jueves, 8 de mayo de 2014

Era suficiente

Para Bernabé Blanco, una gran persona. Hoy suele ser ya mi escape forzoso, la forma de evadirme de algunos pensamientos actuales o de temores futuros, por lo que, por ello, suelo andar siempre evocando pretéritos, saciándome con el recuerdo, ya que, repito, no puedo, o no sé, alimentarme con el presente y del mañana. A qué hablar. Antes mi magín, como el de otras muchas gentes, saciábase por otros medios cuando se hallaba fuera del machaconeo del trabajo. Pero hoy, ya digo, todo es de distinta manera. A la fuerza ahorcan. Antiguamente volaba nuestra mente hacia lugares, inanes quizás, y se ocupaba de ¿minuciosidades? No sé si calificarlas así, pero sabíamos, a ciencia y a conciencia, el color de la portada de la casa de Dª. Clara; o que el perro de Eulogio, el mayoral de los Gándaras, era cojo porque, en un descuido, lo había pisado la mula Chusca; o el garzo de los ojos y el pelo rútilo de Andrea, la criada húngara del veterinario, la cual, junto a su madre Katalin, una mujer seca, pero buena y eficiente, habían llegado a estas tierras en busca de su padre que era miembro de de las Brigadas Extranjeras - ¿o se llamaban Internacionales?-, pero al que no llegaron a volver a ver, ya que una bala perdida había terminado con él en algún frente, por lo que ambas hubieron de estarse para siempre en busca del sustento, en un país que les era ajeno, aunque les diera buena acogida. Los muchachos abandonaban pronto la escuela, la mayoría de las veces sin agrado, y siempre para hincharse a trabajar, sin miseria, sin reloj y casi sin paga, o, al menos, siendo esta bien escasa. Por tanto, su cultura tenía, casi siempre, unos orígenes más populares que académicos. Aprendían del decir de los mayores y conocían lugares o palabras de oídas, o sacadas de los refranes que eran el mayor exponente del saber de muchos, los cuales, como buenos Sanchos, solían soltarlos muchas veces cogidos por los pelos, aunque todos resultaban verdaderos, pues eran sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas. Y, con frecuencia, se sacaba a colación aquello de: “Cuando amanece, para todos amanece”; “A Dios rogando y con el mazo dando”; “Más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la ajena”; “Un gato bien puede mirar a su rey”, y muchos otros más que pudiera traer a colación. Con los números ocurría algo similar. Hoy sabemos que para los chinos (han venido hasta aquí tantos) el 4 es nefasto mientras que el 8 es maravilloso. Pero entonces, aunque se desconocían los motivos, a cada cual se le tenía asignada una relación inseparable y, a veces, personal. El 1 para Luis Miguel, el torero donjuán que así se había autocalificado; el 2 por cualquiera de aquellas parejas famosas; el 3 por tantos y tantos motivos; el 5 por los dedos; el 7, cifra exasperante donde las hubiera, que indefectiblemente me llevaba a pensar en unos enanitos cuyos nombres nunca conseguí aprenderme; el 15 por la belleza de la muchacha; el 56, una cifra desmesurada y que coincidía, ¿sería posible tanta supervivencia por aquellos entonces?, con los años de mi abuela Apolonia. Y por hablar de números inusitados y extravagantes, citaré el áureo, el irracional o el cósico, aunque de estos, como de algunos otros, tan solo puedo decir que creo que hay alguien que sabe lo que son. Por supuesto que yo no tengo, ni nadie tenía por aquellos entonces, la más pajolera idea. La economía también aparecía como escasa, pero poco intrincada. Se deslomaban para que la cosecha de cebada diera a veinte; poder sacar una arroba de vino con veintiún kilos; sin importarles si aquella era cornicabra, picual o arbequina, recordaban siempre que quien coge la aceituna antes de Navidad, se deja mucho aceite en el olivar. Y por otro lado, se hacían equilibrios increíbles para poder echarle algo de tocino al puchero, al menos una vez a la semana, o cada quince días. De geografía, solo un apunte, suficientemente esclarecedor. Estando trabajando en las viñas, un hijo le pregunta al padre: -Dígame usted, padre: ¿qué está más largo Sevilla o la Luna? -Eso es muy fácil saberlo, ¿tú ves Sevilla? Pero eso era antes. Hoy, para lo bueno, y para lo malo, todos tenemos que saber, o al menos parecer que lo sabemos, el índice de precios de consumo; el número de parados; la prima de riesgo; o si la ex novia de un futbolista de tres al cuarto está liada ahora con el guitarrista de los “Chabukeros rock”. Hoy, para lo bueno y para lo malo, todos sabemos más de todo, aunque la mayoría sepamos muy poco de algo. Por eso, y sin querer meterme en disquisiciones de gran hondura, y por un motivo quizás letárgico, recuerdo con frecuencia y alegremente que el saber de aquellas gentes de antaño, era poco, pero era lo suficiente. Ramón Serrano G. Mayo de 2014

Opiaceo

Para Juan F. Aguado Olmedo, con la satisfacción de haber sido, y seguir siendo, buen amigo suyo. Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado un amigo que espera.- Proverbio hindú Indudablemente, si existe en esta vida un mundo que de verdad sea atrayente, sugestivo, cautivador y que no tenga comparación posible con cualquier otro, ese es el mundo de la lectura. Al menos, a mí así me lo parece. Claro, que igual puede decirlo del suyo aquél que sea aficionado a la música, a la tauromaquia o a la cría y al cuidado del ganado caballar. Pero yo declaro abiertamente que es mi pasión favorita, manifestando y pidiendo que al hacer esta profesión de fe, no se vea en ella pedantería o presunción alguna, sino una simple declaración de aficiones. Quizás, eso sí, con una pequeña intención mistagógica, innecesaria por otra parte, ya que quien tiene aguante para perder un rato ante estas pobres líneas mías ya demuestra tener gran afición a la lectura y no necesita que le animen a ella. De cualquier forma, repito, vengo a hacer encomio de mis gustos, y repito, sin cotejar estos con otros (por aquello de las comparaciones, el odio, etc.) declarando abiertamente que mi testimonio no es para nada objetivo y anteponiendo de nuevo, y siempre, aquello de que cada cual puede y debe tener sus aficiones, y, además, estimando que todas son dignas y plausibles porque todas sirven, o al menos deberían hacerlo, para regalarnos grandes relajamientos y satisfacciones para el alma, Entonces quiero proclamar solemnemente que lo más instructivo, ameno, grato, relajante, beneficioso, y así hasta completar una lista enorme de adjetivos definitorios, que el hombre puede usar con el fin de alcanzar un inmenso grado de felicidad, y hacerlo además a su completo antojo y voluntad, es un libro. Nada hay que le cueste menos y le pueda satisfacer más. Que a menos le obligue y del que más reciba. Que menos se queje y que esté más dispuesto a complacer a quien lo toma. Que más enseñe, o que más provecho dé, y que todo esto sea posible sin que importe cuál sea la edad o la sapiencia del lector. Salgan ahora a oponerse los eternos discordantes. Aquellos que, al oír cualquier opinión, se ponen de inmediato en su contra, ya sea en el todo, en parte, o en la forma. Y nos dirán, -parece que los estoy oyendo-, que esta sensación nos la puede producir igualmente viajar, ver una exposición pictórica, oír música o saborear un exquisito yantar. Y, en parte, puede que lleven algo de razón. Pero tan sólo en parte, porque cada uno de los mentados está produciendo satisfacción a un órgano (vista, oído, gusto), pero en un campo limitado, mientras que la lectura nos irá generando tanto placer como nuestra mente sea capaz de desarrollar lo que estamos leyendo. Y puesto que esto es así, y bien demostrado está que lo es, pienso que debemos acudir frecuentemente a los libros como las abejas van a las flores, a extraer su esencia y conseguir una vida mejor. Las cosas (yo creo que la inmensa mayoría de las cosas) se valoran por su relación calidad precio, o sea, tanto cuesta conseguirlas y tanto placer proporcionan su tenencia o disfrute. Y en este justiprecio el libro, o sea la lectura, saca pingüe ventaja a todo lo demás. Dejemos a un lado el inapreciable rendimiento en su utilización para el aprendizaje, y refirámonos únicamente a su uso como entretenimiento y deleite del espíritu. Y si lo analizamos con detenimiento, observaremos que todas las utilidades que nos puede proporcionar la lectura son extremadamente beneficiosas, y el sedimento que va dejando en nuestro intelecto es incalculable. Pensemos en los que estudian varias carreras, no ya con una utilidad práctica, sino tan sólo para saber más. En los que, sin tener medios para viajar, consiguen conocer el mundo. En los que encuentran en ella un muy plácido entretenimiento. Digamos, al fin, y esto está demostrado, que la lectura provoca adicción, como un opiáceo, y esta es otra de sus grandes ventajas. He dicho como un opiáceo, pero con ventajas Sí, dicho y bien dicho está, porque todas ellas son provechosas en alto grado. Hasta tal punto que la práctica de la lectura, al igual que el ejercicio físico, el enamoramiento o el orgasmo, nos hace liberar endorfinas, esas pequeñas proteínas conocidas como las moléculas de la felicidad, que son neurotransmisores producidos por el sistema nervioso central, y que nos llevan a la felicidad por la sensación de bienestar que nos producen. A este respecto puedo decir que leí, tiempo ha, en una novela preciosa: La rosa de Jericó, cómo uno de los personajes le muestra al protagonista una librería en la que tiene veintitrés mil seiscientos cuarenta y siete libros. Mas no lo hace con junciana, sino con el mayor cariño. Y le dice que los cuida, los mira, y ahora, más que nunca, los mima, los acaricia. Y explica, “no por lo que vayan a darme ya, sino por lo mucho que me dieron a lo largo de mi vida”. Efectivamente, a todos no gusta conservar lo querido, ya sean personas o cosas, y las miramos, y las acariciamos con delectación, con terneza y hasta con lagotería, para seguir queriéndolas aún más si cabe, y no por lo que saquemos hoy, sino por el agradecimiento de lo recibido. Quiero acabar recordando que, un muy leído escritor, afirma, en una de sus novelas, que los seres humanos aprenden ideas y conceptos a través de las narraciones, o de la lectura de historias, y no de lecciones magistrales o de discursos más o menos teóricos. Y esto, para mí, es apodíctico. Ramón Serrano G. Abril de 2014

El grupo

Para Vlad. Carpa En una de esas hermosísimas mañanas marceñas de nuestra querida Mancha, cuando la primavera llama con estruendo, pero primorosamente, a las puertas del campo anunciando su inminente llegada, una urraca vino a posarse en las ramas de una vieja encina, cosa que hacía habitualmente, no ya tanto para tomarse un ligero descanso, como pudiera parecer, sino para garlar ancho y tendido sobre todo lo que pudiese haber sucedido, e incluso de lo que fuera a suceder, en aquellos montes de sus contornos. Aquel día fue la mata parda quien, tras los correspondientes saludos, preguntó: -Oye picaza, llevo algún tiempo observando a un grupo de animalillos que pasan por aquí como quincenalmente, y da la impresión de llevarse muy bien entre ellos, pese a que no todos pertenecen a la misma especie, aunque sí se les ve de una edad aproximada. ¿Tú sabes algo de ellos, o quiénes son? -Pero mi querida amiga, ¿cómo piensas que siendo yo quien, y como soy, no esté enterada de sus vidas y milagros? Pues claro que lo sé, y en el ancho rato que me estés dando cobijo de este sol que ya empieza a apretar, pues hace poco que pasó san José, te voy a contar pormenorizadamente lo que hacen y por qué razón los ves deambular por estos alrededores. -Como bien has dicho, prosiguió el ave, son de una edad similar, se conocen desde que vinieron a este mundo, e incluso, algunas son familia. Casi siempre van siete individuos, de las cuales seis son hembras y uno macho. Las seis son hermosas perdices, y cinco de ellas, por diversos avatares (podríamos hablar de cazadores, cepos, u otros motivos), se han visto desparejadas, aunque saben llevar su “soledad” con gran entereza y estilo, que siempre fueron de un comportamiento adecuado y elegante. -La otra, pese a que desde pollita fue bien puesta y salerosa, y pese también a haber habido muchos “pájaros” que le arrastraron el ala, ella hizo siempre caso omiso a esos requerimientos y nunca se emparejó, y dicho sea de paso, ni repajolera falta que le ha hecho para vivir siempre, y seguir viviendo hoy, cumplida, sabia, satisfactoria y alegremente. Y para acabar la descripción de los animalejos, y refiriéndome al único macho de la cuadrilla, contaré que es el más viejo de todos y que es un conejo que anda desapareado, ya que perdió a su hembra por ignorados motivos. -Todos viven independientes y separados, continuó diciendo la marica, y algunos no en los aledaños, como pudiera pensarse, sino en montes un tanto alejados, pero por la antigua amistad y el afecto que ello les acarrea, se suelen juntar cada dos semanas, más o menos, y marchan a algún paraje que les sea acogedor, y en él se pasan sus buenos ratos comiendo de lo que hallen y tertuliando ampliamente, en ocasiones hasta una tarde entera, sobre sus historias, y de los sucesos más o menos trascendentes que les hayan podido ocurrir. Tras ello, cada quien regresa a su hábitat, a vivir su propia vida, y a esperar una próxima cita grupal. -¿Y no hay nada más entre ellos?, inquirió de nuevo la carrasca. -¿Te parece poco, dijo extrañada la pega, que unos pobres animalillos sepan conservar, por encima de vicisitudes e incidencias, que de todo tuvieron y tienen, una amistad más que sexagenaria y, en aras de ella, se reúnan cada poco para pasar unas horas tranquila y agradablemente? Pocos verás con esos hábitos y que se gocen tanto con ellos, que en estos tiempos que corremos, la fauna que habita sobre la faz de la tierra se entrega mucho, y casi únicamente, a lo que les deja algún beneficio, sea este pingüe o nimio, y poco, muy poco, escasamente algo, a satisfacer las necesidades de sus ánimas. Y eso, créeme amigo chaparro, no es bueno ni aconsejable. -Yo, intervino este, como todos los demás árboles, poco o nada puedo decir sobre ello, ya que nuestra vida se desarrolla aferrados siempre a la misma tierra que nos ve nacer y, por eso, no podemos amigar con nadie, sino con algunos, y estos no son muchos. Tan sólo con quienes como tú, amigo gayo, quieren pararse, aunque sea un algo, cerca, o sobre nosotros. Y hablarnos. ¡Hermosa palabra que, para nuestro pesar, ponemos en uso muy poco! Vemos pasar, eso sí, a unos cuantos seres humanos, a muchos animales de variadas especies, y al viento, nuestro gran amigo el viento, que siempre gusta de enredarse un tanto entre nuestras ramas y contarnos cosas de los diversos lugares de donde procede. ¡Cuánto agradecemos su, a veces árida, pero siempre entrañable compañía! -Pues piensa, viejo amigo, y con esto me viene a ocurrir a mí como a muchos humanos, que siempre alardean de que su mal es más intenso, o más grave, que el del vecino. Y hablo así, porque esa carencia de interlocutores de la que te quejas, la padecemos también en grado sumo nosotras, las cotorras blanquinegras, debido, por mucho que nos pese, a nuestro carácter avariento y a nuestro genio hostil, y no sólo hacia los demás seres, sino hasta para con nosotras mismas, pues únicamente nos juntamos para ver si entre muchas, dónde y cómo, podemos arramplar con cualquier cosa que nos de algún provecho, sin importarnos nunca lo que con ello podamos dañar al prójimo. -¡Mira, muñoncito, mira! exclamó la encina en ese instante. Hablando del rey de Roma…Por allí va el grupo, como tantas otras veces; como de costumbre; como siempre. Todos alegres, confiados, charlando abiertamente, sin dobleces ni malicia, y dispuestos a pasar una tarde maravillosa en abierta y noble amistad. -¡Qué envidia me dan!, pensó la urraca en voz alta. Ramón Serrano G Abril de 2014