viernes, 13 de enero de 2012

El orbayu (1)

El orbayu (I)
Ramón Serrano G.

De hecho, sólo con verla, por su belleza física, su porte y sus modos, intuyó que debía ser una mujer extraordinaria. Le superaría algo en edad (que ya habría saltado los cuarenta), pero se dijo que ese no es un dato a tener siempre en cuenta en las mujeres, y que tratar de adivinarlo es tan difícil como encontrarse con un amigo en Tokio sin haber concertado antes una cita. Había venido al hotel un día después que él, la conoció de inmediato al coincidir ambos en recepción a su llegada y tratar de ayudarla con el equipaje de mano. Ella le agradeció el detalle con una sonrisa y ya no se volvieron a ver hasta la cena, en el comedor, donde ocuparon mesas vecinas. Entre ambos sólo hubo un escueto y correcto “Buenas noches” al llegar, y algo similar al despedirse. A la mañana siguiente coincidieron de nuevo en el desayuno, y no habiendo en ese momento más clientes, tras preguntarle si estaba solo, le invitó a compartir su mesa. Aceptó él de muy buen grado y comenzaron una desenfadada y distendida charla tras las obligadas auto presentaciones:
-Hola, soy Andrea.
-Yo, Alberto.
Y cada uno hizo un breve currículum de sí mismo. La mujer, dijo haber enviudado a los treinta, ser oriunda de Ávila, vivir sola en Madrid y tener una hija casada, hacía un año, con un catedrático de La Sorbona. Había venido a distraerse un poco, puesto que, en unas semanas, marcharía a París donde estaría un par de meses, hasta finalizar agosto, ayudando a su hija que le iba a dar su primer nieto. Vivía bien, sin problemas, pero, sin saber por qué, no era feliz.
Él manifestó que era soltero y, entre vergonzosa y orgullosamente, que acababa de ser cuarentón. Que después de terminar su carrera de economista, había llegado a desempeñar el cargo de sub-director de una muy conocida multinacional de informática. Pero que, a principios de este mismo año, sufrió una cardiopatía isquémica por lo que le dieron la invalidez permanente. También residía en Madrid y se había venido a Llanes para mentalizarse un poco de cómo sería su nueva vida de inactividad laboral. Y que había escogido el hotel por los consejos de un compañero de trabajo, mejor dicho un ex compañero, que era llanisco.
El día apuntaba bueno, a pesar de ser junio y estar en el Principado. Ni una nube cubría la Sierra de Cuera y el sol empezaba a calentar un poquito. Decidieron salir a dar un paseo por la villa, y hablando de mil cosas, Andrea, muy lanzada, le preguntó:
-¿Tienes algún plan especial para los días que estés aquí?
-No, respondió Alberto. Así que, si me lo permites y eres capaz de aguantarme como compañero, te seguiré encantado a donde vayas.
- Pues soldado. Desde este instante queda a mis órdenes.
- ¡Señor, sí señor! bromeo él.
Y en esas se les fue la mañana. Se pasaron por la oficina de turismo, instalada en un magnífico torreón del siglo XIII, junto a la extensa y bien conservada muralla, para que les informasen de lugares y sitios dignos de visitar. Luego, y antes de regresar al hotel, se fueron a un chigre para tomar un culín de sidra de buen “palu” y unas “andaricas”.
-Si te parece, propuso ella, nos vamos a marcar un plan a seguir, dependiendo por supuesto de que nos apetezca cumplirlo, y del tiempo. Tras el desayuno, cogeremos mi coche y nos iremos a conocer lugares y paisajes de la comarca, que deben ser una preciosidad. Si se tercia, comemos por ahí y luego regresamos al hotel. Entonces, tiempo libre, y a eso de las ocho salimos a dar un paseo y tomar algo en alguna terraza.
Así lo hicieron, y esa misma tarde volvieron a patear el pueblo. Tomaron un café en el casino, un precioso edificio modernista que a principios del siglo XX construyeron los indianos en el en el centro de la villa. Luego visitaron la basílica de Santa María de Conceyu, gótica, de la segunda mitad del XV, aunque su fachada occidental posee características románicas. Frente a ella, la Casa de Cultura, sita en el Palacio de Posada Herrera, y el palacio de Gastañaga, del siglo XV. Por todo eso y por otras muchas cosas comprobaron que Llanes era un lugar fantástico, idea que corroboraron después cuando anduvieron por el paseo de San Pedro, construido en 1847, y desde el que se aprecian unas maravillosas vistas de la villa hacia un lado, y de la playa y el mar al otro.
Cenaron pronto y luego hicieron una larga, muy larga, tertulia en la terraza del hotel donde se alojaban, el Sablón, un sitio coqueto, entrañable y volcado sobre el Cantábrico. Y en esa prolongada charla hablaron de muchas, muchas cosas, pero por sus cabezas empezaron a pasar muchas, muchas, y muy diferentes ideas y sensaciones, como si el aire comenzase a soplar para cada uno, desde distinto origen y hacia diferente lado.
En las siguientes jornadas cumplieron fielmente el plan trazado. Sin prisas, y a su aire, tras el desayuno, cogían el coche de Andrea, un Audi 4 recién estrenado, y se iban a recorrer los contornos. El martes fueron hacia el oeste, hasta Villaviciosa, para regresar por Lastres, Colunga y llegar a Ribadesella, donde comieron en “El Repollu” una crema de “pedreru”, “arbeyos” con jamón y un excelente pescado comprado en la Rula. Regresaron al hotel y se despidieron hasta la hora de la cena.
El miércoles decidieron, con gran acierto, hacer la ruta del Cares, y comprobaron que, si se la conoce como “la Garganta divina”, no es por capricho, ni casualidad, que pocos lugares hay en España con mayor belleza que este, en el que, por una senda de poco más de un metro de ancha, prácticamente llana, cuidada, y cómoda, se recorre el desfiladero por el que discurre ese río. Haciéndose lenguas del espléndido paisaje que acababan de ver, y antes de regresar a la antigua Puebla de Aguilar, visitaron algunas de sus casi treinta playas, como las de Barru, Gulpiyuri, San Antolín o Torimbia, y en ellas estuvieron conversando bastante rato bajo un sol casi veraniego, que era una delicia.

Enero de 2012
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 13 de enero de 2012