jueves, 4 de julio de 2013

Personas

Usted, y yo, y todos, sabemos que existimos personas de muy distintas clases. Y que de esa diversidad las ha habido antes, las sigue habiendo hoy, y las habrá siempre, aunque esta pluralidad es buena por muy diversos motivos, pero de esto quizás hablemos en otro momento. Así pues, nos mantendremos en que cada cual es como su madre le trajo al mundo, pero también como él se ha ido formando luego, y esto último, además de verídico, es muy importante. Puede que más que lo otro si cabe, pues sabido es que de morir hay mil formas y de nacer solo una. En un sentido amplio diré que hay almas buenas y no tan buenas, jacareras y soturnas, hacendosas y zánganas, egoístas y generosas, y así podríamos seguir clasificándolas casi hasta el infinito. Obviamente, no hay necesidad de detallar sus características, puesto que son sobradamente conocidas, y tampoco vamos a emitir un juicio de valor sobre la mayoría de ellas, por la subjetividad que el mismo podría acarrear. Pero sí quiero dejar clara mi opinión, errónea o acertada, no lo sé, de que no comparto la idea que otros proclaman afirmando que hay quien es bueno con unos y perverso con otros. No. Para mí, el que es bueno, o quien no lo es, no hace distingos reales con los destinatarios de sus acciones. Otra cosa es que quiera actuar de una manera y aparentar que lo hace de otra. Y también pienso que pocos hay, quizás nadie, que sean completamente un cacho de pan o un mal bicho, sino que todos tenemos una personalidad con un porcentaje mayoritario de una determinada cualidad, pero que está mezclada con cierta dosis de la contraria. Los ingleses lo dicen muy bien: nobody’s perfect. Y quiero dejar constancia de que, sean como sean los seres de nuestro entorno, la mayoría de nosotros convivimos con ellos por muy diversas razones. A veces, por necesidad, ya que de ellos depende nuestra subsistencia, y aun cuando su proceder no sea de nuestro total agrado, hacemos de tripas corazón con tal de no perder el jornal. En algunas circunstancias por complacencia, al ser sabedores de que son individuos extraordinarios, que pueden beneficiarnos en muchos aspectos. En ocasiones, por un gran desconocimiento, y estamos, si no engañados, sí ignorantes de cómo son realmente, ya que se ocupan muy mucho de no mostrar cual es su verdadera personalidad. Y a fe que lo consiguen. Deseo además hacer hincapié en que, sabiendo que deberíamos ser conocedores a ciencia cierta del mundo en el que nos movemos y de la clase de personas con las que convivimos en todos los campos, lo más importante debe ser nuestra propia calidad de vida y nuestro comportamiento. Mucho más el modo en que obramos nosotros, y no tanto el cómo actúan ellos. En todos los sentidos. Para lo bueno y para lo malo; para el protagonismo, como para el anonimato. No debe preocuparnos, en lo que cabe, qué hace aquél, o cómo, y qué cualidades tiene este, o ese otro, sino en desarrollar las positivas que nosotros tengamos. Cada uno será juzgado por sus obras, e igualmente, aquí sí se ha de tener presente lo subjetivo: o sea, que hemos de valorar antes nuestro propio veredicto que el qué dirán. Debemos tener obligada conciencia de que las cosas hay que hacerlas con rectitud. Pensar que si las personas deben acezar algo fervientemente, debe ser eso, el bien obrar per se y no por quedar bien ante los demás. No espero que nadie venga hoy a inquirir de mí, pobre mortal, cuál habría de ser su proceder para hacer lo expuesto anteriormente con arreglo a los cánones a seguir para el bien obrar, puesto que ellos están establecidos desde antiguo, aunque modernamente olvidados. Pero si alguien se aventurase a ello le aconsejaría, sin duda, que buscase esa guía, esa norma en la gramática. Y dentro de ella se fijase en las personas. Sí, en esas formas o accidentes que hacen variar al verbo y al pronombre cuando se refieren a ellas, y que son conocidas como primera, segunda y tercera. Lo que entonces hay que hacer es bien sencillo. Posterguemos la primera a un relegado y lueñe plano, y potenciemos la aparición y el desarrollo de la segunda y la tercera. Pero no nos contentemos con eso y realicemos la misma tarea con sus parientes los pronombres, tanto con los personales como con los posesivos. Concienciémonos, de una vez por todas, que hemos de arredrar lo más posible el yo y el mí, y dediquemos denodadamente nuestras intenciones a atender las necesidades y los menesteres del tú y el tu, y del él y el su. Por si acaso no me he explicado bien (cosa, por otra parte, muy común en mí) trataré de decirlo en castellano ladino, ..que es como suele el pueblo fablar a su vecino…Y así, al igual que cuando estamos irritados debemos contar hasta 100 antes de obrar, deberíamos dejar de tener en nuestra boca de modo omnipresente frases como: YO pienso, YO digo, YO hago, para escuchar y aprender de lo que TÚ y ÉL consideráis; de aquello que TÚ y ÉL manifestáis; de cómo TÚ y ÉL obráis habitualmente. Y en vez de, como si fuésemos papagayos, repetir incesantemente engreídas locuciones sobre MI saber, MI comportamiento, MI idea, o MI posición económica, preocuparnos de si TU y SU vida son mínimamente aceptables para considerarlas como dignas, y fueran como fuesen, poner cuanto esté de nuestra parte en aras de su mejoramiento. Aquello que dice Pablo a los Gálatas en su Carta 5.14. Ramón Serrano G. Julio de 2013

Las lágrimas

Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar” Khalil Gibran.- Si a usted, querido lector, que es una persona normal, que tiene en perfecto uso sus brazos, sus piernas, y su cerebro; que no oye mal y que, a lo sumo utiliza lentes; pese a ello, si a usted le preguntasen si se consideraba un minusválido, con toda seguridad respondería que no. Y haría muy bien -aunque luego lo veremos con mayor detenimiento-, porque el DRAE define al minusválido como aquella persona que tiene alguna incapacidad física o mental. Y como usted no está en ese caso, evidentemente no lo es. Y esa es la idea que todos, o la mayoría, tenemos formada de quien es “inválido” o “impedido”. Pero, poniéndonos académicos, y mirando despacio esa descripción de incapacidad, veremos que la posee quien está imposibilitado para hacer algo. Mas esto, como casi todo en esta vida, es muy relativo. Porque usted no puede correr 100 metros en diez segundos, o 40 kilómetros en dos horas, o hacer un salto de 9 metros, o escalar el Everest; y tampoco tiene ni la más pajolera idea de lo que son la física cuántica o el cálculo centesimal, ni sabe, ni con mucho, recitar el Quijote de memoria. Que hay quien lo hace, pues claro. Pero esos son los menos, porque los más, los muchísimos más, no nos acercamos a esas marcas ni de lejos. La persona tenida por normal es -observado desde ese prisma- incapaz de hacerlo. Pero ¿en qué porcentaje? Ahí es donde radica el quid de la cuestión. Si se está por encima de lo, llamémosle así, normal, es un superdotado. Si se está muy por debajo, se es discapacitado. Y refiriéndonos a esta estadía, quien la padece, afortunadamente está visto por el resto de la sociedad con lástima, pero casi nunca con vergüenza. Otra cosa muy diferente es la opinión que se toma (aunque en realidad debería decir se tomaba) de aquella persona que es de lágrima fácil. De aquellos a quienes, por un “aparente” pequeño motivo, se les saltan de inmediato las lágrimas. Esos, y digo esos porque era a los hombres a quienes se les criticaba de inmediato, están bajamente valorados por los demás. Son, o eran, unos blandengues. Sólo lloran las mujeres. Los hombres, los verdaderos hombres, los machotes, esos no lloran nunca. La ataraxia era tan importante, por no decir más, que la honradez o la dignidad. Qué vergüenza se pasaba de niño si, viendo una película, alguien lloraba sin poder remediarlo. A la salida, era el hazmerreir de toda la pandilla. Y no sólo de niños, que a los mayores les ocurría algo parecido. Para corroborar lo que digo, acudamos a la extendida leyenda en la que se cuenta que Aixa dijo a su hijo Boabdil aquello de: -Llora como mujer…- Esto, como tantas otras cosas, ha cambiado en la actualidad, y hasta existen ocasiones en las que una persona llora y no es que no se le critica por ello, sino que incluso está bien visto. Cuántas veces hemos contemplado que alguien efunde un llanto, generalmente contenido y poco copioso, eso sí, como consecuencia de la consecución de un premio importante, o en la audición del himno nacional tras un éxito deportivo, pongamos como ejemplo. Y eso es, no ya reprochado, hablándose de la endeblez del espíritu de ese sujeto, sino que, antes bien, es ponderado, y bastante por los demás, agentes mediáticos incluidos. Así, cuántas veces comprobamos cómo otro alguien, que arrastra una pena, mayor o menor, que el tamaño de la misma no la puede calibrar ni él mismo, ni nadie, pues a cada quien la propia le parece de una enorme magnitud. Y tan es de ese modo, que esa lacrimosa exteriorización, causada por una carencia de energías, o de facultades, o de lo que sea, no la puede mantener siempre en su interior y acaba exteriorizándola con el derramamiento de unas lágrimas sinceras (las que son fingidas cantan enormemente). Eso, solamente eso, y nunca la intención de darle cuatro cuartos al pregonero, es lo que le lleva a dicho comportamiento, y de tal modo y manera, que verle obrar de esa manera nos recuerda a Lope de Vega cuando decía: No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces ni oradores tan elocuentes como las lágrimas. Lamentablemente, usted, yo, o aquél otro, quizás tendremos, en algún momento de nuestra vida, que soportar una pena y, quizás en algún momento y por su causa, se nos arrasen los ojos en ocasiones, o circunstancias, que no nos parezcan las más apropiadas u oportunas. Valorémoslo como un accidente, o como un episodio más de nuestra conducta, del que no debemos ufanarnos, claro está, pero tampoco avergonzarnos de que haya acaecido. Alguien llegó a decir que las lágrimas son la sangre del alma, y es natural que afloren si esta está herida. Ramón Serrano G. Julio2013