jueves, 21 de octubre de 2010

La tablilla

La tablilla
Ramón Serrano G.

Como hacían tantos otros, y por costumbre, una mañana más nos acercamos a ver “la tablilla” donde se exponían las esquelas de quienes habían fallecido, y así enterarnos de las noticias necrológicas locales, más que nada, por si había que cumplir. Frente a ella siempre se oían los mismos comentarios: -Vamos a ver quien se ha quitado hoy de fumar, decía aquél. Y este: -¡Anda! Si se ha muerto la Eufrasia, la mujer de Estanislao. Pues la vi hace tres días en la carnicería. –Y no era vieja, 78 años, le contestaba alguno. Mirando la esquela de al lado, decía otro: -¡Coño! si se nos ha ido también Feliciano. Llevaba ya el pobre malo un poco tiempo. -¿Quién era? que no me acuerdo de su cara, preguntaba otro. – Sí hombre, claro que te acuerdas. Estaba casao con una hija de Quirocha y han vivío toa la vida en la calle Ancha. Que hacía escobas, y ella las iba vendiendo por las casas.
Y así, un día, y otro, y otro, las mismas extrañezas y las mismas admiraciones ante la muerte, rutinarias y un tanto absurdas.
Cuando echamos a andar, le dije: -Oye Luis. He oído decir que ese pobre hombre hacía escobas. ¿Es que se podía vivir de eso?
-¿Sabes Luca? Hubo épocas en los que se tenía que vivir de lo que se pudiese. De eso y de muchas cosas menos. Cuando paso por estos pueblos recuerdo nítidamente oficios de mi niñez a los que echo en falta. Antes, había trabajos, sitios, costumbres, sin las cuales la vida sería impensable y que hoy las modernidades, muchas veces para bien y algunas para mal, o al menos para regular, han hecho desaparecer sustituyéndolos por trabajos y productos alternativos. Pero les sigo teniendo mucho cariño.
-¿Y cuáles eran?, porque posiblemente algunos los haya conocido yo.
-No creo, porque hace ya mucho que desaparecieron. Verás, te voy a ir nombrando varios con los que yo he convivido y sin embargo, al evocarlos, me parece que existieron hace siglos. Estaban las recoveras, que iban por las casas vendiendo huevos y gallinas, y al paso, esparcían por todos sitios la rumorología local. El paragüero y “lañaor”, como se anunciaban a sí mismos, y que mal arreglaban algún paraguas que otro, pero dejaban como nuevos los lebrillos y las orzas que se habían rajado poniéndoles unas enormes grapas. No sé si eran además hojalateros. Desde luego estos, con su estaño, su anafe, su soldador, etc. se dedicaban más bien a hacer o a reparar objetos de lata: candiles, embudos, pringueras, moldes, lo que fuese, ya que por aquellos entonces no había plástico y el cristal era caro. Había matarifes, que acudían a las casas a capar las cerdas y cerdos que se habían criado en ellas, y de San Andrés en adelante a sacrificarlos. ¡Menudo día era el día de la matanza!
-El “afilaor”, con su flauta de música inconfundible, que portaba una extraña carretilla, la cuál, colocada de determinada forma, permitía que se moviera la rueda y con ella la piedra de amolar. Las peinadoras, que iban siempre a buen paso con sus cabás, en los que portaban los utensilios, botes y mejunjes de su oficio. Cabe decir que solían ser el “complemento informativo local ” de las que cité antes y que también algunas de ellas, sabían además de peinar, curar tanto el mal de asiento como el aojamiento con diversos remedios, por lo que no era raro que algunas llevasen, debidamente ocultos, alguna higa y otros remedios para ese mal.
-Pues no, ni conocí nunca a nadie que ejerciera esas labores, ni tan siquiera había oído hablar de ellas. ¿Y había más?
-Claro. Y muchas. Pero sólo te nombraré otras dos ya que si no la relación sería extensa en demasía. Estaban los herradores, que trabajaban siempre a las órdenes de un veterinario, pero que se dedicaban principalmente a esquilar a las caballerías y a herrarlas. Sabes que a estos animales, los cascos de las patas les crecen igual que a nosotros las uñas, y se los tenían que recortar primero para poder herrarlas después. Y por último me voy a referir a aquellos por los que me has preguntado, los escoberos. Los hombres salían al campo para coger cerrillo o cabezuela, y luego, con ello, hacían escobas que las mujeres salían a vender por las calles. En realidad, de eso sólo no podían vivir y lo hacían como complemento a otros trabajos que realizaban con la misma eventualidad que este, y con exiguas ganancias, pero con ellas vivían.
-Esto debía ser por estas zonas, le dije, y me imagino que por el norte o el levante habría otros muchos oficios ya extinguidos.
-No lo dudes. Oficios, usos y prácticas que se han ido para siempre como nos iremos nosotros y de los que ya apenas si se acuerda alguien. Pero lo que a mí me llamaba mucho la atención era la costumbre que había en Tomillares de reunirse todos los días los hombres en el centro de la plaza, vistiendo siempre la blusa de origen levantino, azules los unos y negra los menos, haciendo corrillos y entorpeciendo el paso de carros, carretones y de los pocos coches que por entonces había. Todos se conocían y todos se relacionaban. Más que ahora. Charlaban con sus convecinos sobre lo divino y lo humano, hacían tratos, comerciaban con los “corredores” de la “cebá”, el vino o los melones, y allí pasaban horas y más horas dándole sin parar a la sin hueso, transmitiendo y recibiendo noticias, cambiando opiniones y haciendo negocios. Era, en su modestia, el ágora griega instalada en el corazón de La Mancha. El tiempo, que todo lo muda y con todo termina, acabó igualmente con esa tradición de nuestro Tomillares, de la que, ya te digo, sigo conservando muy buen recuerdo.

Octubre 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 22 de octubre de 2010