miércoles, 4 de diciembre de 2013

La limosna

Para Ramón Compte Antequera, buen amigo y sempiterno lector de mis escritos. Con mi agradecimiento por ambas cosas. -Buenos días, señor. Por favor, déme una limosna que mire cómo está mi hija, y, como no tengo trabajo, no tengo dinero para cuidarla un poco. Quien así le hablaba a Luis, era una muchacha veinteañera, agraciada, como lo son todas las muchachas del mundo a esa edad, ucraniana, que hablaba pésimamente el español, de nombre Larysa, y que llevaba en un cochecito a su única hija de cinco años de edad, Inha, la cual padecía una importante lesión cerebral congénita. Nos apiadamos al verla y mi amigo, de los pocos que tenía, le dio algún euro, para luego, por compasión, que no por curiosidad, preguntarle por los detalles de su vida. La muchacha -la mujer estaría quizás mejor dicho- le dijo que se había venido a nuestro país por ver de salir de la indigencia que padecía en el suyo, pero que al poco de llegar, alguien - y no detalló en absoluto edad, raza o condición del sujeto- había abusado de ella y como consecuencia había nacido aquella criatura de condiciones físicas, y síquicas, tan limitadas. Nos dijo, además, que no poseía “papeles”, y que la perdonase, pero tenía que irse a Cáritas para que le diesen comida. Apenados por el triste encuentro seguimos nuestro camino, y fuimos hablando de cómo la mendicidad era un mal que existía en todas partes desde el inicio de los tiempos, y se mantendría hasta la consumación de los siglos, porque los motivos de su existencia estaban plenamente arraigados en la naturaleza del alma humana. Y que siempre había habido, y habría, gentes que trataban de prestar una mayor o menor ayuda en su socorro, ya que no para su desaparición, y quienes preferían ignorar su existencia y, por ende, su alivio. Fue dos días después cuando, en nuestro matinal paseo, nos encontramos en la plaza con el hermano Juan Pedro “Burelas”, un buen hombre, a quien ya conocíamos, y que estaba sentado al sol viendo el discurrir de la mañana. Nos saludó, nos invitó a quedarnos con él, y así lo hicimos. Y los dos se pusieron de inmediato a charlar sobre lo numinoso y lo terrenal, y en tan ardua tarea se hallaban, cuando se acercó hasta nosotros Larysa, quien, con una sonrisa, ignoro si real o falsa, pero seráfica, y casi sin atreverse, les rogó una almosna. Luís sacó una moneda y se la dio, pero el hermano “Burelas” la despidió casi con cajas destempladas. Se extrañó mi amigo de ese hacer, a lo que el paisano le explicó: -Mira, a esa muchacha es la tercera o la cuarta vez que la veo, siempre ha venido a pedirme una caridad y siempre se la he dado. Ayer ocurrió lo mismo; llevaba a su hija en el cochecito, se acercó, le di unas monedas y, aun cuando no pases a creértelo, a los diez minutos la vi cruzar por delante de mí con una bolsa de gusanitos en la mano, que acababa de comprar, y que iba repartiendo con la niña. Y eso no me pareció nada bien, porque yo pienso que tiene que estar uno pasándolo muy mal para verse obligado a pedir limosna, pero, si lo hace, que sea para comprar lo necesario y no unas chucherías, de las que se puede prescindir por completo. Así pues, durante algún tiempo, no pienso volver a darle un chavo, a ver si aprende. -Perdone usted amigo que discrepe en parte de lo que me acaba de decir, le contestó Luís. Todos sabemos que la pobreza, y en especial cuando ella conduce a la mendicidad, es uno de los dramas más lacerantes y de peor solución que padece la humanidad. Pero creo que lo agravamos mucho si lo enfocamos, a él o a sus paliativos, igual da, desde un prisma estrictamente personal. Y me explico. Cada vez que hacemos algo hemos de pensar en lo que esto atañe y afecta al prójimo, pero también en el modo que lo hace a nosotros mismos. Y aún diría más, Debe bastarnos con eso en la mayoría de las ocasiones. Es nuestra conciencia, y no la ajena, la que debe llevarnos a hacer o a ociar en esos temas. -Le recuerdo, prosiguió, aquella anécdota de una viejecita, que al darle unos escasos céntimos a un mendigo, le advertía: -Y no se lo gaste en whisky o en mujeres. Pero, sin frivolizar el tema, creo que a cada uno debe bastarle con dejar razonadamente tranquila a la propia conciencia; juzgar debidamente si nuestro óbolo ha sido un poco más que eso, un simple óbolo, y no inmiscuirnos en el uso que le ha dado el recibiente. -Entonces, a mí que soy el que ha “soltao” la pringue, ¿no me “tié” que importar lo que hagan con mis cuartos?, renegó el hermano. -Pues, si me apura, he de decirle que no, y por dos razones. La primera es que nuestra generosidad, ya fuere grande o pequeña, no nos da licencia para juzgar el modo de obrar de los demás. ¡Allá cada quien con su conciencia! Porque si nos entrometiésemos en ello, estaríamos anulando la voluntad del prójimo, queriendo que la suya se identificase con la nuestra. Y esto no puede ser así. Lo que a Juan le puede parecer bien, no lo será, quizás para Pedro. Y lo que le guste a Anselmo, no le gradará, posiblemente, a Federico. Y la segunda: ¿es que además esa niña, y su madre, no tienen todo el derecho del mundo a gozar, aunque sea tan sólo un instante, de una fruslería? Si nos convirtiéramos en inquisidores de los gastos de estas pobres gentes, acabaríamos exigiendo que con las dádivas recibidas, se adquiriesen, exclusivamente los productos que a nosotros nos parecieran oportunos, que estos productos fueran imprescindibles, y que fuesen de los más baratos, para que así cubriesen mayores necesidades. No, querido amigo, no. Bástenos con que nuestra generosidad no disminuya y dejemos que cada uno obre de acuerdo a su conciencia. En ese instante, volvieron a pasar por allí la madre y la hija en dirección a su casa, y la niña, pese a sus gestos desencajados, y a su mirada perdida, tenía la cara de un ángel. Ramón Serrano G. Diciembre de 2013