jueves, 18 de octubre de 2012

Los epitafios

En todas las épocas, todas los civilizaciones, y todos los pueblos, han mantenido costumbres en su forma de vivir, y de morir, que les han sido más o menos útiles, y que, por suponerlas beneficiosas en la mayoría de las veces, han mantenido durante mucho tiempo, hasta que han descubierto y adoptado otras, las cuales les han parecido mejores por distintas razones que no vienen hoy al caso. Cabe señalar que esos cambios también se han llegado a producir no por lograr lo óptimo, sino, únicamente, por ese deseo humano de hacer nuevas cosas para estar con ello a la moda. Y convendrás conmigo, amable lector, en que esto es tan axiomático que no necesita explicación o ejemplo alguno que lo confirme. Quiero hablarte hoy por eso de hábitos funerarios, deseando que con ello no te dé el yuyu y continúes leyendo. En realidad no sé bien por qué he escogido el tema. Tal vez sea porque, como ya van siendo muchos los años que tengo, presiento que no ha de ser mucho lo que tarde en venir a por mí mi amiga Átropos, y pienso en ella sin temor alguno, haciéndolo tan sólo porque es sabido aquello de que: … de la abundancia del corazón… (Lucas 6-45), y porque, al acordarme de esa entrañable desconocida, lo hago apoyándome en el insigne Quevedo, cuando dice: “…Oh, cómo te deslizas, edad mía! ¡Qué mudos pasos traes, oh, muerte fría, que con callados pies todo lo igualas!” Decía entonces que me voy a referir a los usos que las gentes tenían en relación a la muerte, y aunque “tocaré” de pasada algunos, me detendré un tanto más en los epitafios. No traeré a colación a las consabidas pirámides egipcias, o a las plañideras, aludidas en otras ocasiones, pero sí quiero tener un ligero recuerdo para los testimonios del luto en el vestir masculino en los años 40 y 50 del pasado siglo. Entonces, si el finado era familiar muy próximo y el deudo tenía posibles, este vestía un terno y sombrero negros como la pena. Eso en las ciudades, que en los pueblos era negra hasta la camisa. Pero si la economía no daba para la adquisición de un traje, lo que se hacía era colocar un brazalete bruno en la parte superior de la manga izquierda de la chaqueta, para luego, transcurrido algún tiempo, sustituirlo por un triángulo del mismo color en la solapa. Pero pasemos al tema del que quiero ocuparme. En casi todos los enterramientos se suelen dar dos condiciones, aparte de las legales, sanitarias, etc., y que son el mantenimiento del recuerdo de una persona, ya sea por deseo de los familiares del difunto o por el “ego” del mismo. De ahí que por la voluntad de aquellos, o de este, se llegue a la construcción de nichos, sepulturas o panteones, de poca o mucha “relevancia”. Pero en bastantes ocasiones no acaba ahí el afán, más o menos gustoso, de perpetuar la memoria de un determinado individuo. Viene entonces la inscripción de un epitafio sobre la cubierta de la fosa. Y puedo asegurarles que los hay para todos los gustos. Unos jocosos, otros profundos. Desde los realizados por gente corriente, hasta los creados por mentes preclaras. Ahí van algunos ejemplos de unos y otros: Si queréis los mayores elogios, moríos.- Enrique Jardiel Poncela. Ya decía yo que ese médico no valía mucho.- Miguel Mihura. Disculpe que no me levante, señora.- Groucho Marx. Que los amigos aplaudan. La comedia se ha acabado.- L.V. Beethoven. Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo.- Miguel de Unamuno. Aquí descansa mi querida esposa. Señor, recíbela con la misma alegría con la que yo te la mando.- Desconocido. Fulano de tal. Q.E.P.D. Recuerdo de todos tus hijos, menos Ricardo que no dio nada.- En un cementerio salmantino. No envidiéis la paz de los muertos.- Nostradamus. Cuando pases por la tumba donde mis cenizas se consumen, humedece su polvo con una lágrima.- Lord Byron. Aquí yace el rey de los actores. Ahora hace de muerto, y la verdad es que lo hace bien.- Moliere. El sol se oculta y aparece de nuevo, pero cuando nuestra efímera luz se esconde, es para siempre y el sueño, eterno.- Cayo Valerio Cátulo. Y por último, tras hacer una manifestación de admiración y gratitud hacia los que a su muerte donan sus órganos, o todo su cuerpo, para beneficio de sus semejantes o de la ciencia, opción esta a la que me he unido con la mayor satisfacción, me queda hablar de la incineración, otra alternativa para la disposición final de los cadáveres, que ya se practicaba en el III y II milenio a. de C., que ahora se ha vuelto a poner de actualidad, y que también fue anteriormente mi pretensión para cuando llegase mi hora. No he de decir todos los motivos de estos deseos, por lo que diré tan sólo que algo de ello se debe a que, siendo así, o sea obrando según mi gusto, no tendré habitáculo que me recoja, y al no existir aquél, no habrá inscripción alguna sobre mis restos. Entonces, sólo quedaré, si es que me mantengo, en la memoria de aquellos que alguna vez me recuerden. Y ¡ojalá!, que si lo hacen, sea por algo bueno. Ramón Serrano G. Octubre de 2012