martes, 20 de diciembre de 2011

Sonidos y ruidos

Sonidos y ruidos
Ramón Serrano G.

Casi todos los días, casi todos nosotros, esperamos, aún sin darnos cuenta, poder escuchar algún determinado sonido que “venga a alegrarnos las pajarillas”. O sea, que pueda satisfacer nuestra alma al recordar, o percatarnos, de sones con los que antes (hoy en día, por desgracia, ya casi no se escuchan) nos veníamos arriba en nuestros quehaceres y actividades. Aunque hay que reconocer que también existen ruidos que nos irritan y nos ponen de un “yogur” que no veas. Pero de estos hablaremos sólo un poco.
Conviene aclarar que a esas “músicas” del pasado las evocamos no en la condición consustancial de lo que oímos, sino en el sentido subjetivo, es decir, en lo qué y cómo nos atañe, que no todo es siempre igual para todos. Pues es cierto que ciertas cosas siempre nos agradan, pero también lo es que, eso mismo, a otro les disgustan y encocoran. Qué curioso observar cómo nuestra mente cataloga y adjetiva los hechos que nos afectan, pero no siempre como son en realidad, sino de la manera que le atañen y/o le placen.
Ignoro la causa que íntimamente nos regocija, pero puedo asegurar que yo, y creo poder decir lo mismo de una gran mayoría, lo hemos sentido en muchas ocasiones. Quiero decir bien alto que me gusta evocar recuerdos de melodías, porque eran eso melodías, que escuchábamos en el acontecer diario, provocadas, simple y llanamente, por el hacer de la gente. Como tengo que expresar que hay igualmente muchas otras cosas que despiertan nuestro gozo: ciertos olores, vistas de tierras o rincones y lugares de nuestra infancia, o determinados objetos. Bastantes por fortuna. Pero hoy quiero aludir únicamente a los sonidos y a los ruidos, dejando al margen las sensaciones percibidas por otros sentidos.
Puede que alguien piense que esto sólo son evocaciones caducas. Lo sé y lo admito. Pero no me digan si no era mucho más agradable escuchar por la noche a un hombre, que vendría con seguridad de rondar a la novia o de echar de comer a sus animales, acercarse primero, pasar ante nuestra ventana y alejarse después, cantando una copla sencilla, del pueblo, con una voz profunda y seria, que, sentado en tu cuarto de estar o tumbado en tu alcoba, dar un respingo al paso de un cupé tuneado y sin silenciador, con las ventanillas bajadas y el equipo de música funcionando a todo volumen.
Por eso, y por muchas causas que no vienen al caso, con reiterada frecuencia traigo la remembranza a mi memoria de personajes y escenas, de otros tiempos, cuya entrañable y suave algarabía estaba repleta de cadencias. Por estos, y por otros motivos que puedan suponerse, rememoro a menudo escenas vividas hace mucho y que siempre alegraban mi espíritu al hacerlo. Por eso mismo, y por querer conseguir un bienestar que ya suele faltarme, me paso horas diciéndome a mí mismo que aún puedo oír de nuevo alguna de aquellas cantinelas. Por eso, y porque en ocasiones consigo convencerme de haberlo conseguido, y entonces soy feliz. Por eso, quizás sólo por eso, bastantes, aunque nunca demasiadas, veces pienso en:
El repicar de la campana que llegaba hasta la celda del monje convocándole a maitines, o la llamada del almuédano al muslim para la azalá del fajr; la salida del pastor de su duermevela con el tintineo de las esquilas; el griterío bullicioso que el paseante oye salir del patio de un colegio en la hora del recreo; el pasar ante la fragua y sentir el acompasado y sonoro golpeo del martillo sobre el yunque, cosa esta que fue origen, sin duda, de uno de los más sentidos palos del flamenco. En algunos lugares, el turullo o la trompa del porquero para que en las casas se diera suelta al cochino, y habiéndose formado la piara, llevársela a pastar a algún encinar cercano. El saber de la cercanía del afilador al percatarse de los sones de su chiflo, al que aquél sacaba con primor sus tonalidades alternativamente, de graves a agudas y viceversa. E incluso para el preso, tiempo ha por fortuna de esto, el runruneo de la rata que percibía cuando ella acudía diariamente hasta su banqueta para compartir con él, y por su caridad, un poco de su escaso condumio, sabiendo el roedor que mientras lo rustía, había de soportar unas consideraciones que el recluso tan sólo podía dirigirle a él, dada la soledad de su celda. Eso eran sonidos.
Ahora sólo se escuchan ruidos. Barullos, voces, jaleos y estridores, provenientes de la calle, de la radio, de la tele, o de tantos otros sitios, que te irritan profusa y hondamente desde que por la mañana te tiras del petate hasta que por la noche, cansado del trabajo y de tantas otras cosas, vuelves a tu cribete, intentando casi inútilmente conciliar el sueño y conseguir un merecido descanso.
Son demasiados ruidos. Te despierta la alarma que lleva incorporada el teléfono móvil; te aturde el estridente claxon de un automovilista que apremia al que tiene delante al observar que se ha abierto el semáforo; te pone la cabeza como un bombo el monótono zumbido del aparato de aire acondicionado que un vecino ha instalado sin permiso en el patio de la comunidad, o te exaspera el inmisericorde tableteo del martillo neumático con el que un obrero municipal abre una zanja, profunda y larga, en la acera de nuestra calle. Esos, y otros muchos bochinches y estridores que suelen producirse en muchas situaciones que me callo, se oyen ahora lamentablemente.
Y es que antes, por fortuna, había sonidos. Ahora, para nuestro pesar, hay ruidos. ¡Qué le vamos a hacer!

Diciembre de 2011

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de diciembre de 2011