jueves, 15 de diciembre de 2016

La rutina

Para el buen desarrollo de una vida llamémosle normal, que no ya placentera, cómoda o relajada, el ser humano encuentra y debe salvar una cantidad increíblemente grande de problemas, escollos e interferencias. De todo tipo, tamaño y condición. Y, a veces, para poder salir victorioso de esos trances, tiene que utilizar los métodos más adecuados, pues sabido es que dar palos de ciego nunca suele conducir a nada bueno. Pero también se le presentan problemas que no llega a resolver, no porque no sepa cómo hacerlo, sino porque no los capta o porque no pone demasiado interés en ello por la razón que sea. Y entre otros varios, uno de estos entorpecimientos del buen desarrollo de las actividades humanas en los más diversos ámbitos, es la rutina (o monotonía como queramos llamarla), o dicho de otro modo, la costumbre de hacer las cosas por mera práctica y de una manera más o menos automática, según dice el D.R.A.E, y que suele provenir de repetir un acto muchas o varias ocasiones. Eso nos lleva, digamos por ejemplo, a comer y cenar en horas predeterminadas, a irnos a la cama en un horario habitual o a tomar siempre el mismo camino para llegar al sitio de trabajo. De esa forma muchas veces, demasiadas veces quizás, actuamos de manera automática, porque así lo hemos hecho siempre, pero también porque no nos detenemos a estudiar si es la manera más correcta, o si esta inacción se debe a falta de capacidad o de ganas de hacerlo. Repito que esta mala costumbre aparece cuando empiezan a hacerse las cosas no con un interés específico, sino por un hábito adquirido, por mera práctica y sin razón o motivo determinado que nos impulse a llevarlas a cabo con cierto empirismo. En dos palabras diremos que es el célebre arate cavate con el que se aludía a la tarea diaria del labrador o a la tosquedad de la persona que únicamente conoce los rudimentos de su oficio. Pero veámosla despacio y desde diferentes prismas para poder así hacernos una buena idea de su eseidad y de los daños que puede sobrevenirnos con su ejercicio. Admitiendo que hay casos concretos en los que la consuetudinaria manera de hacer las cosas nos puede llegar a ser incluso beneficiosa puesto que nos aporta un sosiego y una predictibilidad que tendremos por la práctica reiterada de lo que estamos haciendo, no debemos olvidar que esto puede ocurrir cuando lo utilicemos en labores, digamos, poco importantes. Sin embargo, cuando se trata de temas relevantes, de actividades de verdadera trascendencia para nosotros, la rutina nos es perjudicial, de todas, todas. Veamos. Adjetivándola, la podemos calificar primero como de gran opacidad ya que sus efectos no son limpios ni beneficiosos, tanto en su inicio como en su desarrollo ni, por supuesto en sus secuelas. Está carente, en absoluto, de brillo y de interés, y no proporciona ninguna luz a nuestra vida. Es igualmente delusiva ya que posee mucha relevancia pese a que da la impresión de no ser importante. Podríamos decir que es aquello que le ocurre al nadador que, cansado de bracear contra corriente acaba dejándose llevar por ella y, por aburrimiento, termina por morir ahogado. O lo que al enfermo que se acomoda a su enfermedad crónica y se hace a ella como los pájaros de la vega se hacen a las voces. Esa monotonía acaba imbuyendo en el sujeto que la padece una excesiva seguridad en sus operaciones, una despreocupación muy peligrosa, y ambas hacen que cada vez preste menos atención a la ejecución de las mismas con el consiguiente riesgo que ello conlleva. Manteniendo esa advertencia sobre el peligro de la rutina, diremos que esta podría ser un tanto tolerable en algunas situaciones o actos, llamémosles poco importantes. Pero es absolutamente inadmisible en tres actuaciones importantísimas para el hombre: el amor, la familia y el trabajo. Al ejercicio de estas tres ocupaciones se debe acudir cada día con un mayor impulso por conseguir su triunfo; con un nuevo proyecto e intenciones que lleguen a mejorar, si ello es posible, y siempre puede serlo, el desarrollo anterior de ellas; con una insatisfacción constante del bienestar conseguido y el afán de consolidarlo primero e incrementarlo después con cada salida del sol. Con la seguridad de que por muchos que hayan sido los sacrificios que el individuo lleve realizados para su buen funcionamiento, siempre podrá y deberá volver a esforzarse en la seguridad de que, por grande que sea la cantidad de momentos felices que ellos tres le han deparado, siempre, siempre, podrá verse recompensado por una alegría mayor que la que se disfrutaba anteriormente. Sellemos a la rutina las puertas de estos tres tesoros, y hagámoslo con cien cerrojos, porque al menor descuido nuestro, ante cualquier pasividad, ella tratará de arruinarlos. El gran escritor André Maurois cuenta que un día se reunieron los grandes enemigos que tiene el amor: el odio, la desconfianza, los celos, la falta de comunicación, la ausencia de intimidad, todos, para tratar de acabar con él. Y que por más que lo intentaron, por muchos esfuerzos que hicieron por conseguirlo, no lograron alcanzar su terrible propósito. Ya estaban desesperados y dispuestos a renunciar a su empresa, cuando comprobaron que lo que ellos no habían logrado con toda su fuerza y su preponderancia, lo consiguió un agente al parecer insignificante: la rutina. Y André Maurois, todos lo sabemos, era un gran conocedor del alma humana. Ramón Serrano G. Diciembre 2016