jueves, 20 de septiembre de 2012

Manuela

Manuela era bella como el amanecer y rubia como el trigo chamorro. Al muy poco de mi llegada al pueblo para la toma de posesión y el ejercicio de mi profesión como secretario del Ayuntamiento, la conocí y de inmediato me sentí cautivado por ella. Me había hospedado en la Fonda de Nicasio (era “la mejor” del pueblo y la más céntrica) y ella trabajaba allí como camarera en el bar del establecimiento, por lo que nuestros encuentros pronto fueron frecuentes aunque demasiado convencionales. Digo que sólo con verla me quedé prendado de su hermosura, tanto física como anímica. Su cara guapa, de serena venustidad, le permitía peinarse con el cabello liso y pegado, tocado este que pocas mujeres se atreven a lucir. Su cuerpo de mediana estatura, armonioso y curvilíneo aunque sin excesos, era capaz de engendrar en los hombres pensamientos y deseos de todo tipo. Pero no era aquello que se había dado en decir una mujer de bandera, aunque fuese en el sentido más noble de la frase, sino que, por expresarlo de modo epilogal, lo que más destacaba en Manuela, aún por encima de su beldad, era su porte comedido y discreto. Y aunque siempre recatada y correcta, tenía, sin embargo a su vez, y continuamente, como un halo de tristura en su semblante. Era como un mohín, como una especie de gesto de aflicción interna, que parecía cohibir el desarrollo normal de su comportamiento. Pronto me interesé por ella y pronto alguien me contó su corta vida. La madre había fallecido al traerla al mundo y el padre había tenido que cuidar de su hermano, seis años mayor, y de ella, hasta que un accidente de tráfico había acabado con él cuando Manuela contaba apenas con dieciséis años. Al no poder subsistir con el subsidio estatal, su tío Nicasio la tomó como trabajadora en el bar de su fonda, y ese había sido siempre su único trabajo. Cabe destacar que, desde que empezó en él, continuamente había sido alegre, tranquila y muy hacendosa, y bien cierto era que los parroquianos no cesaban en hacerse lenguas de la muchacha. Pero, pasados unos años, una noche, al volver a su casa tras el curro, alguien la atacó con aviesas intenciones. Ella supo defenderse dignamente y el agresor hubo de huir con algunos arañazos en su rostro y ningún logro en sus deseos. En el pueblo se hicieron de inmediato muchos comentarios, pero pocas averiguaciones precisas, sobre quién pudo haber sido el autor de la villanía, y pronto, al no haberse presentado denuncia alguna por parte de la agredida, se cerró de inmediato la investigación y todos fueron olvidando el caso. Todos menos Manuela, que vivió a raíz de aquello con un poso de amargura en su ser, apenas notable, pero sí significativo e importante. Tanto que, como ya se ha dicho, cambió su manera de hablar, de pensar y aún de vivir, sin que nadie supiese la razón exacta por la que la valiente agredida se viese tan afectada. Ninguno supo si es que esto se debía a que ella sí había reconocido al atacante, o a que se vio frustrada al comprobar la forma tan pobre en que alguien la valoraba, aunque ese alguien no fuese más que una alimaña. Lo cierto y verdad es que la razón que le motivaba a tener ese comportamiento, correcto sí, pero distante y extraño, era ignorado por todos los vecinos. Tomó, entonces la costumbre de no salir demasiado tarde del trabajo, y si tenía que hacerlo, venía su hermano a recogerla, o la acompañaba su tío, a fin de que no volviera sola a casa. Pero cierto día, la ausencia de aquél por motivos laborales, y que una dolorosa lumbalgia tenía postrado a Nicasio en cama, obligaba a que Manuela tuviese que regresar sola a su domicilio al término de su faena Yo, me pasaba las veladas en el bar, no bebiendo ni jugando, que nunca fueron esas mis más acusadas tachas, sino fingiendo leer y releer la prensa, o algún libro que me bajaba de mi habitación, todo ello con la finalidad de estar cerca de aquella mujer a la que tanto admiraba, y poder así verla y charlar con ella, aunque fuese tan sólo un poco y con tan poca intimidad. Me había percatado de esa obligada soledad en su camino, y una noche, cuando se marchaba, decidí seguirla a una prudencial distancia, como de unos quince o veinte pasos. Ella lo notó de inmediato y decidió salir corriendo. Pero la llamé por su nombre, le corroboré quién era, y que mi intención no era otra que acompañarla a un aconsejable espacio entre ambos, tan largo como para no poder atacarla y tan corto para que cualquier extraño que merodease por allí se apercibiese que no iba sola. Al oír esto se calmó un tanto, mas siguió su marcha rápida e ininterrumpidamente. Lo mismo ocurrió la segunda y la tercera noche. Pero ya a la cuarta, ella misma, comprendiendo que su actitud no era lógica, me esperó, y con cierto nerviosismo y agradecimiento, me autorizó e incluso me pidió que caminásemos juntos. Así lo hice muy gustosamente, y, de inmediato, aquellos paseos fueron durando más y más, haciéndose tan habituales como deseados. Y además, bastantes tardes, a la hora en que los clientes escaseaban en el café, pasábamos ambos muchos ratos en animado y casi íntimo coloquio. Pronto, y visto esto, a los vecinos les faltó tiempo para “sacarnos en los papeles” y hablar de nuestra nueva e intensa amistad (como un “lío”, lo calificaron ellos) Pero pronto cesaron en esos menesteres y hoy ya no cotillean sobre ello. Lo que sí comentan, y con satisfacción, es cómo criamos a Marianela, nuestra hija, que, al igual que su madre, es bella como la aurora y rubia como el trigo chamorro. Ramón Serrano G. Setiembre de 2012