martes, 29 de enero de 2008

Zapatos nuevos

Zapatos nuevos
Ramón Serrano G.

La segunda acepción que el D.R.A.E. ofrece de la palabra tópico nos remite a una expresión trivial y muy utilizada. Es cierto que somos, al menos los españoles, muy dados a recurrir al mencionado tópico para aclarar y abundar en nuestras manifestaciones sobre cualquier tema. Esto se debe a una de estas dos causas, o a las dos, sin que yo me atreva a determinar cual es la determinante: a) queremos reforzar nuestras aseveraciones y echamos mano de frases manidas que acrecienten la veracidad de nuestro aserto. Cabría añadir a esto la costumbre que tenemos de hacer citas de famosos, pero eso merece un estudio aparte. Y b) consideramos que quien nos oye no es capaz de entender lo que le estamos diciendo y le ponemos ejemplos facilitos para allanarle el camino. Aquello de las parábolas y sobre lo que, por razones de obviedad, no haremos más comentarios.
Pero la vida evoluciona, como todo, y, por tanto, aunque hay algunas de esas máximas que son de excepcional ingenio y de enorme exactitud, deberían cambiar muchas de nuestras rutinarias maneras de hablar. Ya sé, ya sé, que en realidad el lenguaje es algo vivo que está en mutación constante, pero no siempre como debiera (a mi pobre entender), puesto que a veces se apresura en exceso en incorporar neologismos, mientras que otras mantiene en vigencia modismos completamente anticuados.
Y dentro de la plétora que tenemos de estas locuciones, quiero ocuparme hoy de la que afirma : - “Se encuentra como niño con zapatos nuevos”. Hay cantidad de adagios y aforismos, apólogos y fábulas que tienen por protagonista al calzado y les remito a lo que cuenta Jorge Bucay sobre el que se los compraba dos números menos de los que necesitaba, o al de aquella mujer que siempre los utilizaba pequeños, aunque ella lo hacía por otra causa. No voy a tratar de explicarla, como es natural, ni tampoco a la que me he referido en primer lugar, pero si voy a decir que aquella se halla, para mí, totalmente desfasada y fuera de tiempo, llevándome a esta creencia una anécdota y dos motivos principales. El primero de ellos es de carácter eminentemente sociológico. Hoy, y felizmente, aunque también con demasiado exceso en muchos casos, como dije en otro artículo hace algún tiempo, no están los muchachos, ni tampoco los mayores, tan deseosos de estrenar cosas como en otros tiempos, ya que las posibilidades económicas de la gran mayoría de las familias han mejorado ostensiblemente, y lo han hecho hasta unos niveles más que aceptables. Los armarios y las despensas (perdón, he querido decir los frigoríficos) de un gran número de viviendas están abarrotados de productos, y digo, queriendo decir saturados, ya que demasiadas veces hay bastante más de lo necesario. Y eso es bueno, porque ha desaparecido la escasez, la penuria, y con ellas la envidia de desear lo que unos tenían y otros no, aunque en muchas ocasiones lo carente fuese necesario y casi imprescindible. Y eso es malo, porque hemos caído en un consumismo poco recomendable. Pero sin meternos a analizar este, que ya lo ha sido hecho infinidad de veces por personas muy bien documentadas, digamos que mejor es el último que la pobreza de antaño. Que la miseria es mala compañera y motivadora de grandes males.
La segunda de las razones a las que aludía es de índole subjetiva, aunque pienso que compartida por muchos. A mí, personalmente, las prendas me gustan más cuando las he usado que cuando las estreno y sobre todo si esas prendas son el calzado. Desde luego en la indumentaria, como en todo, hoy no es ayer, y los tallajes y patrones en la confección y en el calzado son más minuciosos y ajustados a la anatomía humana, por lo que su uso es igualmente más gustoso desde un primer momento. Que cuando uno llega a casa y se pone ese jersey viejo al que tenemos tanto cariño, o sale a la calle con los zapatos “de todos los días”, se siente más complacido que cuando, por la asistencia a cualquier acto social o laboral al que hay que acudir convenientemente atildado, se encorseta dentro de un traje o un calzado recién estrenado. Lo mismo suele ocurrir con otras muchas cosas, que se siente más a placer una persona con el uso y disfrute de algo no nuevo, pero al que llevamos unidos y utilizando durante algún tiempo. Y no digamos ya de amigos o parientes, a los que más apreciamos cuanto más antiguo sea nuestro trato con ellos.
Por último, y sobre la anécdota aludida, sucedió esta a quien esto escribe. Debía correr el año 1945, y mi padre se dedicaba entonces al comercio. Con el fin de adquirir mercancías viajó hasta La Coruña y nos llevó con él a mi madre y a mí. Y ya fuese por que se le diera bien su negocio o por cualquiera otra razón que nunca supe, lo cierto es que decidieron comprarme unos zapatos. Aquella era una inversión de gran monta, dada nuestra economía, los tiempos que corrían y las costumbres de la época. Y aunque a mí me gustaban todos por la ansiedad de ver la adquisición en mis pies, se les fue un gran rato en elegir modelo, pero sobre todo en asegurarse de que me venían bien y no me hacían daño. Con tantísima pregunta sobre si me apretaban en este u aquel sitio, o si me encontraba cómodo con ellos, la decisión de la compra duró lo que dura una misa un domingo de Ramos, y cuando al pobre vendedor ya se le estaba poniendo cara de lagarto, se cerró el trato y yo me empeñé en estrenar en ese mismo instante el calzado, no fuera a ser que luego pasase cualquier cosa. Pero no habríamos caminado cien metros por la calle Real, sin haber llegado siquiera a los Cantones, cuando empezaron mis amargas quejas diciendo que no podía caminar, que en el pie izquierdo sentía un daño horrible. A mi padre se lo llevaban los demonios, no sé si por el tiempo perdido o por el desembolso hecho con tan doloroso resultado. Mi madre, más comprensiva como todas ellas, trataba de convencerme de que eran imaginaciones mías: -“Si no puede ser hijo, si en la tienda no te quejabas. Venga camina un poco y en cuanto te acostumbres, ya verás qué bien te encuentras con ellos. ¡Con lo bonitos que son”. Y yo llorando a lágrima viva, terco, quieto parado, sin querer dar paso. Hasta que al fin comprobaron que al dependiente de la zapatería se le había olvidado quitar del zapato izquierdo esos papeles o cartones, que les ponían dentro de la puntera para que no se deformasen.
Desde entonces, tengo mi opinión particular sobre los zapatos nuevos.

Julio 2005
Publicado en ·El Periódico· de Tomelloso el 8 de julio de 2005

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