lunes, 28 de enero de 2008

El equívoco

Panza de burra
Ramón Serrano G.

La conversación que manteníamos durante nuestra andadura solía versar sobre el entorno por el que ambulaba la misma, como es lo natural entre los que conviven muchas horas a diario, y más, si su actividad es itinerante como la que nosotros practicábamos. Nos ocupábamos del paisaje, el clima, la historia, las costumbres, los monumentos, etc., por el que se desarrollaba nuestro discurrir. Pero, como también es lógico, cualquier tema nos llevaba a otro similar, por comparación, similitud o alusiones, aunque este estuviese acaecido en tierras o épocas remotas.
Por aquel entonces habíamos estado varios días entre Alcaraz, en la sierra de su nombre, y Riópar que se hallaba cerca de otra que se nombraba del Agua. Son, ambos, hermosos pueblos de la hermosa provincia de Albacete, muy dignos de ser visitados y aún vividos, tanto por la belleza de sus edificaciones, entornos y hábitos, como por el buen alimentarse que tienen los propios de dichos lugares. Y como pudiera ser que el relato de nuestro caminar por ellos llegase a ser del agrado del amable lector, pasaré a desarrollarlo.
No sé nunca si es por la facilidad que tiene Luis para ganarse el afecto de las gentes, o porque los manchegos son de por sí enormemente hospitalarios (como ya tengo varias veces dicho con anterioridad) lo cierto es que en Alcaraz nos dieron atención fuera de lo común y algo más que cobijo, ya que este significa, como es sabido, la concesión de albergue pero no de comida. Al poco de llegar al pueblo conocimos al bueno de Ulpiano, con el que llegamos a intimar bastante en los, desgraciadamente, escasos días que pasamos con él. Desarrollaba allí el hombre dos funciones, a su decir, ambas de gran importancia y sobre todo de un amplio y continuo trato social. La principal, y de la que sacaba su menguado salario, era la que antiguamente se denominaba belleguin y alguacil ahora. Además, en las horas que le quedaban libres en el ejercicio de su tarea municipal, que no eran pocas entre las que le correspondían por la norma laboral y las que él se tomaba por su cuenta, ejercía el muy probo y piadoso oficio de sacristán, que al parecer le resultaba harto remunerativo. Y tacho a este quehacer de productivo, sabiendo que no lo es en su esencia, pero nuestro individuo lo lograba con su labia y sus buenas artes, ya que cumplía primero a la perfección el ejercicio eclesiástico, y además sabía satisfacer, más que ampliamente, los caprichos y encargos religiosos que le hacían un buen numero de feligresas, misticonas y beatas, que muchas de las veces eran más pródigas en sus limosnas con el rapavelas, que con el cepillo del santo de turno.
En realidad su trabajo en ambas oficialías consistía principalmente en tener contentos, o al menos no disgustados, a alcalde y cura, para los que era Ulpiano empleado polifacético, que hacía de recadero, ayudante, morillero, y hasta de confidente. Y como esa era para nuestro hombre una misión, aunque compleja, más fácil de llevar a cabo que para un andaluz dormir la siesta, tenía en el bolsillo a ambos mandatarios y además todo el santo día para hacer lo que le viniera en gana. Y si alguna, rara, vez le cogían en un renuncio, no le faltaba pico para urdir, sabia y concienzudamente, una retahíla de actividades que, según él, le habían ocupado obligatoria y muy afanosamente el tiempo.
Claro está que con un personaje así tardamos poco en toparnos y menos en hacer con él conocimiento profundo, como si datase este de mucho tiempo atrás. Se impuso el paisano de inmediato la obligación de enseñarnos su pueblo por el que tenía una pasión descomunal. Hay que declarar en su honor, que le unían excelentes relaciones con todos los vecinos, aunque a fuer de ser sinceros, podría decirse que con todos menos con uno, porque entre él y el santero de la vecina Virgen de Cortes no había, digamos, demasiado corporativismo, tal vez por aquello de que se tenían que repartir, muy a la contra de cada uno de ellos, las dádivas de los devotos alcaraceños. Cabe decir, igualmente, que nos fue explicando con minuciosidad monjil los enredos, avatares y andulencias de los moradores de todas y cada una de las casas por las que pasábamos, que a la postre fueron todas las de la villa. No viene al caso detallarlas, pero sí aclarar que algunas de ellas eran tremendamente graciosas y anecdóticas.
Me llegaré, entonces, a explicar algunos de los muchos aspectos históricos y monumentales del lugar. El primero de ellos es que viene de origen muy antiguo, que tuvo gran realengo, voto en Cortes y título de ciudad, obtenido en el siglo XV. Nos dijo que en ese, y en el siguiente, se fabricaban allí unas muy afamadas alfombras de nudo español, con motivos y diseños originales y característicos. Y también habló y nos mostró, los variados y apreciables monumentos históricos que en él existen, como los muros del castillo de época musulmana, aunque sin duda lo más importante es la Plaza Mayor, realmente sobria, pero magnífica. Nos ponderó cómo destacan, sobre todo, las torres de la Iglesia y la del Tardón, de los primeros años del XVI y que son de admirar igualmente las Lonjas del Corregidor, la del Ayuntamiento o del Ahorí y la de la Regatería. En la iglesia de la Santísima Trinidad, que conocía como la palma de su mano, nos mostró tesoros muy dignos, como la portada, el baptisterio, que merece cita especial, capillas renacentistas, esculturas y tablas del siglo XV. Debe mencionarse al igual, la antigua parroquia de San Miguel Arcángel, que está en la calle Mayor y de la que sólo queda una capilla funeraria. En las afueras del pueblo se halla el convento de San Francisco, con una portada flamígera y un claustro, así como el monasterio de la Magdalena, de las monjas franciscanas, que conserva obras muy interesantes de pintura, escultura y orfebrería.
Vimos además otras obras civiles. Una portada gótica en una casa cerca de la Trinidad, que tiene además una ventana preciosa, y también en la calle Mayor, la casa de los Galiano, con dos figuras sobre la puerta, y en esa misma calle y en algunas limítrofes casas blasonadas y sobre todo unos patios porticados con columnas clásicas.
Al siguiente día de nuestra llegada nos llevó Ulpiano a comer a su casa, que era eminentemente manchega, y que en su día, y por lo que después vimos, perteneció a un agricultor, familiar o no, de nuestro amigo, y cerealista como la mayoría de los de por esos pagos. Tenía el edificio tres plantas. En la última solo había algorfas o cámaras, un par de ellas acogedoras de un atiperio de cosas viejas y ya inútiles, aunque en su día fueron ampliamente requeridas y deseadas ( ¡ay del hombre, que cuanto se esfuerza por poseer bienes y que pronto los arredra!) Otra de las cámaras mantenía sus trojes, que hoy ya no estaban llenos de grano, y únicamente albergaban los aperos que en su época se utilizaron para medir, cargar o faenar los cereales: algún harnero, un medio celemín, un celemín entero, una media fanega, su rasero, un par de escobones de juncos o cabezuela, y alguna pala de madera. La planta del centro estaba cerrada pero parecía destinada a vivienda, como era lo propio, y en la de abajo tan sólo diré que me llamó la atención la polivalente cocina, y la llamo así, ya que hacía las veces de tal y además, de cuarto de estar, salón de televisión, gabinete, sala de lectura, etc. Quiero destacar igualmente los enseres, ya en desuso, que había en el fuego, que tampoco su utilizaba ahora en demasía. Y vi que en él había varios atrancadores de distintos tamaños, dos trébedes, una circular y otra triangular, y unas parrillas, de las de libro, con su asa preciosamente forjada. Por supuesto estaban a un lado las correspondientes tenazas, el hurgonero y el badil, todos ellos también de buena forja, así como unos fuelles de un tamaño considerable. Pero, sin lugar a dudas, la reina de la estancia era una muy hermosa banca de tres plazas, de madera de móvila, con el respaldo y el frente de bolillos, y vestida con su tradicional jergón y cojines tapizados en bayadera o cortina murciana.
Y si en toda la vivienda era de admirar la inmensa limpieza, no digamos la de la cocina, en cuyo suelo se podían comer sopas. Pero no fue ese exactamente nuestro menú, que consistió en un ajopringue típico del lugar. Como Luis es muy gustoso de la cocina regional y del modo de elaborarla, llegamos con tiempo de ver como Telesfora, la mujer de Ulpiano, cortó en tajadas pequeñas tocino e hígado de cerdo. Las puso a freír luego con escaso, pero buen aceite, y una vez hechas las apartó. Machacó en un mortero unos ajos, que ya tenía asados, con unas tajadas del hígado recién frito. Echó luego todo lo del mortero en la grasa que quedó en la sartén donde se había hecho el frito, junto con un poco de pimentón, más o menos picante, según el gusto, dijo, y de acuerdo con este, luego le puso pimienta, que aunque algunos no lo hacían, a ella le agradaba que el guiso tuviese un gustejo. Le añadió agua hirviendo y las especias, que eran clavo, canela y un poco de nuez moscada. Removiolo todo y cuando rompió a hervir le puso pan rallado. Despacicamente continuó moviéndolo para que no se le pegara y así se estuvo hasta que apareció la grasa por encima. Lo comimos acompañado de las tajadas de tocino e hígado, y a mi aquello me recordó lo de las gachas de titos que habíamos tomado en Tomillares. Púsonos luego y como postre unos melindres de nuez, que eran una exquisitez y que Luis alabó insistentemente. Cabe decir que ante esas loas, Ulpiano sonreía infatuado sabedor de lo bien que le salían los condumios a su Telesfora.
Seguimos al día siguiente nuestro caminar, y tras pasar Vianos, nos adentramos por la sierra de Alcaraz, para cruzar los puertos del Barrancazo primero y el de las Crucetillas más tarde, hasta que nos pusimos en Riópar. Todo el camino, que no alcanzaría las ocho leguas, es a veces cruzado por algunos riachuelos y otras se acompaña de ellos, y se halla completamente cubierto de un auténtico bosque mediterráneo, tupido de garrigas o algaidas, saturado de romeros, coscojas, tomillos de diversas especies (aceitunero, santónico, o salsero), encinas, aulagas, carrascas, sabinas, cadas, enebros, espartos, albardines y cantuesos. Todo un mundo de plantas silvestres, la mayoría de ellas emanadoras de un perfume delicioso, y que forman un conjunto, que gracias a que no ha intervenido apenas en él la mano del hombre, es de una belleza extraordinaria.
Es muy digno de admiración el pueblo de Riópar, y por varios motivos. Por los restos de su castillo-fortaleza, al que algunos conceden origen islámico. Por su iglesia del Espíritu Santo, del siglo XV, y porque gracias a un personaje austríaco, cuyo nombre no viene al caso, se instalaron en dicha villa hacia finales del XVIII unas importantes fábricas de latón y calamina, que aún se mantienen en nuestros días. Puede decirse que no habrá en cien kilómetros o más a la redonda, o más alueñe aún, casa que no tenga entre sus enseres, algún candil, quinqué, palmatoria, candelabro, campanilla, o incluso camas, realizadas en ese lugar y de esa materia. Allí nos estuvimos dos buenos días. El primero para verlo detenidamente y hablar con sus gentes, que gustosamente nos contaron la historia del pueblo. La escasamente referida antes, y otra que explicaba el paso por allí de romanos, árabes, y ya en el siglo XV del hermano de Jorge Manrique, y aún de los Católicos Reyes. Nos aconsejaron luego que fuésemos a comer a la posada, donde cada día preparaban un guiso a cual más apetitoso y nutritivo. Pillaba cerca la hospedería (allí todo pilla cerca) y nos fuimos a ella. Cuando nos faltaban unos metros para llegar, yo que por mi raza tengo un poderoso olfato, ya comencé a percibir el aroma de un delicioso guiso que luego resultó serlo todavía más cuando lo catamos. Le pusieron a Luis una fuente de barro, que aquello no era un plato, con judías blancas, carne de cerdo, alcachofas, judías verdes, zanahoria, cardos manchegos, nabos y arroz, todo ello debidamente aderezados con sus ajos, laurel y un caldo que debía estar hecho con un sofrito de aceite de oliva, pimiento, cebolla, tomate y pimentón. Dijo Luis al posadero que no le agradaría irse sin saber la receta y el modo de hacerse aquél manjar, a lo que el mesonero le respondió, que los ingredientes ya los había visto y comido, y que el modo de hacerlo no albergaba más que tres mandamientos, a saber: cocerlo sin prisas, en olla de barro y con leña de monte. Mas no puedo dejar de referir que, pese a lo extenso e intenso del plato injerido, le ofrecieron a mi amigo dos postres típicos del sitio, y siendo sincero, he decir que no tuvieron que insistirle demasiado para que los despachase con gusto. Cabe ponderar mucho y en justicia, algo tan increíble como un hojaldre con tocino de cerdo, así como los nuégados, unas pastas de harina cocidas con miel y nueces, que tenían un aspecto y sobre todo un sabor, que parecían haber sido cocinados en una pastelería celestial.
Contentos con los alimentos y razones recibidas, esperamos al siguiente día para acercarnos hasta unos siete kilómetros del pueblo donde está La Cueva de los Chorros y en ella, el nacimiento del río Mundo, ese que luego va a entregar su caudal al Segura. Es este un bellísimo paraje natural, donde a mitad de una pared de piedra y a más de 100 metros de altura cae una cascada imponente que constituye el nacimiento de dicho río. Es algo muy digno de visitarse, así como un sinfín de otros lugares muy hermosos que hay en las cercanías.
Muy satisfechos por los sitios que habíamos conocido, no madrugamos en exceso a la siguiente mañana ya que sólo teníamos que caminar unas escasas tres leguas, casi todas ellas acompañando al río, pasando por El Laminador, la antigua fábrica donde se laminaba el latón, que aún conserva la gran chimenea de fundición del metal. Es un sitio precioso, con árboles centenarios, que dejaríamos atrás para llegar a Mesones, que era nuestra meta, y luego a Ayna, bien ese mismo día o al siguiente. El desayuno que habíamos tomado, parvo como casi siempre, nos ayudaba a caminar a buen paso, cosa que hacíamos no por llegar pronto, sino por tratar de que no nos cogiera el monumental aguacero con que nos amenazaban, aparentemente, unos sobrecogedores e inmensos nubarrones, negros como ala de cuervo, y que se venían hacia nosotros con más prisa que un avaro esconde una moneda.
- ¿Cómo denominarías tú a este cielo, Luca?, me preguntó, de pronto, Luis.
- Completamente nublado, le contesté con ingenuidad.
- Pues no señor. Tiene su nombre: panza de burra.
- Mira, he de reconocer que siempre me han llamado la atención muchas de esas frases coloquiales que, con varios significados, usáis a menudo los humanos, de los cuales, al menos uno de ellos, no tiene nada que ver con la expresión literal del dicho. Por citarte alguno, hablaré de: ver crecer la hierba, ir a por atún y a ver al duque, o este, menos usual de panza de burra que tú acabas de pronunciar. Pero he de reconocer que no se su significado.
- Cada uno a lo suyo. El de ver crecer la hierba, da a entender que aquél que lo hace es sagaz y astuto como pocos, está pendiente de todo y nada se le escapa en su derredor. Con el del pescado y el noble, se alude a cuando se llevan dos o más fines, o cuando se dice que se va a una cosa y se va a otra con principal intención. Hay muchas más, algunas realmente ingeniosas, de las que ya te hablaré en ocasión oportuna. Pero con respecto a lo de panza de burra, a este lo define el D.R.A.E. en primer lugar como el pergamino en el que se daba el título en las Universidades, y en segundo al color parduzco del cielo que está lleno de nubes, a las que se les nota que están bien preñadas, pero que, en muchas ocasiones, y para desgracia de esta seca tierra manchega, pasan sin soltar una sola gota de agua. No es esta, sin embargo, una expresión común por nuestra geografía y si en Canarias, donde la oí por primera vez.
- Y fíjate, continuó, ya que ha salido a colación, te diré que es también el fiel reflejo de la actitud de muchas personas. En concreto, de aquellas que teniendo mucho no se desprenden de nada, si no es con la certeza de que van a conseguir un buen rédito por su desembolso. Las que viven preocupadas sólo por su propio y personal interés, desentendiéndose por entero de las necesidades de cualquier tipo o condición que puedan tener los demás. En una palabra, de los egoístas.
- ¿Pero no me irás a decir que el comportamiento filautero es tan grave como otras faltas, o su práctica de peores consecuencias?, le repliqué.
- Yo no he dicho que lo sea. Sé bien que está fuera y por bajo de aquella relación de pecados capitales que en nuestra niñez nos enseñaba el catecismo cristiano, y reconozco, que sin ser bueno, no tiene la importancia de los siete aludidos, que esos si son malos, y malos de solemnidad. Pero ¿ no irás a defender la actitud de una persona que antepone su propia conveniencia a la de los demás?
- Te repito que no la defiendo, ni la defenderé nunca. Lo que hago es que en una comparación lo encuentro menos grave que los siete a los que acabas de referirte.
- Y tanto, eso ya lo sabemos. A esas graves faltas se han referido todos los grandes autores. A la avaricia se referían los romanos con aquello de pro domo sua. Lo hace Quevedo cuando dice que por ella lo mucho siempre es poco y Moliere le dedica una obra entera. Unamuno nos habla de la soberbia y Machado dice de la envidia:...que enturbia los ojos...Confucio aconseja sobre la ira diciendo que se debe pensar en las consecuencias. Pero dejémonos de citas sobre dichos pecados.
- Bueno, si quieres lo dejamos, pero a mí me agrada oírlas.
- Entonces vamos a reiniciar la conversación por donde la empezamos. Y como me has dicho que te gustan las citas te voy a hacer otra, aunque esta será la última. Dice Aristóteles en su “Ética nicomáquea”, que el ser humano aparece ante los demás bajo tres aspectos: lo que es, lo que tiene y lo que representa. Y esto es, como la mayoría de las cosas que decía el filósofo griego, una verdad enorme. El hombre es una cosa, tiene su esencia, su manera de ser, su forma de pensar, sus sentimientos, sus inclinaciones. Está cargado igualmente de una serie de posesiones, bienes muebles o inmuebles, títulos, riquezas, etc. si lo contemplamos desde un punto de vista positivo. Mas si lo hacemos desde uno negativo, estará agobiado por la pobreza, la ignorancia, la enfermedad, o lo que sea. Y por último viene lo que representa ante la sociedad en la que convive. Puede ser una autoridad, un padre de familia, un maestro, un trabajador, pero sea lo que fuere, siempre desempeña un papel, más o menos trascendente, y casi siempre superior a lo que algunos piensan.
Pero esto, como tantas cosas, tiene un enfoque subjetivo y otro objetivo. O dicho de otra manera, está lo real y lo aparente, lo manifiesto y lo simulado. Voy a ponerte un ejemplo para aclararlo, aunque no te voy dar nombres por todos conocidos, porque de noche se nos haría y no habría terminado. Primero, una persona puede ser buena y los demás no tenerla por tal. O al contrario, que esas nubes están bien preñadas y tal vez no suelten una gota. Segundo, la posesión es muy relativa. Hay quien aspira a ser catedrático y otros a tener un coche de tal marca y tantos caballos. Para alguno, tener cien es ser rico y para otros eso es una miseria, y suele pasar que da más quien menos tiene, así que no te extrañe que esos nublos se larguen a otro sitio con toda su carga. Finalmente, ante nuestra postura pública, unos se conforman con cumplirla sobrada y calladamente, mientras que otros gustan de pavonearse y se afanan en buscar elogios, gustándoles, además, que les regalen los oídos. Claro que explicar esto ya nos llevaría demasiado tiempo y, si te fijas, ya estamos llegando a Mesones.
Así era en efecto, y en esa aldehuela teníamos pensado hacer el descanso del mediodía y al tiempo, que Nicolás nos diera para comer en su hostería una buena olla podrida, de la que nos tenían hablado con gran encomio y, al parecer sin exageración. Pero, si el amable lector me lo permite, esto lo narraré en ocasión venidera.
Agosto 2004
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso, el 20 de agosto de 2004

No hay comentarios: