lunes, 28 de enero de 2008

Nostalgia

La nostalgia
Ramón Serrano G.

A veces, muchas veces, pero conste que no digo demasiadas veces, ya que en absoluto tengo algún pesar de que esto me ocurra, a veces, digo, vuelve a mí la añoranza, ese ansión de pensar frecuentemente y con deleite en algo querido y perdido, que al cabo y a la postre la nostalgia no es sino el inverosímil gozo de una tristeza, cuando esta no nos viene causada por una gran desgracia. Sabido es por todos que la melanconía acude con más frecuencia a los viejos, por la gran razón de que ya hemos perdido muchas oportunidades de que nos vuelvan a suceder y a venirse hasta nosotros, aquellas ocasiones que, a lo largo de nuestras vidas, dos dieron solaz. Es lógico, por otra parte, que los jóvenes no estén tan abocados a la ensoñación de unos actos ya vividos, en primer lugar porque no han sido tantos los que llevan experimentados, y después porque están aún en situación de poder volver a pasar de nuevo por los mismos trances, con lo que se hallan más propensos a desearlos o repudiarlos, según sean buenos o no, que dispuestos a su evocación o a su memoria.
Pero viene a suceder que el ser humano acaba encariñándose de la situación y circunstancias en las que le ha tocado desarrollar su existencia. Así el hombre se amartela con sus años y aprende a convivir y a sentirse feliz con ellos, como el pichulero se halla satisfecho de sus tierras, escasas aunque aparentes, la recién maridada vive ufana de su casa y sus muebles nuevos, y parece ser que hasta el pobre ciego termina por acomodarse a su carencia de luz.
Y es que las personas nos vamos llenando periódicamente de sentimientos, afortunadamente la mayoría de las veces positivos, al igual que el campo se inunda y embellece en cada tiempo o estación, de frutos, colores o apariencias, perfectamente diferenciados y de puntual aparición. Todo se halla debidamente preparado para ello y todo sucede de acuerdo con unas indemostrables leyes, con unos axiomas que tiene la vida, de una hermosura y una inmensidad inigualables. Las Perseidas se suelen ver por San Lorenzo. Por San Antón empieza a aparearse la perdiz. Las setas al ser cogidas van dejando caer las esporas para que el campo quede bien regado de ellas y al año próximo puedan buscarse de nuevo. Los árboles se van nutriendo del humus y el mantillo que van formando a sus pies las hojas caídas y ya muertas. Todo sucede en su momento según un orden preestablecido y, por fortuna, reiterante.
Va siendo entonces una de las principales labores ocupacionales de los que ya hemos sobrepasado en mucho los sesenta, el ir dejando la oportuna simienza para que sea próspero y agradable el devenir de los que nos sucedan, para satisfacernos a nosotros mismos con la rememoranza de los hechos que nos acaecieron antaño y que fueron agradables, que los tristes ya procura arredrarlos nuestra mente. Por ello entre nuestras costumbres diarias se encuentra la de retirarnos a uno mundo interior, exclusivamente nuestro, y permanecer en él durante un mayor o menor rato según la forma de ser de cada uno. Ojear una y mil veces esas páginas de nuestra imaginación en las que van apareciendo, neta y vívidamente los sucesos, ceremonias, costumbres, relatos y vivencias que nos acompañaron y formaron parte importantísima de nuestro modo de vivir en aquellos muy pretéritos años.
Y no voy a caer en la fácil tentación de hacer comparación alguna sobre lo bueno o agradable que pueda tener una época u otra, porque en ello influiría demasiado la subjetividad. Ya que nada existe que por esencia sea absolutamente bueno o malo, que algo puede ser beneficioso para esto y perjudicial para aquello, o que lo que a mí me agrade a otro le repugne y viceversa, digo, pese a ello, que a mi pobre parecer le satisfacen más muchas de las prácticas comunes en la mitad del pasado siglo, que otras de rabiosa actualidad. Para mi alma es mucho más gratificante recordar cómo un joven que estuviese enamorado en los tiempos de mi juventud engrandecía las frases escuchadas a su anhelada pareja, aunque esas palabras sólo tuvieran poquedad. Como se conservaban entre las hojas de un libro los pétalos de aquella flor que un día te regalaron. O el hueso de aquella fruta que habían comido juntos. O cualquier otro nimio objeto pero que por venir de ella o de él, tenían para el afortunado poseedor un valor incalculable. Si ustedes quieren eso era caduco, obsoleto, o incluso absurdo, pero también era maravilloso. Me consta que eso ya no se lleva, que es decadente. Pero a este pobre viejo, que ya casi chochea, le engolosina ahora recordar como dos amantes se cruzaban una mirada y con ella se enviaban todo un discurso o se susurraban, más que se decían, la intensidad y la fuerza de su pasión, y más me gusta pensar en ello que ver como hoy en día los mozalbetes se entusiasman leyendo en sus minúsculos, imprescindibles, y las más de las veces innecesarios, teléfonos móviles, agrupaciones de letras, para mí ininteligibles, pero para ellos muy expresivos, tales como estas: tq, bss, xq,a2,hl, ...

Enero 2005
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 14 de enero de 2005

No hay comentarios: