla general, lo antiguo suele tener una valoración dignamente ganada debido a que antes las cosas se hacían despaciosamente y en su confección primaba más la calidad que la apariencia. Citemos a los anticuarios y las tiendas de antigüedades, y recordemos cómo, hasta hace muy poco, venían gentes por los pueblos comprando cosas viejas, sabedores de su valía. Pero no es ese camino el que quiero seguir hoy. Pero sí lo es el comentar las cualidades positivas que el paso del tiempo le proporciona a los vinos, los leños, los libros y los amigos. Vamos a ello, aunque sea en brevedad. Cuando el vino, un buen vino, ha fermentado, se mete en barrica en la cual se van a producir muchos cambios en él y todos favorecedores. Por no alargarnos, diremos que uno de ellos es la micro-oxigenación, con la que se oxidará de una manera controlada e irá adquiriendo sensaciones aromáticas, sápidas e incluso táctiles. Siendo un vino potente se irá suavizando, redondeándose y ganando en olores y matices. Y todo eso se consigue criándolo, reservándolo, con el paso del tiempo. Hay un dicho que afirma que la leña, cuanto más seca, más arde, y con la que está recién cortada, verde aún, no podremos conseguir jamás un buen fuego, ya que el que se intenta hacer con ella produce más humo que calor. Habrá que apilarla y que con el paso de los días se vaya secando. ¡Cómo recuerdo las viejas gavilleras! En muchas ocasiones se pondera la obra de algún autor, pero matizando que aún no está consagrado. Y se hace bien porque muchos de ellos sólo presentan con sus libros ideas y maneras novedosas, que los días, al no poseer más cualidad que esa, la innovación, no le han conferido aún una insigne categoría, siendo los lectores y los años los que, en verdad, los acrisolan y se la otorgan. Por otra parte, alguien puede escribir un buen texto, pero la calificación de gran autor sólo la conseguirá cuando haya creado varias obras y todas ella sean de alto nivel. Léase lo que Montaigne, el insigne filósofo, escritor y humanista francés del siglo XVI, habla de esto en sus Ensayos, libro este, encomiable donde los haya. Y todo lo dicho sobre estos tres temas se ve corroborado e incluso incrementado en la amistad. Hoy, en mayor modo que ayer, nuestra forma de vivir nos lleva a conocer a muchas personas -tal vez a demasiadas- y en cuanto hemos tenido contacto con ellas en más de un par de ocasiones tendemos a calificarlas, en un tratamiento afectuoso, como amigos. Grave error. Un amigo no lo es hasta que ha convivido junto a nosotros hechos y situaciones desagradables; quien acude a nuestro lado siempre, en cualquier momento, y, principalmente, en los difíciles; quien nos pregunta cómo estamos y espera a escuchar la contestación; quien aparece cuando caen rayos y truenos y no sólo en los momentos felices. Y todo eso a lo largo de los años, y en una y en mil ocasiones. En la vida hay muchas cosas que, a pesar de ser viejas, son admirables. Ramón Serrano G. Octubre de 2015

Dichas y desgracias

Si alguien quisiese jugar al extraño y divertido juego de observar los hábitos y modos del comportamiento humano, vería cómo un enorme porcentaje de estos rayan en la badomía. Así es hoy, y así ha venido siendo desde tiempo inmemorial, pues los individuos, o bien se han dedicado preferentemente a hacer aquello que les era más hacedero, o bien, sin causa alguna que nos sea conocida, ante cualquier evento, han llevado a cabo, exclusivamente, la mitad de sus posibilidades de actuación. Como ejemplo demostrativo de ello, traigo a colación las palabras de un actual y muy conocido escritor, quien afirma que es muy común hoy en día escuchar cómo se aconseja a las gentes que no dejen de hacer frecuentemente ejercicio físico para mantener en forma su cuerpo, pero que en contadísimas ocasiones ha oído a alguien incitar a los atletas a que lean libros de contino. Sí, ya saben, aquello de mens sana in corpore sano, o sea, el cuerpo y el espíritu equilibrados, que proponía Juvenal. Y yo, harto de entretener mis horas en nonadas, he venido en atalayar cómo la mayoría de los sabios que en el mundo han sido han dedicado su tiempo, y su saber, a tratar de conducirnos por los más enrevesados y dificultosos caminos y vericuetos, para que pudiéramos llegar a la consecución de la felicidad, ya fuese este logro en mayor o menor grado, de esta o de aquella entidad, o de pingüe o de nimia trascendencia. Y para dar testimonio de lo dicho, y tan sólo por avivar el recuerdo del lector, que no por junciana, traeré a colación a Aristóteles en su Ética a Nicómaco; a Sartre, que afirmaba que la felicidad no consiste en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno hace; a Bertrand Russell en su Conquista de la felicidad y, cómo no, a Epicuro de Samos y su famosa doctrina hedonista. Pienso que ellos, como tantos y tantos otros, han obrado bien, porque la felicidad existe en este mundo, aunque lo intrincado sea conseguirla, por lo cual es bueno dar normas y asesoramiento para su logro. Es lo que han hecho constantemente, como antes dije, los libros y las escuelas filosóficas: mostrarnos los más diversos caminos para hallarla. Sin embargo, ¡qué curioso! todos ellos, y todos nosotros, olvidaron y olvidamos, dar el mismo tratamiento a las desgracias, que, por igual, nos atañen y han existido, de la misma manera, desde siempre y en todos los lugares. Epidemias, hambrunas, terremotos o politicastros, de otros tiempos o actuales, son algunas de las muchas desgracias que los humanos hemos soportado y tendremos que soportar per in sécula seculorum. Pero sin embargo, ya digo, para la prevención de estas, apenas si ha habido alguien que se moleste en aconsejarnos. Si acaso, un tal Rabindranath Tagore, que decía, amén de otras muchas cosas maravillosas, que a quien llora por haber perdido el sol, las lágrimas no le dejan ver las estrellas. O aquel otro, llamado Mahatma Gandhi, el cual, según creo, aseguraba, entre infinidad de otras verdades transcendentales, que la fuerza no viene de la capacidad física sino de una voluntad indomable. Para proclamar después, que la auténtica alegría está en el esfuerzo, en la lucha y en el sufrimiento que todos estos conllevan, pero no en la victoria. ¡Y cuán cierto es todo esto! Estamos tan ansiosos por buscar panaceas para alcanzar lo que estimamos bueno, que no nos preocupamos por hallar elixires que nos libren de lo que tememos por considerarlo como malo, olvidando que ambas, la felicidad y la desgracia, existen. Soñamos una y otra vez con aquella y nos extrañamos ante el advenimiento de esta. Aunque es casi necesario recordar continuamente aquél dicho popular que afirma:-Si quieres ser feliz como me dices, no analices muchacho, no analices. Pero es que es más: tenemos grabadas en nuestro interior la imagen de ambas como un estereotipo: oronda, la de quien es afortunado y hética, la del que está atacado por la adversidad. Aunque, bien mirado, son estas unas actitudes de todo punto lógicas. ¿Por qué? Pues porque una de las más arraigadas y protervas cualidades que tiene el ser humano es la del egotismo. Por ello, por nuestra inmensa manía de ser protagonistas, contamos a todo el mundo lo que nos ocurre, sin percatarnos de que eso es un gran error. Veámoslo. Si lo logrado es bueno, al divulgarlo nos estaremos metiendo de lleno en uno de estos dos charcos: uno, en que estamos haciendo alarde de una gran carencia de humildad, y otro, en que estamos despertando la envidia de muchos, ya que pocos serán los que quieran reconocer nuestra virtud. Y si lo que nos ha acaecido es nocible, los más fingirán prestar atención a nuestros ayes mientras nos escuchan, pero en cuanto se volteen se olvidarán de nosotros y de nuestro mal. Por todo lo expuesto, quiero exhortarte, querido lector, a que de lo que te acaezca, no des tres cuartos al pregonero y pienses que la felicidad es efímera y la desgracia banal. Siempre. Así pues, si sabido es que holgarse en la comodidad y la placentería debilita el espíritu, mientras que luchar enseña y fortalece, y aquí, en esto, no cabe ser ecléctico. Calla pues y obra en consecuencia. Comportarse de otro modo es de tontos, y sin embargo es lo que solemos hacer. Al menos, yo. Ramón Serrano G. Octubre de 2015

jueves, 8 de octubre de 2015

El error

No sé bien si fue Alfonso X el Sabio o Francis Bacon, pero el Bacon lord canciller, que no el pintor del siglo XX, quien dijo aquello de: Viejos vinos que beber, viejos leños que quemar, viejos libros que leer y viejos amigos con quien conversar. Desgraciadamente, esa ponderación hacia lo añoso, que es una de las mayores verdades que se hayan dicho jamás, no la podíamos hacer en la época de mi niñez, primero, porque no lo sabíamos y aunque lo hubiésemos sabido, no nos hubiera parecido aconsejable, sobre todo a nuestros padres, entre otras cosas porque la gran mayoría de las gentes aquellas estaban hasta la coronilla de cosas viejas. Se solía decir: -La mejor marca es la de nuevo. Pero alguien respondía de inmediato: - ¿Y quién tiene cuartos para comprarla? Claro que aquello que se tildaba de cosas viejas eran artículos sin importancia, si se le puede quitar esa cualidad a las ropas, los muebles, los utensilios, etc. Pero the necessity forced, y todo lo de entonces tenía que poseer las mismas cualidades que algunas pequeñas baterías actuales, o sea, tenía que durar, durar, durar… Recuerdo también que los muchachos gastábamos los pantalones (los únicos que teníamos, o casi), de tres maneras: largos, bien y cortos. Luego, los tiempos (y muchas cosas más) han cambiado y ahora tenemos muchos, muchísimos, objetos nuevos. Demasiados, diría yo. Pero hemos venido aquí hoy a hablar del tiempo y sus efectos, que son antagónicos en muchos casos. Porque es archisabido que el citado tiempo, ese constante, monótono, rápido y a la vez lento paso de las horas, actúa de diferente manera. Sabemos que todos los elementos, y muchas situaciones y circunstancias personales, se degradan con el uso y con el paso del tiempo. Es lógico que lo hagan con aquél, por lo que no nos detendremos a comentarlo, pero sí con el transcurrir de este ya que, al hacerlo, no deja la misma huella en unas cosas que en otras. Muchas de ellas, y generalizando diremos que las que carecen de la mínima calidad o condiciones, se ven deterioradas, mientras que otras, las buenas, las bien hechas, las de auténtica valía, ganan con el transcurrir de los días. En resumen, el tiempo degrada, aja, destruye y da valor a muchas cosas, dependiendo de muchas circunstancias y vicisitudes. Cabría hacer una apostilla más para decir que, por regla general, lo antiguo suele tener una valoración dignamente ganada debido a que antes las cosas se hacían despaciosamente y en su confección primaba más la calidad que la apariencia. Citemos a los anticuarios y las tiendas de antigüedades, y recordemos cómo, hasta hace muy poco, venían gentes por los pueblos comprando cosas viejas, sabedores de su valía. Pero no es ese camino el que quiero seguir hoy. Pero sí lo es el comentar las cualidades positivas que el paso del tiempo le proporciona a los vinos, los leños, los libros y los amigos. Vamos a ello, aunque sea en brevedad. Cuando el vino, un buen vino, ha fermentado, se mete en barrica en la cual se van a producir muchos cambios en él y todos favorecedores. Por no alargarnos, diremos que uno de ellos es la micro-oxigenación, con la que se oxidará de una manera controlada e irá adquiriendo sensaciones aromáticas, sápidas e incluso táctiles. Siendo un vino potente se irá suavizando, redondeándose y ganando en olores y matices. Y todo eso se consigue criándolo, reservándolo, con el paso del tiempo. Hay un dicho que afirma que la leña, cuanto más seca, más arde, y con la que está recién cortada, verde aún, no podremos conseguir jamás un buen fuego, ya que el que se intenta hacer con ella produce más humo que calor. Habrá que apilarla y que con el paso de los días se vaya secando. ¡Cómo recuerdo las viejas gavilleras! En muchas ocasiones se pondera la obra de algún autor, pero matizando que aún no está consagrado. Y se hace bien porque muchos de ellos sólo presentan con sus libros ideas y maneras novedosas, que los días, al no poseer más cualidad que esa, la innovación, no le han conferido aún una insigne categoría, siendo los lectores y los años los que, en verdad, los acrisolan y se la otorgan. Por otra parte, alguien puede escribir un buen texto, pero la calificación de gran autor sólo la conseguirá cuando haya creado varias obras y todas ella sean de alto nivel. Léase lo que Montaigne, el insigne filósofo, escritor y humanista francés del siglo XVI, habla de esto en sus Ensayos, libro este, encomiable donde los haya. Y todo lo dicho sobre estos tres temas se ve corroborado e incluso incrementado en la amistad. Hoy, en mayor modo que ayer, nuestra forma de vivir nos lleva a conocer a muchas personas -tal vez a demasiadas- y en cuanto hemos tenido contacto con ellas en más de un par de ocasiones tendemos a calificarlas, en un tratamiento afectuoso, como amigos. Grave error. Un amigo no lo es hasta que ha convivido junto a nosotros hechos y situaciones desagradables; quien acude a nuestro lado siempre, en cualquier momento, y, principalmente, en los difíciles; quien nos pregunta cómo estamos y espera a escuchar la contestación; quien aparece cuando caen rayos y truenos y no sólo en los momentos felices. Y todo eso a lo largo de los años, y en una y en mil ocasiones. En la vida hay muchas cosas que, a pesar de ser viejas, son admirables. Ramón Serrano G. Octubre de 2015

Lo viejo

No sé bien si fue Alfonso X el Sabio o Francis Bacon, pero el Bacon lord canciller, que no el pintor del siglo XX, quien dijo aquello de: Viejos vinos que beber, viejos leños que quemar, viejos libros que leer y viejos amigos con quien conversar. Desgraciadamente, esa ponderación hacia lo añoso, que es una de las mayores verdades que se hayan dicho jamás, no la podíamos hacer en la época de mi niñez, primero, porque no lo sabíamos y aunque lo hubiésemos sabido, no nos hubiera parecido aconsejable, sobre todo a nuestros padres, entre otras cosas porque la gran mayoría de las gentes aquellas estaban hasta la coronilla de cosas viejas. Se solía decir: -La mejor marca es la de nuevo. Pero alguien respondía de inmediato: - ¿Y quién tiene cuartos para comprarla? Claro que aquello que se tildaba de cosas viejas eran artículos sin importancia, si se le puede quitar esa cualidad a las ropas, los muebles, los utensilios, etc. Pero the necessity forced, y todo lo de entonces tenía que poseer las mismas cualidades que algunas pequeñas baterías actuales, o sea, tenía que durar, durar, durar… Recuerdo también que los muchachos gastábamos los pantalones (los únicos que teníamos, o casi), de tres maneras: largos, bien y cortos. Luego, los tiempos (y muchas cosas más) han cambiado y ahora tenemos muchos, muchísimos, objetos nuevos. Demasiados, diría yo. Pero hemos venido aquí hoy a hablar del tiempo y sus efectos, que son antagónicos en muchos casos. Porque es archisabido que el citado tiempo, ese constante, monótono, rápido y a la vez lento paso de las horas, actúa de diferente manera. Sabemos que todos los elementos, y muchas situaciones y circunstancias personales, se degradan con el uso y con el paso del tiempo. Es lógico que lo hagan con aquél, por lo que no nos detendremos a comentarlo, pero sí con el transcurrir de este ya que, al hacerlo, no deja la misma huella en unas cosas que en otras. Muchas de ellas, y generalizando diremos que las que carecen de la mínima calidad o condiciones, se ven deterioradas, mientras que otras, las buenas, las bien hechas, las de auténtica valía, ganan con el transcurrir de los días. En resumen, el tiempo degrada, aja, destruye y da valor a muchas cosas, dependiendo de muchas circunstancias y vicisitudes. Cabría hacer una apostilla más para decir que, por regla general, lo antiguo suele tener una valoración dignamente ganada debido a que antes las cosas se hacían despaciosamente y en su confección primaba más la calidad que la apariencia. Citemos a los anticuarios y las tiendas de antigüedades, y recordemos cómo, hasta hace muy poco, venían gentes por los pueblos comprando cosas viejas, sabedores de su valía. Pero no es ese camino el que quiero seguir hoy. Pero sí lo es el comentar las cualidades positivas que el paso del tiempo le proporciona a los vinos, los leños, los libros y los amigos. Vamos a ello, aunque sea en brevedad. Cuando el vino, un buen vino, ha fermentado, se mete en barrica en la cual se van a producir muchos cambios en él y todos favorecedores. Por no alargarnos, diremos que uno de ellos es la micro-oxigenación, con la que se oxidará de una manera controlada e irá adquiriendo sensaciones aromáticas, sápidas e incluso táctiles. Siendo un vino potente se irá suavizando, redondeándose y ganando en olores y matices. Y todo eso se consigue criándolo, reservándolo, con el paso del tiempo. Hay un dicho que afirma que la leña, cuanto más seca, más arde, y con la que está recién cortada, verde aún, no podremos conseguir jamás un buen fuego, ya que el que se intenta hacer con ella produce más humo que calor. Habrá que apilarla y que con el paso de los días se vaya secando. ¡Cómo recuerdo las viejas gavilleras! En muchas ocasiones se pondera la obra de algún autor, pero matizando que aún no está consagrado. Y se hace bien porque muchos de ellos sólo presentan con sus libros ideas y maneras novedosas, que los días, al no poseer más cualidad que esa, la innovación, no le han conferido aún una insigne categoría, siendo los lectores y los años los que, en verdad, los acrisolan y se la otorgan. Por otra parte, alguien puede escribir un buen texto, pero la calificación de gran autor sólo la conseguirá cuando haya creado varias obras y todas ella sean de alto nivel. Léase lo que Montaigne, el insigne filósofo, escritor y humanista francés del siglo XVI, habla de esto en sus Ensayos, libro este, encomiable donde los haya. Y todo lo dicho sobre estos tres temas se ve corroborado e incluso incrementado en la amistad. Hoy, en mayor modo que ayer, nuestra forma de vivir nos lleva a conocer a muchas personas -tal vez a demasiadas- y en cuanto hemos tenido contacto con ellas en más de un par de ocasiones tendemos a calificarlas, en un tratamiento afectuoso, como amigos. Grave error. Un amigo no lo es hasta que ha convivido junto a nosotros hechos y situaciones desagradables; quien acude a nuestro lado siempre, en cualquier momento, y, principalmente, en los difíciles; quien nos pregunta cómo estamos y espera a escuchar la contestación; quien aparece cuando caen rayos y truenos y no sólo en los momentos felices. Y todo eso a lo largo de los años, y en una y en mil ocasiones. En la vida hay muchas cosas que, a pesar de ser viejas, son admirables. Ramón Serrano G. Octubre de 2015

jueves, 10 de septiembre de 2015

Incendios forestales

Aunque hoy los medios audiovisuales nos muestran todas las cosas con una nitidez y una perfección increíbles, hay algunas de ellas de la que no tenemos plena conciencia hasta que no las vivimos, hasta que no las vemos con nuestros propios ojos. Mi amigo Fermín Núñez decía siempre que, por mucho que trataran de explicárnoslo, uno no se percataba de lo que es el mar hasta que estaba en la playa o en el acantilado frente a él. Ocurre lo mismo con los incendios forestales a los que por desgracia estamos tan acostumbrados, aunque debería decir que ya no nos impresionan tanto como antaño, que acostumbrados no lo estaremos nunca, y, sin embargo, quien no ha visto uno de cerca no sabe lo tremendo y horrible que es. Yo, por suerte o por desgracia, los conozco en primera persona porque tuve que intervenir en uno. Fue en el cerro Matabueyes, cerca de La Granja de San Ildefonso, el 30 de agosto de 1960, cuando estaba cumpliendo mi servicio militar. No se me ha olvidado aún y pienso que no lo hará mientras viva. ¡Sobrecogedor! Recuerdo igualmente cuando de niño viajaba en los veranos a Alcira con mi tío y, en ocasiones, veía extrañado cómo los hombres llegaban corriendo desesperados a esconderse en los bares o en las casas particulares huyendo de la Guardia Civil porque, si esta los agarraba, les obligaba a subir a los camiones que de inmediato salían para la Murta, la Casella o el Serrallo, a cualquiera de ellos en donde se había declarado un incendio, para que obligatoriamente colaborasen en las tareas de extinción, ayudando a los que, por propia voluntad lo hacían. Hoy, y pese a los medios avanzados de que se dispone, sigue siendo terrible, pero en aquellos tiempos, tratar de extinguir llamas de quince metros de altura, o más (la misma de un edificio de cinco o seis plantas), era realmente pavoroso y no todos tenían los arrestos necesarios, de tal modo que muchos no acudían si no eran forzados a ello. Sin embargo, y sabiendo que son pocos, poquísimos, los fuegos fortuitos, y sin querer recordar por otra parte que una gran cantidad de otros incendios son intencionados, puesto que de hacerlo tendría que expresar palabras que no sonarían nada bien (piensen, piensen en las mayores barbaridades y aún se quedarán cortos), sí quiero aludir a que otra enorme cantidad de incendios son debidos al poco cuidado, a la nula precaución de las personas que, teniendo que utilizar alguna llama para algún determinado trabajo, no tiene la minuciosidad necesaria en la toma de precauciones para que aquellas no se escapen a su dominio, de que al término de la faena las brasas estén completamente apagadas, o de otras muchas cautelas, y con ello producen unos daños, irreparables en algunas ocasiones, y siempre causantes de grandes estragos. Y es que, aunque parezca mentira, el ser humano parece no tomar conciencia de que en muchas ocasiones su obrar cotidiano conlleva un gran peligro para él o para sus semejantes, y se dedica alocadamente a realizar su trabajo o a desarrollar su convivencia, sin tener presente en absoluto las consecuencias que le pueden acaecer por obrar a la ligera. Citaré como ejemplo, aunque yo desconozco las cifras actuales puesto que llevo más de trece años jubilado, pero en mis años de estudiante las cifras de mortandad en los obreros de la construcción eran escalofriantes: en España moría un albañil al día por accidente laboral. Y he traído a colación los incendios forestales y la afirmación comprobada de que muchos se deben a los descuidos de las personas para, por comparanza, decir también que es muy triste observar que esa falta de cautela que se tiene para evitar males físicos la sufren igualmente los seres humanos, y en gran escala, cuando se trata de no producir daños morales durante su trato y convivencia con sus semejantes. Por citar algunos casos haré referencia a la cantidad de veces que, sin detenerse a calcular la gran magnitud de algunas obras y sin prever el daño que ello puede ocasionar, se menosprecia al amigo, no valorándose el afecto que ofrece o tratando de abusar de él, dejando así en un hilo la estabilidad de esa relación, por otra parte hermosa y envidiable. En la vida familiar, ya sea la de padres, hijos y hermanos, o en la matrimonial, donde algunos se permiten ciertas libertades, digamos licenciosas, que muchas veces ponen en serio peligro el modus vivendi y otras acaban con él. En el ambiente social donde en demasiadas ocasiones se murmura sin recato, jugando imprudentemente con la fama y el prestigio de las personas y en esas poco pensadas acciones se llegan a producir males de gran envergadura. Igualmente suceden estas escasamente meditadas obras en el trabajo, en actos sociales, en eventos de ocio, deporte o diversión. Y siendo una verdadera lástima que haya alguien que produzca daños intencionadamente, lo es por igual que otros sean causantes de estropicios y laceraciones que se hubiesen evitado fácilmente tan sólo con que se hubiera hablado y obrado con un cuidado mayor y prestando una mejor y más cuidadosa atención a lo que se está haciendo. Ramón Serrano G. Setiembre 2015

jueves, 13 de agosto de 2015

Flores, poesías...mujer

Hay veces, las menos, que cuando alguien escribe un relato y narra en él una aventura, esta ha sido protagonizada por el escritor, aunque, repito esto suele ser inusual. Sin embargo, cuando la composición literaria es, como en el caso que hoy nos ocupa, un artículo de opinión nadie puede pedirle al autor una mayor sinceridad en su pensamiento sobre el tema tratado, ya que no sólo lo manifiesta, sino que al ponerlo por escrito, y mucho más si este se publica, está dejando con ello una indeleble prueba de su forma de pensar sobre esa idea. Y es eso a lo que yo vengo hoy aquí, a pregonar mi parecer acerca de los tres entes a que hago alusión en el título. Sé que lo que voy a decir no importará mucho a casi nadie (¿a quién le van a interesar mis predilecciones?), pero sí es probable que, al leerlas, alguien haga una comparación con las suyas. De cualquier modo, lo que viene en adelante es mi profesión de fe (menudo atrevimiento) sobre las tres cosas más maravillosamente maravillosas que en el mundo han sido, son y serán: las flores, la poesía y la mujer. Pero vayamos por partes. Las flores, aparte de ser ese brote reproductor del que luego se formará el fruto, son la más tierna exquisitez que la madre naturaleza tuvo a bien regalarnos. El nombre lo utilizamos además como sinónimo de requiebro o piropo, o para referirnos a la parte mejor y más escogida de algo. Mas refiriéndome a ellas en sí, he de decir que las hay de todas formas, tamaños, olor y colores que podamos imaginar, pero todas ellas, desde las más sencillas a las más sofisticadas, desde las más tiernas a las más extrañas, son poseedoras de una belleza incomparable. Citaré sólo tres en aras de su rareza y su lindura, pero admitiría de buen grado los infinitos ejemplos que de otras se me podrían ofrecer, queriendo aclarar que unas de mis preferidas aunque no sea en ese orden, ni las principales, son: cualquier orquídea, la rosa azul y el edelweiss, haciendo saber al lector que esta, como el amor, está esperando en un lugar recóndito a que alguien la recoja para llevarla a casa. Otorgándole los mismos atributos que a las flores hablaré ahora de la poesía, manifestando que lo único que las diferencia es que a unas las crea la Naturaleza y a otras las compone el hombre. Pero ambas son tiernas, seductoras, armoniosas, cautivadoras, promisoras, y un sinnúmero más de calificativos, pese a los cuales, nunca llegaríamos a hacer justicia sobre su valía. Con la poesía el hombre consigue manifestar a través de la palabra la belleza, el sentimiento estético, su idealidad, su dolor, el asomo de un estado anímico intenso o sutil, o la apertura de su alma hacia los demás. Y si utópico era dar alguna relación de aquellas igual ocurre con estas, que haylas tantas y tan bonitas que es casi delirante dar alguna relación de ellas por pequeña que sea. Pero lo haré y será esta: La sentencia de Quevedo: ..Polvo serán, mas polvo enamorado. El recital de Bécquer: Porque son, niña, tus ojos/ verdes como el mar, te quejas…. El canto de Zorrilla:..y perlas para el cabello/ y baños para el calor/ y collares para el cuello/ para los labios…¡amor! La descripción de Lorca: …el almidón de su enagua/ me sonaba en el oído,/ como una pieza de seda…Y con el susurro aún en mis oídos destas melodías, paso al siguiente apartado. Hablar de él sí que me resulta arduo y complicado. ¿Por qué dejaremos siempre lo más difícil para el final? Pero habré de intentarlo, y lo primero que he de decir es que la mujer, pues a ella va destinado esta última parte, acumula en sí todas las virtudes y propiedades de las dos anteriores, e incluso las sobrepasa en mucho, que es, sin lugar a dudas, el ente más hadado y mistagógico que exista no ya en la faz de la tierra sino en todo el universo mundo. La inmensa mayoría de ellas (tampoco sería correcto hablar de la totalidad) sin tener defecto alguno que alcance la categoría de catalogable, sí están rebosantes de cualidades y atributos dignos de una diosa. Querer hacer ahora una relación de estos, más o menos prolija, sería, a más de enormemente vasta, completamente innecesaria, ya que la mente de cualquiera es sabedora de esas valías. Qué les voy a decir de su capacidad de esfuerzo, de trabajo o de sacrificio, de su ternura, de su sensibilidad, de su virtud, de su potencial amoroso y amatorio, de…,de…, de…o de su belleza, las cuales, tanto la interior como la externa, van aumentando con el paso de los años. Sí, ya veo que está asintiendo el lector pues comparte conmigo lo que acabo de exponer. Y al igual que he hecho con los dos primeros protagonistas, me queda únicamente citar, y aquí sí enfatizo lo de la subjetividad, tres portentosas propiedades que la mujer posee y que además sabe utilizar a la perfección, cuando y como quiere. Así está su mirada, con la que es capaz de pronunciar los más sentidos párrafos, e incluso discursos enteros. Su sonrisa con la que puede derrumbar castillos, conquistar continentes, rendir voluntades o atraer legiones. Su talle, cuyo cimbreo voluptuoso, sensual, causa una tremenda envidia al junco que está en la ribera de la laguna y logra despertar las imaginaciones más adormitadas. Ahora, querido lector, detente si quieres unos momentos a pensar cómo sería el mundo sin flores, sin poesía o sin mujeres. Pero te aconsejo que no lo hagas durante mucho tiempo ya que corres el riesgo de volverte rematadamente loco. Ramón Serrano G. Agosto de 2015

jueves, 30 de julio de 2015

Ocasiones

-Majestad, nos estamos alejando en exceso de la casa. Dada la hora que es, pienso que deberíamos volver. -No, Federico, no lo haremos. Allí tengo que guardar una serie de formalismos con los anfitriones y con los cazadores, que, sinceramente, no me apetecen. Ya habrá tiempo esta tarde y mañana. Hoy prefiero pasear tranquilamente contigo, charlando como dos buenos amigos. Y así lo hicieron hasta que sin darse cuenta les dieron las tres cuando se hallaban muy lejos de la finca. Avistaron una casa a los pies de una loma y hasta ella se dirigieron con el fin de ver si les podían dar de comer y enviar con alguien recado de su situación. Al llegar encontraron en ella a una sencilla mujer, algo entrada en años, la cual, ante sus peticiones, les atendió cortésmente. -¿Sabe usted quién soy?, preguntó el monarca. -Claro, Majestad, cómo no voy a conocer a mi rey. Pasen y siéntense que les daré de comer. Lo que no puedo es mandar recado a la finca ya que mi Eulogio se ha ido esta mañana y se ha llevado el burro. Y eso hizo. Les hizo sentarse a una mesa que había decorado rápidamente con limpieza y gusto, para servirles a continuación una comida rústica, sencilla, pero gustosa y de gran sabor. El monarca, al terminar, se dirigió cortésmente a la obligada anfitriona de esta forma: -Señora, he de agradecerle que nos haya dado una comida tan exquisita, pero he de decirle también que nos la ha ofrecido en una vajilla verdaderamente extraordinaria, cosa rara aquí en medio del campo. -Pues quiero que sepan que tengo otra que es mejor aún, y más bonita, pero la guardo para ocasiones. - - - - - - - - - - - Ocasión: esa oportunidad que se nos ofrece para hacer o conseguir algo, y que demasiadas veces dejamos escapar por los más diversos motivos. Pero antes de seguir, permítaseme referir dos casos en los que fui testigo directo de su desarrollo y que me han de servir para afianzar mi posición en el mantenimiento de mi tesis. Una de ellas fue en la celebración de la jubilación de un individuo, o de la recepción de un premio, o de cualquier otra causa que se les pueda ocurrir, y que yo, aun teniendo plena constancia del motivo por el que se celebró el evento, no quiero aclararlo para no dar pistas de él. Lo cierto y verdad es que allí acudimos cantidad de familiares, deudos y amigos del agasajado, pero hubo tres ausencias verdaderamente increíbles. Sin embargo, no asistió uno de sus hijos, ni su hermana, ni su mejor amigo que era a la vez compañero de carrera. No comment. Y algo similar acaeció en la presentación del libro de un conocido escritor local, quien tuvo a su vera a muchos allegados, pero sufrió con las ausencias de su hermana, que no dio señales de vida, y de su hermano que envió una simple tarjeta tratando de justificar su inasistencia. Y digo yo, ¿qué nos ocurre a los seres humanos que, en tantas y tantas oportunidades no sabemos (o no queremos, y esto es lo más grave) estar a la altura de las circunstancias?¿ Por qué anteponemos nuestros intereses personales, aunque sean estos extremadamente nimios e intrascendentes, a imponernos un leve “sacrificio” para concederle una satisfacción a una persona? Pero lo peor es que estas cosas no suceden únicamente en actos, digamos importantes. Es que es el acontecer diario, el pan nuestro de cada día. Al cruzarnos en la calle con el empleado de correos, no lo felicitamos por el nacimiento de su segundo nieto. Si coincidimos en la pescadería con la vecina del piso 2º, no se nos ocurre decirle lo bonitos que tiene los balcones, adornados con unas plantas hermosísimas. Si esperamos la apertura del semáforo en el paso de peatones junto a la nuera del hermano “Talego”, si acaso, y casi haciendo un esfuerzo, le decimos buenos días, pero ni le preguntamos por su estado de salud de su suegro, ni le pedimos que le dé recuerdos de nuestra parte. Que esto no es lo más correcto lo sabemos todos, pero casi ninguno nos tomamos ni la más mínima molestia si el único fin es hacer algo más agradable la vida a nuestros conciudadanos o amigos. -¡Anda ya!, pensamos. ¿Qué saco yo con regalarle una frase agradable a Petra o a Juan? ¿Viene alguien a darme a mí algún contento? Pues ya está. Otra cosa bien diferente es cuando sabemos, o pensamos, que de nuestro comportamiento vamos a obtener beneficio, ya sea este parvo o pingüe. Entonces, las muecas y los gestos risueños afloran en nuestra cara como el agua en un manantial, y con falsía, nos queremos auto-convencer, diciendo que Menganita o Fulanito se lo merecen todo, y que siempre será poco lo que hiciésemos por ellos, que debemos acompañarlos por encima de todo, para acabar imponiéndonos la consigna de que debemos aprovechar la ocasión. Esa es la ocasión, no la diosa romana a la que mostraban como una mujer muy hermosa, enteramente desnuda y con dos características muy aclaratorias: tenía alas para indicar que las sazones buenas pasan rápidamente, y en su cabeza lucía una frondosa cabellera en la parte anterior, pero calva por completo en la de atrás, para hacer saber que una vez que ella había pasado, era imposible cogerla ni aún por los pelos. Creo que deberíamos tener decisión y diligencia para no dejar pasar las ocasiones de obrar bien que se nos presenten, saquemos de ellas beneficio o no, y recordando que no suelen aparecer dos veces. Ramón Serrano G. Julio 2015

viernes, 17 de julio de 2015

Roguemos

-Tú, Rodolfo, es posible que no te acuerdes, pero hace muchos años -bueno, no tantos, que tampoco somos tan viejos-, me diste una opinión que condicionó bastante mi modo de pensar ante algunos comportamientos. Fue una tarde, a la salida de un concierto organizado por el colegio mayor donde residíamos, en la que me hablaste de mis, según tú, grandes condiciones para la melodía. -Claro que me acuerdo, y no sólo te lo aseguré en aquella ocasión, sino que te he manifestado varias veces más que tienes, o tenías, que ahora ya eres un carcamal, unas grandes facultades para la música, y que si te hubieses dedicado a ella habrías tenido un gran éxito. -Aquellas palabras tuyas se clavaron muy dentro de mí, hasta el punto de que estuve a punto de dejar los estudios de medicina y dedicarme a combinar sonidos con armonías, ritmos y cadencias, e intentar componer sinfonías, sonatas o conciertos. -¿Y por qué no lo hiciste, Juan? -Porque pronto vi que aquello podría ser una locura. Que como afición estaría bien, pero que yo no tenía el entusiasmo, o la ilusión necesaria, y creo que ni las condiciones, que sí me parecía poseer para los estudios que había elegido. Ya sabes: el nosce te ipsum del Oráculo de Delfos, que citaba Sócrates. Los proyectos importantes hay que valorarlos muy bien y obrar con rigorismo, para ejecutar el más apropiado o conveniente, sin dejarse llevar por devaneos o apariencias engañosas. -Pero, ¿por qué sacas a colación ahora aquella anécdota si me permites llamarla de ese modo? -Pues porque con el paso de los años me ha sucedido algo con un individuo, al que con tu permiso no voy a identificar, aunque le llamaremos Jorge para referirnos a él, que está relacionado de cierta manera con esa anécdota a la que he aludido anteriormente, o sea creer que la esencia de una persona es como nosotros creemos. Yo siempre pensé que esa persona era proclive a un determinado comportamiento, que tampoco voy a desvelar, y en cada acto suyo yo creía ver indicios, claros y elocuentes, de esa filia suya. He de reconocer que mi visión sobre su manera de obrar estaba condicionada, y bastante, por mi criterio, nada ecuánime como te acabo de manifestar. -Y este prejuicio se vio incrementado considerablemente cuando, hace un par de años, quizá más, un amigo común me vino con el chismoteo de que habían cogido a Jorge in fraganti haciendo aquello que yo tenía la certeza que era su auténtica pasión. Piensa lo que quieras: bebiendo, flirteando, o jugando en el casino. -¿Por qué no me dices qué era?, le interrumpió Rodolfo. -Porque la esencia del pecado no afecta para nada en lo que nos ocupa. Lo que sí hizo fue incidir profundamente en mi creencia, que tomó ya verdadero cuerpo. Y en ella me he mantenido hasta hace unas semanas, que por una extraña circunstancia he podido comprobar de manera fidedigna que nuestro Jorge no era, ni es, bebedor, mujeriego o jugador, y que la imagen que teníamos de él estaba distorsionada ya que la habíamos tomado a través de un cristal, poco limpio. -Y esto, continuó, aún siendo de distinta entidad, me recordó lo tuyo, y ambas cosas me han llevado a pensar en que muchas gentes tenemos -y bienaventurado quien no sea de ese modo- la mala no, la pésima costumbre de juzgar a los demás muy a la ligera. Tanto, que al hacerlo, no nos detenemos en aquilatar minuciosa y detalladamente la actuación de cada uno, o de aquel a quien juzgamos, y tomamos decisiones, y emitimos juicios, basándonos en apariencias que a nosotros nos parecen irrefutables, pero que valen lo que una gota en el océano. -Entonces, apoyándonos en tan inconsistente base, juzgamos demasiado a la ligera a quien sea y nos atenemos al veredicto, las más de las veces erróneo o excesivamente riguroso, para decidir cuál es su forma de ser, dándole así el trato que merece según nuestro pensar, su condición y su supuesta naturaleza. Y aunque parezca increíble, vivimos tan tranquilos en la creencia que somos personas justas y mesuradas. De ello nos jactamos, sí, pero no lo somos. -Caray, Juan, estás poniendo la romana por lo mayor. Debemos ser un poco tolerantes. -Debiéramos serlo, en efecto, pero no lo somos. Recuerdo lo dicho por Sor Juana Inés de la Cruz: Hombres necios que acusáis…sin razón… No es que estemos dispuestos a perdonar, que, siendo lo deseable es una opción que en escasísimas ocasiones elegimos, aunque ese es distinto tema, sino que, por el contrario, acusamos, juzgamos a nuestro albedrío, y luego ejecutamos la sentencia que forja nuestro magín con el mismo rigor que lo haríamos si fuésemos comisarios de la Inquisición. Y ¿sabes lo que más me duele de esta manera de obrar que tenemos? Que tras nuestras ligerezas, tenemos la conciencia tranquila, vamos a casa y dormimos como benditos, mientras que al pobre que hemos vapuleado de modo inmisericorde, anda arrastrando la mala fama y las penas que nuestro liviano criterio le han endilgado. Y en esas suele rodar el mundo en que vivimos. -Roguemos pues y entonces, amigo Rodolfo, para que no nos alcance a nosotros ese mal. Ramón Serrano G. Julio 2015

viernes, 3 de julio de 2015

La excelsa dualidad

En la poquedad de mis escritos, uno de los grandes “divertimentos” que he tenido últimamente ha sido ir estudiando el comportamiento, las reacciones y, sobre todo, las actitudes humanas ante diversos momentos puntuales de la vida, especialmente, en muchos de los trascendentes y en otros que, no alcanzando esa categoría, pueden llegar a hacerlo dependiendo esto de la capacidad o interés del individuo. Al hacerlo, he ido viendo (decir descubrir, además de incierto, sería una fantasía) que ante estas ocasiones el ser humano, tanto hombre como mujer, se comporta de manera muy diferente y, en muchas ocasiones, no siempre igual ante lo mismo, sea esto objeto o situación. Ocurre a veces en un tono preeminente o abúlico, e igual o distinto, debido a la subjetividad del o de los sujetos, y del instante puntual en que se hallen. Para tratar de explicarlo debo repetir al lector aquella tan socorrida cita de Campoamor que nos habla de que ..todo es según el color del cristal.., ya que, a pesar de que la situación ante la que se encuentre uno sea igual, o parecida, no siempre reaccionamos de la misma manera y modo, debido a mil circunstancias puntuales cuya pormenorización escaparía a nuestras posibilidades. Pese a ello, expondré varios casos para que cada quien pueda tener completa noticia de lo que quiero decir. Veremos así cómo en el arte (aunque dentro de su extensa gama sólo hablaremos del pictórico) nada es absoluto, y lo que para unos es de una perfección total, o casi, para otros apenas si tiene mérito. Y no es que la ignorancia sea la causante de esa dicotomía, que podría ser, aunque no en el caso que nos ocupa, sino que, por fortuna, el gusto de A es diferente al de B, y cada quien tiene la facultad de apreciar y sentir lo bello o lo feo. Y al citar la belleza no resisto la tentación de recordar en este punto el concepto que Aristocles, más conocido por Platón, tenía de ella, muy diferente al que impera en nuestros días. Ahora pensamos que posee beldad una persona, una idea, un cuadro o un objeto, cuando agrada a nuestra vista, a nuestro parecer. Mas no quiero dejar de apuntar que esta idea no es nuestra, sino que ya la mantenían los sofistas. Sin embargo, para Platón, el gran filósofo griego, no era bello sólo lo que contentaba a los sentidos sino cualquier ser, cosa o idea que se aprobara o se admirase, fuera cual fuera la manera en que se hubiese manifestado. Para Platón, todo lo útil era bello, mientras que, para Sócrates, lo más bonito era la sabiduría. Recordado esto, hablaremos de que pudiéndo tener un propio criterio acerca de algo que nos parezca más o menos bello, no se debe entonces ser subjetivo y mantenerlo a ultranza en la apreciación de lo hermoso, sino admitir que pueda ser tan válida como la nuestra una opinión encontrada. El gran filósofo alemán del pasado siglo, Theodor Adorno decía: “Nada en lo referente al arte es evidente. Como tampoco lo es en el hombre, ni en su relación con la totalidad”. Y deteniéndonos a pensarlo, observaremos cómo usted, o su vecino, puede decir de carrerilla el nombre de un montón de cosas de gran belleza, pero nunca nadie, con dos dedos de frente, osará decir si La Gioconda es más bonita que La Venus del espejo, si El pensador es más venusto que El David, o si El Taj Mahal aventaja en esplendor y grandiosidad a Versalles. Sí que expresará su preferencia, pero no llegará más adelante en valoración alguna. Para abundar en la exposición, veamos otros dos casos (aunque podría poner muchísimos), en los que está clara la manifestación de esta ambivalencia a la que quiero referirme. El primero en la cocina. Está muy demostrado cómo el plato más exquisito no es valorado así por todos los paladares, muchos de ellos no acostumbrados a esas gollerías, cosa que ocurre por igual con los antiguos y pueblerinos guisos, de los que también hay adeptos y detractores. E incluso modificando las calificaciones en aras de la bondad, mayor o menor, de los alimentos, de la dificultad para conseguirlos, y mil condicionantes más que podría traer a colación. Y no digamos del trabajo, la más grande bendición para el hombre en esta vida, junto al amor, pero que no en todos los casos es apreciado por igual por quien consigue la fortuna de tenerlo. La misma labor es considerada como pesada, lucrativa, agotadora, divertida, extenuante, peligrosa, monótona, estimulante, compensadora, y así mil calificativos más, lo que da fe de que también la calificación de este, como la de los anteriores ejemplos, depende no ya de su eseidad intrínseca sino de la valoración subjetiva de quien la ejerce. Lo que X no haría ni por todo el oro del mundo, Z lo lleva a cabo con la mayor naturalidad y agrado. Entonces, confirmada la existencia de que el ser humano puede ejercer libremente y a su antojo el juicio y valoración sobre lo que tiene ante sí, no nos cabe sino la tarea de felicitarnos por esa posibilidad de elección, por esa libertad que tenemos, una vez más, de concedernos a nosotros mismos la complacencia de poder escoger y expresar, no lo olvidemos, nuestros gustos, porque eso es, no lo olvidemos jamás muy, muy valioso. Pienso entonces que, habiendo quedada demostrada la existencia de una dualidad en la posibilidad de comportamiento que tiene el ser humano, esta la elevaremos a excelsa, teniendo además muy presente que si eso se da en todos los casos expuestos, y en otros muchos más que hemos silenciado, esa dualidad se sublima ante el amor. Ramón Serrano G. Julio de 2015

viernes, 19 de junio de 2015

Menchu

-Pero bueno Menchu, explícame, ¿qué ha ocurrido? Vengo al pueblo a pasar mis vacaciones y lo primero que llega a mis oídos es que Esteban está a punto de casarse con otra mujer sin que tú hagas, o hayas hecho, nada por impedirlo, aceptando pacientemente que te lo roben. -Eso, Teresa, son dos informaciones y no una, y es cierta la de su inmediato enlace, pero no lo es, en absoluto, la de que me lo han robado, ni la de mi pasividad. -Pues ya me contarás, que para eso soy tu mejor amiga. -Lo haré, pero déjame primero que me extasíe recordando sus muchos atributos (que son todos, pues pienso que no tiene imperfecciones), y así, lo mismo que me ocurrirá a mí al referirlos, te pasará a ti como oyente. Porque las cosas buenas no sólo nos proporcionan un gran placer en el momento de admirarlas, sino que también lo hacen, y muchos, quizás la mayoría, creemos que en mayor modo cuando las evocamos. -¿Que por qué?, prosiguió. Pues porque en la rememoración confluyen normalmente dos circunstancias: una, que este recuerdo de las cosas de gran belleza o valía, solemos realizarlo a solas y, sin compañía de extraños, analizamos pormenorizadamente, y por tanto mejor, todas y cada una de las circunstancias deleitosas que poseen aquellas preseas. Dos: que en esta gratificante tarea siempre se nos para el reloj. Dicho de otro modo, que no nos acucia el tiempo sino que, despaciosamente, la vamos rumiando tratando de conseguir lo inalcanzable: quedarnos saciados de ella. -Sí, Menchu, pero tú sabes que la belleza está en los ojos de quien la mira, aunque últimamente se afirma que nos es la vista quien la aprecia sino el cerebro, o mejor dicho, una parte de él llamada corteza orbitofrontal medial, así que déjate de disquisiciones que de eso sé algo más que tú. -Será así para la ciencia, pero para mí es como te expliqué antes. Para mí, que hablar de belleza, o mejor dicho, de lo perfecto, es hacerlo de Esteban. Él, lo sabes tú, lo sabe todo el mundo y no digamos yo que llevo cinco años trabajando a su lado, codo con codo con él, es el hombre más encantador del universo. Qué decir de sus ojos, verdes como lo era el mar en los primeros años; de su cabello rubio casi miel, que le aporta un estilo cálido y voluptuoso; de su boca carnosa, ofrecedora de los más sabrosos besos; de su figura, que el mejor de los atletas la desearía. Y para qué continuar enumerando sus cualidades. -Pues más a mi favor para que sea incomprensible lo que está pasando. -Eso es lo que parece que ha ocurrido a primera vista, pero tú sabes que, en esta vida, aun cuando hay sucesos que parecen incomprensibles, eso suele ser al principio, ya que luego, si se investiga un tanto, aparecen las causas, unas intrincadas, otras muy evidentes, que nos dan la explicación del porqué de lo acaecido. -Me imagino que conoces esas causas y que querrás explicármelas. -No lo haría ni ante un juez, porque eso conlleva el hablar mal, o mejor dicho, el no hacerlo para bien de una persona a la que me une tanto, pero a ti no puedo negarte nada, que son muchos años los que nos conocemos y es incontable lo que te debo. Así pues, atiende que sólo te lo diré esta vez. -En la vida hay detalles nimios que pueden ser sin embargo muy trascendentes en determinadas personas. Recordarás a Jorge, el íntimo amigo de Esteban, que se casó con la hija de Jesús Ariola, el magnate de los transportes, que no sabe el dinero que tiene. Pues un fin de semana, hace algo más de un año, vino Jorge un fin de semana y, como es natural, comieron juntos y juntos pasaron varias horas. Ignoro de qué hablarían, pero lo cierto es que, a partir de esa fecha, Esteban empezó a no estar contento con nada de lo que tenía y disconforme con todo lo que habíamos planeado. Y esa desconcordia fue en aumento hasta que un día me espetó que había llegado a la conclusión de que conmigo no podría ser nunca feliz y que desde ese instante nuestra relación quedaba rota. -Puedes suponer que hice lo que no está en los escritos para tratar de convencerlo de lo equivocado que estaba. Preguntas, razonamientos, ruegos, promesas que de nada sirvieron. Nuestro trato desde entonces se ha restringido a lo estrictamente laboral y hace un par de meses me enteré que había formalizado relaciones con Nuria Pérez, la ricachona de la alfalfa, a la que nunca ha podido ver, pero quien parece ser que le ha prometido el oro y el moro y una vida llena de lujos y suntuosidades que yo no le hubiese podido entregar nunca y a la que no ha querido renunciar de ningún modo, aun cuando para ello no le haya importado tirar por la borda el trato sencillo y amoroso que tuvimos durante mucho tiempo. -Entonces, ¿ha sido la avaricia y el boato los que la han llevado a cometer eso que tiene toda la pinta de ser una insensatez? -Parece ser que sí, pero no puedo a asegurarlo. Y me apena no por el daño que me ha hecho a mí, sino porque sé que, con el modo de vida que ha elegido, tendrá muchas cosas pero carecerá de las más importantes. Está dominado por la avaricia y esta, ya lo dice el Eclesiástico (14.9) seca el alma. -Pero nunca dio muestras de ser así. -A mí me lo vas a decir. Pero las personas, algunas personas, viven con unos comportamientos determinados durante algún tiempo y, de pronto, bien porque determinadas circunstancias las llevan a ello, o bien porque en el fondo esa es su auténtica eseidad, cambian de manera radical, unas veces para bien y otras, como en este caso, para mal. -Sabes que siento de verdad, querida Menchu, no que lo hayas perdido, sino que lo estés pasando mal. Ramón Serrano G. Junio 2015

jueves, 11 de junio de 2015

La ofensa

Tenían que caer rayos y truenos para que cada uno de ellos no acudiese puntualmente, después de comer, a la tertulia que se mantenía diariamente y, desde hacía muchos años, en el Café Manrique. La formaban habitualmente ocho, diez, doce contertulios, y aunque siempre acudían varios más, los fijos, fijos, eran Joaquín Parra, un comerciante de tejidos; Braulio Pérez, un constructor; Manuel Suárez, director de una sucursal bancaria; José Simarro, jefe de la oficina de Correos; Doroteo Cáceres, veterinario, y Aquilino Vargas, agente de seguros. Se podía decir de ellos que todos eran muy amigos entre sí, pero íntimos, lo que se dice unidos de verdad y desde niños, lo eran Braulio, José y Doroteo, cuya convivencia había ido desde siempre, e iba en la actualidad, mucho más allá de la citada reunión cafetera. Aquella tarde, como casi todas las tardes, menos chismorrear, cosa que nunca hacían, se había hablado de todo y de nada, y sin un tema concreto que abordar, se recurrió a la meteorología: -No sé cuándo se va a ir este maldito invierno, dijo Braulio. Estamos a finales de marzo y hace un frío que pela. -Dímelo a mí, apostilló Manuel, que duermo todavía con dos mantas y no apago la salamandra por la noche. -Bueno, es que tú eres más friolero que un pingüino, bromeó el veterinario. -Oye Doroteo: que sea la última vez que se te ocurre llamarme lo que me acabas de llamar, ni ninguna otra cosa, le cortó secamente Manuel. Tenme el respeto que me debes, porque muchas, demasiadas veces, te pasas de la raya y hay que cortarte. -Perdona Manolo, yo te he hablado en guasa, pero con ninguna intención de ofenderte. -Pues lo has hecho. Y te lo tolero por esta vez, pero que sea la última. Dicho esto, y con cara descompuesta, llamó a Pascual, el camarero, abonó su consumición y se marchó. En la tertulia se hizo un absoluto silencio durante un rato, hasta que tomó la palabra Aquilino para decir: -No acabo de explicarme lo que le acaba de ocurrir a este hombre. -Perdona que te interrumpa, dijo Joaquín, pero mejor es que en este momento no hablemos más del tema. Es hora de irse. Que cada cual saque sus propias conclusiones con calma, y démosle tiempo al tiempo. Y así lo hicieron. Marchó cada a uno a sus asuntos y, al día siguiente, la mayoría volvió al café como era de costumbre. Quien no lo hizo fue Manuel, por lo que nadie sacó a relucir lo sucedido. Cuando llegó su hora habitual iban a marcharse todos, pero en ese instante dijo José: -Braulio, Doroteo, ¿me permitís un momento que tengo que preguntaros una cosa? Los citados volvieron a tomar asiento, y aquél habló esto: -Lo que os quiero preguntar es vuestra opinión sobre lo sucedido ayer. Para mí, desde luego, fue algo insólito, increíble, tanto por la educación y la forma de ser de Manuel, como por el clima tan agradable y educado que siempre ha existido en nuestra tertulia. Si no estoy presente, y me lo cuentan, no lo creo. -Pues algo muy similar me ocurre a mí, que no llego a explicarme el porqué de la salida de tono tan desapropiada de nuestro común amigo. Yo no podía esperar nunca que Manuel te ofendiese de tal modo, Doroteo. Llevo conviviendo con ambos muchos años, y siempre su trato y el comportamiento, no sólo de vosotros y entre vosotros, sino con los demás, y mucho más aún con los que formamos el círculo de amigos al que me honro en pertenecer. No sé qué reacción tendrás Doroteo ante esa injuria, pero comprendería como justa, fuese cual fuese la postura que tomaras. Y en ese momento calló, tanto para tomar un nimio descanso en el desarrollo de su opinión, como para dejar que el tercero expusiese la suya. Entonces Doroteo, que hasta ese instante había permanecido lívido, como ido, con la mirada fija en el sueño, levantó la cabeza y, como en un susurro, dijo a sus dos compañeros: - Si las palabras y la forma de decirlas de Manuel hubiesen estado dirigidas a cualquier otro, yo las hubiese juzgado como graves, como desafortunadas y, desde luego, inusitadas en él. Pero iban dirigidas a mí, y no voy a perder ni un momento en tratar de averiguar la razón de su comportamiento para conmigo y en presencia de tanta gente, porque estoy seguro que no llegaría jamás a conseguir saber la causa que le conminó a proceder de ese modo. -Pero sí quiero deciros, prosiguió, que no logró su propósito. O sea, que no me ofendió porque, sencilla y llanamente, tanto él, como vosotros no lo podéis hacer, ya que aunque vuestra boca, o la suya, esté diciendo algo contra mí, si lo hace del modo y manera que él lo hizo, su corazón, o el vuestro, estaría sintiendo lo contrario. - Y por otra parte, y con esto quiero finalizar, sé que si yo me molestase por una cosa insignificante como la que hizo, sería completamente injusto, pues me debería acordar de las miles de ocasiones en las que me favoreció, me ayudó, me tendió su mano y consintió en ser mi amigo. Y todo esto no se puede olvidar fácilmente. Yo no puedo, ni quiero, seguir aquel dicho de: “hazme cien, fállame en uno, y no me has hecho ninguno”. Por eso hoy, o mañana, o cuando me encuentre de nuevo con él, le diré simplemente que me perdone por lo que hubiese podido agraviarle, y le rogaré que me siga distinguiendo con su amistad. Ramón Serrano G. Junio de 2015

viernes, 8 de mayo de 2015

Chaturanga

Una noche, cuando hacía rato que estaba intentando refugiarme en el velo de la reina Mab -ese precioso relato de Rubén Darío-, apareció ante mí un trebejo, bien asentado en un escaque de taracea, y, a su alrededor, varios compañeros suyos. Unos se me mostraban iguales y otros de distintas materias; cada cual asentado en su compartimento o casilla, unas idénticas y otras de diferente composición; y cada quien con su apariencia, unas disímiles y similares otras. Al verlos, creyendo haberme convertido en una liebre de marzo, le pregunté: -Oye, ¿quiénes sois? Y la figura con una gran seriedad, pero con el mayor respeto y amabilidad posibles, me contestó: -Somos cuerpos actores iguales a ti. O quizás, y mejor dicho, a vosotros los humanos. Parecería que fuéramos desemejantes, ya que tú y tus semejables obráis en el mundo, mientras que nosotros lo hacemos solamente en este campo llamado tablero. Vosotros desarrolláis vuestra vida humana y nosotros jugamos a un juego, que en su inicio se llamó chaturanga en la India y ahora se denomina ajedrez. Pero ambos, vuestro existir y nuestro ejercicio, tuvieron, tienen, y tendrán, una gran similitud. ¿Que no lo conoces? Pues te lo explico con el mayor agrado. -Como verás, continuó diciendo la pieza, estamos asentados cada uno en nuestra parcela, escaque, casilla o habitáculo, que muchas designaciones tienen. Cada cual tenemos nuestro nombre, del que nos sentimos orgullosos y estamos contentos con él. Somos diferentes, muchos iguales, y nuestro cuerpo es de madera, de barro, de metal o de vidrio. Y todos con nuestra categoría, oficio y desempeño, y, aunque la impronta que queda al vernos es de que la valía de unos es más importante que la de otros, pero siéndolo en efecto, todos somos necesarios en un momento dado, y unos más oportunos que otros, según las circunstancias. -Todos tenemos un único fin que es ayudar a nuestro ejército y a nuestro rey a vencer al enemigo, pero para eso debemos luchar, avanzando o retrocediendo, pero siempre con la idea de lograr la victoria. Es la ley del ajedrez, la ley de la selva, la ley del mundo: luchar para ganar, pero siempre cuidando de salvar celadas, destruir gambitos, derribar enroques, o eludir esperas. Procurar no ser absorbido, o aniquilado, sin haber conseguido antes realizar nuestra misión. Hemos de meditar mucho cada paso, cada lance, cada episodio, para que estos, una vez superados, sean un éxito, pero sabiendo que por muy grandes, o decisivos, que nos pareciesen, ellos solos no nos garantizarán nunca el triunfo final, ya que este, por el contrario, puede llegarle al adversario al menor descuido que se tenga, bien por una distracción, bien por un exceso de credibilidad. Hemos de tener constancia de que el triunfo no se alcanzará jamás sin haber construido con la suficiente solidez la estructura y la estrategia de nuestro ataque, de nuestra aventura, de toda nuestra existencia. -Somos sabedores de que los peones, los seres más humildes, pueden lograr la categoría de castellanos, caballeros, mitrados, e incluso la femenina majestad, siempre que sepan ascender hasta la octava fila, tras lo que, como queda dicho, les aparecerá la incertidumbre de en qué quieren convertirse, que no siempre el mayor cargo o rango es el más rentable o beneficioso, debiéndose tener en cuenta al hacer la elección, no únicamente las sinecuras y prebendas que el oficio otorga, sino también, y eso es mucho más importante, las obligaciones y responsabilidades que impone. -Quédame solo hablarte del desarrollo de la lucha. En ella, y para ella, no se han de escatimar esfuerzos ni sacrificios. Y se ha de tener la seguridad de que es muy valioso un jaque estratégico, pero también una oportuna retirada. Que se gana tanto ayudando, como dejándose ayudar y que ello, y bien demostrado está, no supone menoscabo de la propia valía. Que se ha de hacer un sabio planteamiento de qué, o cuánto, se debe entregar a cambio de lo que se quiere obtener, para no sacrificar o renunciar con ello más que a lo imprescindible. Que se ha de ser siempre un patricio, sabiendo que ello consiste en que, en el campo de batalla, un desgraciado muera por su causa antes de que tú mueras por la tuya. -Y esto implica, y muy mucho, que, cuando se accede a la lucha, se ha de tener conciencia de que la muerte está siempre al acecho y extremadamente cerca, por lo cual es muy fácil que cualquiera caiga para siempre. Mas, si esto sucediera, que ello sea en ayuda de algún compañero, o en beneficio de la causa. Esto tiene un nombre: heroicidad. Mejor dicho, lo tenía, porque los héroes, como los árboles, o como las buenas gentes, van desapareciendo, día a día, del universo mundo. -Eres joven, pero ya tienes edad para apreciar, y con esto acabo, el gran parecido que existe entre nuestro vivir y el vuestro; entre la manera y modo que tenéis, y que tenemos, de pelear por el triunfo y conseguirlo. De que no siempre el de mayor condición es el más beneficioso para lograr el éxito. Espero que así lo entiendas. A la mañana siguiente, al despertarme, creí que todas aquellas disquisiciones y retahílas que había escuchado durante esa noche habían sido una vana ilusión. O una complicada ensambladura que había montado mi mente. O que por mi cabeza había pasado algo similar a una figuración. Muchos años después, supe que no era así. Ramón Serrano G. Mayo de 2015

jueves, 23 de abril de 2015

La Fontaine

Es Jean de La Fontaine el autor de la frase: “En cada hombre hay, en realidad, tres: quien él cree que es, quien los demás creen que es, y quien es en realidad”. O sea, que la eseidad de un individuo está siempre valuada desde diferentes prismas, que cambiará en los dos primeros casos según quien esté ejerciendo de observador (un poco lo de aquella expresión “campoamoriana”:..todo es según del color del cristal con que se mira) y se mantendrá estable y auténtica en el tercero. Y en esto que es claro y palpable, parece ser que nos fijamos muy poco, o quizás nada. Y acudo a la cita del magnífico fabulista francés del siglo XVII, porque, si quisiéramos hablar con sensatez, reconoceríamos que una de las cosas mejores que podemos hacer las personas es refugiarnos en los escritos que, a lo largo de todos los tiempos, han tenido la gentileza de regalarnos autores de la más diversa patria, estilo y condición, ya que ellos nos han enseñado la mayor parte de cuanto sabemos y han venido a decirnos en muchas ocasiones cosas tan evidentes, tan manifiestas, que cualquiera las podría haber advertido y tomado conciencia de ellas, pero que, sin embargo, no han sido percibidas por los individuos hasta que el pensador de turno, el autor de cada momento, nos las ha puesto ante nuestros ojos a través de sus convincentes obras. Pongamos algunos ejemplos -pocos- que certifiquen lo que acabo de exponer. Así, Platón decía: No dejes crecer la hierba en el camino de la amistad. Y Cicerón: Los hombres son como los vinos: la edad pone agrios a los malos y mejora a los buenos. O Rabindranath Tagore: Convertid el árbol en leña y arderá para vosotros, pero ya no dará más flores ni frutos. Y citaré por último la frase de un autor anónimo, o cuyo nombre desconozco, que asegura que: los árboles no nos dejan ver el bosque. Como podrás observar, querido lector, cualquiera de estos hermosos, y más que evidentes, pensamientos, se nos podrían haber ocurrido a cualquier ciudadano de a pie, pero, sin embargo, no nos percatamos de esas tamañas verdades hasta que las hemos visto escritas. Pero yendo al tema que nos ocupa hoy, y dada la escasez de espacio disponible, ha de bastarnos en principio con recordar que cada quien somos creyentes de que nuestro yo está en posesión de un conjunto de virtudes y defectos (muchas de aquellas y pocos de estos) que conforman nuestro modo de ser. Somos de esa manera, ¿quién lo va a saber mejor que uno mismo?, lo que ocurre es que los demás no pueden apreciar las interioridades de cada cual. Eso es lo que piensa la mayoría de sí mismo, y aunque hay gente “pa tó”, según Rafael el Gallo, esa mayoría suele -solemos- magnificar nuestros dones y minimizar nuestras tachas. Aunque esto, sin ser bueno, no es lo peor que habitualmente le sucede a una gran cantidad de individuos, los cuales hacen muy pocos esfuerzos, o no se motivan en absoluto en mejorar lo que tienen de positivo y en limar, si no en su totalidad, sí al menos en gran parte sus deméritos. Y esas anomalías demostradoras de egotismo que suelen acaecer en la propia valoración, se producen también, y habitualmente, en el enjuiciamiento ajeno hacia otra persona. A veces, algunas veces, el veedor tiene razón, pero otras, piensa que sabe cuál es la personalidad del prójimo tan sólo por algunos detalles aislados, y eso hace que esté profundamente errado. Esa es una de las muchas causas que provocan esos yerros, que forjamos una idea de la manera de ser de alguien, sin detenernos lo suficiente en analizar sus obras y las causas por las que las ha llevado a cabo, quedando decir por último que otra razón, y quizás esta sea la peor, es que en nuestra evaluación nos dejamos llevar de modo exagerado por el grado de simpatía o rechazo que sintamos por él. Si hay empatía, todo serán loas, mientras que si le tenemos animosidad, todo serán diatribas. Nos queda sólo, entonces, la tercera posibilidad. Aquella en la que se muestra la verdadera eseidad de un individuo, vista esta objetiva y no subjetivamente. En ella se puede observar su auténtica forma de ser, que suele ser, a veces, muy distinta a la que parece indicar su manera de obrar en puntuales momentos. Recordemos a nuestro ínclito existencialista Ortega y Gasset, que dice: Yo soy yo y mi circunstancia. El tiempo, el lugar, el mundo que rodea a una persona y que le lleva a actuaciones muy diferentes a las que hubiese desarrollado un contexto distinto al que se encontraba en el momento de llevar a cabo sus obras. Aunque no se debe olvidar que esta perspectiva coyuntural, es utilizada a veces por algunas personas para justificar su comportamiento. Efectivamente, cada hombre es como es y no como dicen de él o como él dice ser. Y en esto, como en muchas otras ocasiones, y tanto si uno habla de sí mismo, como si es otro el que lo hace de él, se deberán seguir siempre las indicaciones de mi admirado Antonio Machado, cuando afirma: “¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”. Ramón Serrano G. Abril 2015

jueves, 9 de abril de 2015

Las potencias

“Es la voluntad de vivir lo que nos hace temer a la muerte”.- Schopenhauer. Aunque son sobradamente conocidas las tres potencias del alma, repitámoslas, aunque sea en un epítome, por aquello de que siempre puede que haya por ahí un desmemoriado, alguien abúlico, o algún inepto. La mayoría es plenamente sabedora de que aquellas son la memoria, el entendimiento y la voluntad, y que, gracias a ellas, el ser humano es capaz de hacer funcionar su intelecto con mayor o menor acierto, dependiendo esto, en muy alto grado, del modo cómo las utilice. Son, no lo olvidemos, y como distinguía el dominico Doctor Angélico, las facultades incorpóreas que todos poseemos. La primera de ellas, la memoria, es la que, aparentemente, nos resulta de más grande utilidad en el ejercicio de nuestras tareas cotidianas, ya que, por una auto anamnesis, solemos rememorar de fácil manera aquello que hicimos con anterioridad, y, sobre todo, si no lo hicimos bien y por ello sufrimos algún quebranto físico, o de cualquier otra clase. Pensemos en aquello de la letra con sangre entra. Y, pidiendo disculpas a quien pudiera darse por aludido, reafirmo lo antedicho de que sabemos aprender de lo hecho ayer, con aquel refrán que sentencia que: al burro y al cochino, una vez el camino. Con todo, la memoria, a la que alguien con algo de mala uva definió como el talento de los tontos, no es la primera que suele fallarnos, pero sí que es a la que antes echamos en falta y a la que, con mayor frecuencia culpamos de nuestro estar in albis, cuando de nuestro calendario se han arrancado muchas hojas. Parece, entonces, un artilugio al que no han pasado todas las revisiones precisas, y falla, y falla y falla, lo mismo que otras cosas duran, y duran, y duran. Pero los fallos, ya se sabe, tienen como peor condición su inoportunidad, ya que, como también se sabe, se producen siempre cuando más necesitamos de su ayuda, para llegar luego con retraso, como cualquier tren español de mediados del pasado siglo. El entendimiento es esa facultad con la que parece ser que se comprende y se razona, y de la que he oído decir, que algunos la tienen un poco desarrollada, muy pocos lo bastante, aunque me consta que la mayoría de los mortales la mantenemos en un grado de atrofia increíble. Tan es cierto lo dicho, que así nos ha ido y nos va como nos va. De modo lamentable. Para cerciorarse de ello, sólo hay que ver el comportamiento humano, desde in illo témpore hasta el día de hoy. Arraso tus tierras porque para eso soy más poderoso que tú; me otorgo el derecho de pernada, porque para eso soy conde; te asesino porque no crees en mi dios, o me hacen ministro porque he logrado un puñado de votos, aunque sea un imbécil del peor sitio de donde se puede ser tonto. ¿Que cuál es ese sitio? Pues, tras pedir disculpas al tener que rozar, por primera vez, eso sí, el terreno escatológico, he de decir que el lugar corporal donde se desarrolla su memez es el culo. Porque de la cabeza no, ya que, aunque sea poco, algunos la suelen utilizar de vez en cuando. De los cataplines tampoco, porque el folgar no se hace muy a menudo. Pero excretar sí que es un acto de práctica diaria, salvo que uno se vea muy afectado de estiptiquez. Nos queda la voluntad, que es, a mi pobre juicio, de las tres, la que más influye en nuestro comportamiento. Y para hablar de ella ¿qué mejor que aconsejar la lectura de La voluntad? Pues aun cuando se toma a veces como algo muy positivo (pensemos en la sobrevaloración de voluntarioso sobre abúlico) hay también muchos anárquicos, y, por último, Azorín nos muestra, en esta su primera novela de 1902, cómo existe una gran tendencia en las personas a buscar las soluciones fáciles, a la aceptación del propio ethos e incluso una pérdida de interés por el encanto de vivir y, llevadas por su gran timidez, el deseo pasar desapercibidas en muchas ocasiones. Buscando un algo que corrobore esa desgana, ese nonchalance, que acabo de decir, te sugiero querido amigo, que leas también, una vez más, la inconmensurable poesía “Adelfos” que Manuel Machado dedicó a Unamuno y que es para mí, sin duda alguna, la mejor de toda la obra del poeta sevillano. En ella, tras decirnos su procedencia, su actual estado: “…¡Que la vida se tome la pena de matarme, ya que yo no me tomo la pena de vivir!.., pasa a exponer luego sus limitadas aspiraciones, para acabar de esta forma tan maravillosa: “..Mi voluntad se ha muerto una noche de luna, en que era muy hermoso no pensar ni querer… De cuando en cuando un beso, sin ilusión ninguna. ¡El beso generoso que no he de devolver! Ramón Serrano G. Abril de 2015

viernes, 27 de marzo de 2015

El tranvía

Nunca consigo recordar como llegó hasta mí esta curiosa historia que narra cómo, en el primer tercio del siglo XX, y dentro del recinto de un antiquísimo convento de clausura asentado en los páramos de la vieja Castilla, estaba un tanto alterada la rutinaria vida de los casi cuarenta monjes que lo habitaban. Habitual, y monótonamente, esta convivencia transcurría pacíficamente del rezo al tajo y del tajo al rezo, con una no muy extensa visita nocturna a la celda y tres cortísimas al refectorio. Y no es que en esos días hubieran cambiado esas actividades, pero el pensamiento de los frailes no se apartaba un momento del dormitorio de fray Teodoro, el más viejo de todos ellos, y al que todos apreciaban grandemente, por su trato afable, la bondad de su ser y porque llevaba en el monasterio desde su infancia (había sido abandonado en el torno cuando contaba sólo unos días). Pero ahora el pobre, víctima de una fuerte pulmonía, estaba consumiendo sus últimas jornadas en este valle de lágrimas. Se le veía, los que le podía ver, muy desmazalado, y sólo le aliviaba un algo el bálsamo de estoraque, puesto que el de linaza limón y miel ya no le remediaba en nada su penosa situación. El prior tenía severamente prohibidas las visitas, tanto por un fuerte miedo al contagio, como porque ningún asunto terrenal podía alterar los modos y conductas monacales previamente establecidos, amén de las severas restricciones comunicativas impuestas por el código de la orden. Los monjes eran informados del estado de su compañero dos veces al día a través del hermano portero, antes de la misa matinal y después del rezo de Vísperas. Sin embargo, esa mañana la estricta regla del silencio había sido transgredida por casi todos para, con bisbiseos entrecortados, comentar que, en la tarde de ayer, el viejo cenobita había aprovechado la visita que diariamente le hacía el prior para decirle: -Padre, todos sabemos que la muerte está llamando a mi puerta, y no me importa porque son ya muchos los años que tengo y creo hallarme a bien con los preceptos de Nuestro Señor. Pero quisiera antes de irme con ella, y si es posible, conocer dos cosas que me han tenido intrigado toda la vida y que por prudencia, y por no faltar a las reglas monasteriales, no he querido tratar de saber nunca. Oí hablar de ellas cuando era casi un niño, y sólo supe que el uso o la cercanía de ambas, o de una y otro por separado, suponía siempre un grave riesgo para el hombre. - Y ¿cuáles son esas dos cosas que tan intrigado le tienen hermano? preguntó el abad. - Sólo se su nombre ya que desconozco por completo su naturaleza. Son, no se asombre, la mujer y el tranvía, pero le digo, padre, que dado que tengo plena certeza, por lo oído, del enorme peligro que entraña su cercanía y su trato, prefiero irme al otro mundo sin calmar mi curiosidad antes que poner en peligro mi alma. -Hermano, no le prometo nada en firme, pero sí que trataremos de atender su ruego hasta el punto que sea posible. Que pase una feliz noche. Y esa misma tarde, antes de Completas, reunió el prior a………. y tras exponerle la petición recibido les rogó consejo con la intención de satisfacerla en lo posible. Y al poco de dialogar, el hermano Jeremías, el bibliotecario, dijo: -Creo que ya tengo una solución, aunque sea a medias, pero todos sabemos que es imposible complacerle en sus dos peticiones. Podríamos hablar mañana con esa mujeruca que tiene un huertecillo junto al convento y ver si tuviese la amabilidad de visitarle un momento. -Pero si es una mujer con casi setenta años, algo coja y con menos dientes que un pollo, dijo fray Lorenzo, el encargado del refectorio, quien la conocía ya que la pobre regalaba con frecuencia patatas al monasterio. -Pues ya me dirá, hermano, qué otra cosa podemos hacer. Pronto todos dieron su aquiescencia dado que, a todas luces, era la solución más factible y sencilla. Al día siguiente el hermano Jeremías, acompañado de un lego, visitó a la buena mujer, y tras exponerle, a medias, la cuestión, logro la ansiada colaboración ya que ella se prestó de inmediato y de buena gana a la ejecución del favor. Y esa misma tarde se presentó en el convento ataviada con un pañuelo a la cabeza, una pelerina a los hombros, saya de percal y medias de lana. Tras ser recibida por el hermano portero, se unió a un grupo formado por el abad, el hermano Jeremías y el hermano , los cuales, a través de los pasillo claustrales llegaron hasta la celda del anciano enfermo. Adelantándose el prior, abrió la puerta del cuarto y con su mejor sonrisa dijo: -Hermano Teodoro, aunque como usted sabe, su petición era harto difícil de complacer, hemos conseguido, al menos, la mitad de lo demandado, así que antes de morir podrá darse la satisfacción de conocer, una de las dos cosas que anhelaba. Aquí la tiene. Y haciéndose a un lado, dio paso a los dos frailes los cuales, nada más entrar se pusieron a un lado junto a la pared y dejaron sola en el arco de la puerta a la pobre hortelana, que indecisa, pero siguiendo las indicaciones de los frailes, avanzó un poco hasta el interior de la celda. Dio un: -Buenas tardes, inaudible y quedose parada. Entonces el enfermó observándola fijamente, se incorporó un algo, se restregó varias veces los párpados, miró alternativa y repetidamente a los monjes y a la mujer, para después, tras juntar las manos, cruzar los dedos y levantar los ojos al techo, se dejó caer en el camastro y exclamó con todo el sentimiento de su alma: -Gracias Dios mío. Ya no me muero sin haber visto un tranvía. Ramón Serrano G.