miércoles, 24 de febrero de 2016

El alma satisfecha

Para M. J. y E. No suele ser lo más habitual para mí que, al finalizar algunas jornadas, llegue un momento en el que mi alma, si no exultante, que eso rayaría en lo imposible, sí que haya alcanzado un grado de satisfacción que me colme de felicidad, puesto que lo común es que, últimamente, me encuentre a diario en un estado anímico saturnino o maganto. Pero de vez en cuando -y he de decir que muy de vez en cuando para mi pesar - consigue producirse lo antedicho al principio. Los hombres, dependiendo de su idiosincrasia, de su puntual situación laboral, económica o familiar, o de lo que les haya podido suceder a lo largo de cada jornada, se encuentran de un humor muy, muy diferente al acabar la misma. Los problemas, los aciertos, la salud, la rutina y una interminable lista de condicionamientos hace que un día u otro su estado de ánimo sea distinto, incluso de manera ostensible. Sin embargo, a mí la mayoría de los días a estas alturas de mi vida y pese a que creo tener un carácter alegre y extrovertido, me suele “doler la cabeza” la mayoría de las fechas, y lo acostumbra a hacer, no ya tanto en el sentido literal de padecer una jaqueca de mayor o menor grado, y sí en el de estar en las condiciones que he apuntado anteriormente. Por eso hace un tiempo, cuando esporádicamente me acaecía lo contrario, me volvía tarumba pensando cuales podían haber sido las causas que me habían llevado a esa feliz disposición. De inmediato, comprobaba que no había hecho ejercicio físico, ni comido picante o chocolate, no estaba enamorado, ni había tenido un orgasmo (situaciones estas, o actuaciones, con las que habitualmente se suelen liberar endorfinas, esos opiáceos naturales con los que nuestro cuerpo se hace diseñador y artífice de métodos para aliviar el estrés y aumentar el placer) .Y pese a ello, la calma, el bienestar, el buen humor o la emoción placentera habíanse asentado en mi ánima. Entonces, ¿qué había ocurrido o qué me está sucediendo ahora, aunque repito que muy de vez en cuando, para que yo esté contento o al menos complacido esporádicamente? Y dispuesto a hallar la solución de tan dificultoso entresijo, me he puesto a pensar (tarea esta poco usual entre los hombres en la actualidad), y tras minuciosas comprobaciones de mi comportamiento, incluso de actitudes que podrían parecer más insustanciales o anodinas, he conseguido hallar los orígenes de esas gratificantes circunstancias. De principio he querido saber, así sin más, el porqué de aquello, pero enseguida me he dado cuenta de que estaba equivocado y que debía meditarlo despacicamente para llegar a alcanzar la verdad. Pensé que en esos días de fortuna había tenido éxito por haber dado brochazo a todo cuanto me hubiese sucedido con anterioridad y en especial a lo inameno o fastidioso. Pero vi de inmediato que no había sido así ya que, recordando que Kierkegaard, el filósofo danés, decía que la vida sólo se puede comprender mirando hacia atrás, y que sólo se puede vivir mirando hacia adelante, lo que había hecho era traer a mi magín seres y tiempos muy queridos a veces y odiados otras, pero siempre entrañables y enseñadores por los más diversos motivos. También deduje que había tenido la misma gratificante cosecha vespertina en todas aquellas jornadas en las que había abierto a los amigos las ventanas de mi alma y por ellas había dejado llegar hasta mis adentros el aire fresco y renovador de sus opiniones y sus consejos, y mis entendederas se habían preñado con sus decires, sabios y doctos unos por su saber, y sustanciosos y con enjundia otros, por sus muchos años de arraigamiento. Que me hallaba muy a gusto, si a lo largo de sus horas matinales o vespertinas, “había mojado una sopa” en alguno de mis libros, ya fuera por aprendizaje, comprobación o divertimento, puesto que ellos, los textos, siempre me han dado todo lo bueno que saben guardar en sus entrañas, y lamento, ¡tonto de mí!, que no acudo más reiteradamente a su venero, a su fuente de enseñamiento y disfrute, gratuita, gratificante e inacabable. Que siento una satisfacción inmensa si algún rato he venido a dialogar conmigo mismo, y sin poder auto engañarme, que de tontos sería el intentarlo siquiera, repasando si ejecuté, o no, bien mis deberes, si tuve valentía para afrontar, e incluso superar, algún difícil reto, o si, por el contrario, me amilané ante la dificultad o los problemas. Trato de convencerme a mí mismo de que no soy juez y parte en la valoración de mis propios actos, para después, hacer propósito de enmienda si fuere menester e imponerme nuevas obligaciones y tareas de mayor o menor magnitud o enjundia. Y pese a tener comprobado casi hasta la saciedad, que haciendo durante los a veces largos días alguna de estas labores mi alma se encuentra completamente satisfecha, acostumbran a ser estos los menos, que los más los vengo a tener ocupados en ayes y lamentaciones, absurdas, baldías y, lo que es peor aún, dañosas para mi ya cansado espíritu. Pero es sabido que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y lo que es mucho peor aún: es el único animal que lo hace sabiendo que es la misma piedra. Ramón Serrano G. Febrero 2016

El gran error ( y II )

El sabio griego Solón dijo: Los dioses han creado dos cosas perfectas, la mujer y las flores. Continúo mi escrito para expresar que la mujer, que ha tenido, tiene, y tendrá unos valores, si no superiores, sí tan cualificados y valiosos como los del hombre, ha luchado por recuperar el concepto que de ella ha tenido el género masculino, aunque mejor dicho estaría, no por recuperar, ya que esto significa volver a adquirir lo que antes se tenía, sino por conseguir algo que, después de usurpárselo, se le había negado ancestralmente hasta términos insospechados. Recordemos tan sólo aquello de: “la mujer, la pata quebrada y en casa”, frase de expresión machista donde las haya. Si alguien pudiera pensar que esto que vengo hoy a publicar es una galantería o gentileza, debe saber que está en craso error, que lo digo porque lo siento, aunque todos sabemos que estas actitudes suelen estar, por desgracia ya, en un arraigado desuso. Lo que estoy haciendo, o intentando hacer es, simplemente, la más llana de las justicias. Pero bastándome ya lo hablado de términos en los que la fémina puede equiparase al varón, o incluso superarlo, quiero hacerlo de facetas en las que es, simple y llanamente, única en toda la faz de la Tierra, queriendo dejar constancia de que, para valorarla en justicia, no se debe buscar una determinada virtud sino el conjunto, porque puede que una determinada persona tenga más desarrollada que otra aquella o esta cualidad. Entonces resaltaré algunas de sus excelencias, aunque muy pocas, porque si no este escrito sería inacabable. Y así quiero decir, apoyándome en algo que tengo oído en no sé dónde, o leído en no sé qué sitio, que el atractivo de unos labios, más que en su rojez o sinuosidad, puede hallarse en las palabras pronunciadas, y si acaso una de esas palabras es el nombre de un hombre, este considera que está en el paraíso. Que unos ojos pueden ser preciosos si están acostumbrados a ver el lado bueno de las personas y las cosas, y que esos ojos no son sino las ventanas de su corazón, un lugar donde reside el amor en todas sus acepciones. Que una lágrima caída de esos ojos es la más poderosa fuerza hidráulica que en el mundo existe. O que cada mujer tiene dos manos, una para sus propios servicios y la otra para ayudar al prójimo. Así podría seguir detallando, o describiendo, todos y cada uno de sus innumerables atributos, pero me contentaré con expresar que, sin lugar a dudas, la más importante de todas sus cualidades es que su belleza, esa indescriptible e infinita hermosura que le es propia y exclusiva, crece y crece más y más, con el paso de los años. Todos, usted y yo, las hemos podido ver de esa manera y las estamos viendo continuamente y en todo lugar, aunque otra cosa sea que queramos, o no, sepamos, o no, reconocerlo y declararlo. Y para reafirmación de esa lista de perfecciones, que aunque tuviese miles y miles de calificativos siempre sería exigua, podemos hacernos una idea, si rememoramos tan sólo a Judit, Salomé, Teresa de Calcuta. Isabel la Católica, Marie Curie, Juana de Arco, Gabriela Mistral o Frida Khalo. Cito a estas como figuras conocidas por todo el mundo, pero podría hacerlo con el mismo valor y con los mismos merecimientos que las citadas, con todas aquellas otras mujeres que, ignoradas siempre y siempre poco valoradas, en los fogones y en los campos, en los talleres y en las oficinas, en el día a día, con fríos o chicharreras, han sabido ganarse su pan a conciencia y, al mismo tiempo, formar y mantener una familia, cuidar y educar a los hijos, etc., etc., etc. Visto todo esto vemos y sabemos, pues está suficientemente demostrado, que a la mujer se la puede amar, consolar, ayudar, admirar, envidiar, y siendo acérrimos u obtusos, vituperarla o no concederle su verdadera valía. Tan sólo, al decir de Oscar Wilde, hay una acción completamente imposible ante las mujeres, ya que no fueron hechas para ello: comprenderlas. Hoy en día la humanidad puede congratularse de haber vencido, dominado, paliado (y añádanse aquí cuantos participios nos vengan en gana), totalmente en ocasiones, y muy ampliamente en otras, un gran número de desastres, enfermedades y situaciones catastróficas de la más diversa entidad. Sin embargo, y pese a ello, sabemos que la vida en nuestro planeta está seriamente amenazada por bastantes problemas, algunos de ellos de muchísima entidad y de difícil solución. Il n’y a pas de problème. Los hombres trabajarán arduamente para su solución, triunfarán y el mundo será un lugar habitable y acogedor. Y todo esto se logrará, seguro estoy de ello, porque la mujer se hallará detrás, para dar ideas y consejos, curar heridas, levantar ánimos y conceder un beso a los triunfadores. MUJER, plenamente convencido de tu gran valía, satisfecho de vivir a tu lado y agradecido a tu manera de obrar, me descubro ante ti. Ramón Serrano G. Enero 2016

El gran error (I)

Para Cristina, Sara y María, tres mujeres maravillosas. “A veces se puede vivir con una mujer, pero nunca se puede vivir sin una mujer” Proverbio egipcio. De todas las grandes estupideces que he cometido en mi vida y, que, si sigo viviendo algún tiempo, he de seguir cometiendo ¡y esto es lo peor!, no sería la menor que viniese aquí a hacer un panegírico a favor de la mujer, cosa que ella merece sin duda y que me apetece enormemente, pero que sería inadecuado, dado que no poseo, en modo alguno, la capacidad necesaria para pregonar todos los dones y atributos de los que pueden hacer gala las féminas. Ni siquiera de la milésima parte de ellos. ¿Qué pretendo entonces con este escrito? Pues solamente decir, pregonar estaría mejor dicho aunque en pocos sitios se me escuche, que se incurre en un gran error al afirmar que la mujer ha luchado desesperada e increíblemente por equipararse al hombre, y que este, cediendo de sus derechos contraídos a los largo de los siglos, ha consentido en la igualdad. Todo ello parece ser muy cierto, ya que sabemos que de ese modo ha sucedido, pero también es totalmente falto de razón, ya que la mujer desde su aparición en la Tierra, ha tenido, tiene y tendrá, las mismas facultades y derechos que el hombre. Como mínimo. Y no es que se los concediesen, no, es que ella los recuperó puesto que se los habían arrebatado, aunque desde siempre tuviese el mayor derecho a su reconocimiento y disfrute. Y ahora todos, salvo algún pobre misógino que ande por ahí desjuiciado, somos plenamente sabedores (aunque en demasiadas ocasiones nos neguemos a reconocerlo públicamente) que uno de los más valiosos tesoros que se puede encontrar en este planeta es la mujer. Sí, han leído bien aunque yo lo haya escrito mal, pues he debido poner: la MUJER. Así, en mayúsculas, que es el modo correcto de escribir algo cuando esto tiene una grandeza superior a la de su especie. Y ella la tiene, por lo que quiero expresar rotundamente que estoy empleando el término grandeza no en el sentido de amplitud o vastedad, sino en el de su mesmedad y su comportamiento. Comprendo, como dije con anterioridad, que sería ilógico que viniese yo, aquí y ahora, a querer hacer un panegírico del sexo femenino, cosa esta que se ha venido haciendo, y muy bien por cierto, por gran cantidad de artistas y sabios de cualquier tema, condición y época. Escultores, pintores, escritores, filósofos, músicos, historiadores, etc., han ido dejando, afortunadamente, constancia inequívoca e indeleble del altísimo valor de la fémina. Con una extensa gama de virtudes y valores, reflejada y refrendada por todos desde el inicio de los tiempos hasta estos nuestros días, aunque a veces haya tenido, como nuestro Guadiana, desapariciones. De su abnegación, heroicidad, sabiduría, tenacidad, dulzura, y un sinfín más de adjetivos laudatorios que podríamos aplicar a su condición, se ha dado muestra sin tasa. Y sin embargo, desde la más remota antigüedad, se le ha llamado sexo débil, aunque el hacerlo, según palabras del gran político y pensador indio Mahatma Gandhi, eso es una calumnia, es la injusticia del hombre hacia la mujer. Si por fuerza se entiende la fuerza bruta, entonces, en verdad, la mujer es menos brutal que el hombre. Si por fuerza se entiende el poder moral, entonces la mujer es inmensamente superior a él. Y el silenciarlo, el no querer dar notorio testimonio de ello, ha sido, posiblemente, el mayor error cometido por la especie humana a lo largo de estos últimos siglos, y mira que los ha tenido y gordos. Hagamos, para corroborar esto, y por algún motivo más, un ligero recorrido por el pasado de la humanidad. Para afianzar este razonamiento podría acudir a la Historia y hablar del matriarcado, de la matrilinealidad o la matrilocalidad, pero ni tengo el espacio suficiente, ni quiero meterme en si están, o no, suficientemente claros los desarrollos históricos de estas ideas. Pero lo que sí es diáfano es que, a lo largo del tiempo, las gentes han cometido grandes equívocos, a veces obligadas por la necesidad, a veces por no haber sabido encontrar una solución mejor a sus problemas, y a veces, simplemente, por desidia o abandono. Sobre todos estos yerros se ha escrito mucho y bien, aunque a veces no tan bien, ya que muchas descripciones de lo sucedido no eran en sí una exposición imparcial de los hechos, sino un torpe intento de justificar lo errado. Pese a ello, y consciente de que mi opinión es una futesa, quisiera destacar cuál es a mi juicio uno de los grandes desaciertos, si no el de mayores dimensiones, que ha cometido la humanidad: no dar a las féminas la capacidad de obrar que merecían y postergarlas, privándolas de derechos y atribuciones. Pero dado que no es ese el tema que nos ocupa, hablemos, aunque sea someramente, de esa lucha de la mujer por conseguir los derechos del varón. De entre todos, sin duda, es el siglo XIX un período muy importante (quizás el que más) en el acontecer histórico de la sociedad occidental, ya que en él se producen importantes mutaciones en el trabajo extra doméstico, en las leyes, en la educación y en los hábitos de las gentes. En él se empezaron a crear y adoptar normas, y se iniciaron usanzas legales, que en realidad no eran tan sólo una homologación con el hombre, sino la eliminación de un rebajamiento enorme e increíble que ellas habían sufrido desde el inicio de los tiempos frente a él. Ramón Serrano G. Enero 2016