sábado, 20 de diciembre de 2014

Plácidamente

“…Y todo el campo un momento se queda, mudo y sombrío, meditando…” Antonio Machado.- La tarde de aquel día iba muriendo plácidamente. En realidad las tardes siempre mueren de esa manera, siendo los hombres los que pensamos que no es así, sin recordar que a esas horas de la casi anochecida suceden cosas que no son las rutinarias a las que estamos acostumbrados. Pero en aquella, ya digo, la noche se iba acercando con esa lentitud parsimoniosa, pero firme, con la que se nos allegan todas las cosas que son realmente buenas e importantes. Porque la velocidad posee un marcado antagonismo hacia la venturanza, por unos motivos de los que podrían hablarnos psicólogos y doctores, de los que desconozco la idiosincrasia, pero que sé que existen. Es curioso cómo los hombres pasamos por este “raro” mundo sabiendo los efectos de muchas cosas, pero no sus causas. Con ello nos solemos dar por satisfechos, y hasta puede que este obrar sea acertado, sobre todo en algunas muy concretas. Estaba yo, y prosigo, sentado a esa hora en la ventana de mi casa y desde ella veía la plazoleta concurrida y como el sol acariciaba, despidiéndose, las hojas más altas de los álamos, acentuando con ello, y en ellas, su incipiente tono dorado, otorgándoles una coloración que, por fortuna, iban cogiendo despaciosamente, pues ya se sabe, y repito, que todo lo bueno se consigue sin prisa. Se movían lentas, casi acompasadamente, impulsadas por un ligero vientecillo, y, desde luego, menos aceleradas que un buen número de vencejos, los más rezagados en iniciar su viaje al África, que revoloteaban incesantemente en busca de su menú. Bueno, o de otras cosas, que esos negros pájaros, mientras vuelan, comen, duermen, e incluso copulan, y así se pasan planeando hasta nueve meses al año. En esos momentos, y aunque ya se me pasó la edad ligera, y por no hacer mudanza en la costumbre, comencé a rebinar, al igual que lo solía hacer en otras tantas tardes, sobre algunas cosas, al parecer superficiales, pero que a mí, y puede que a otros muchos, no nos lo parecen, y bien al contrario, supone un acto que me regala grandes satisfacciones y me lleva a algunas entelequias, tomando este término en el aristotélico sentido, productoras de los más amenos y deleitosos ratos que imaginarse pueda. Y seguro estoy que por la lentitud que mostraba Helios en ocultarse y la rapidez de los apódidos por buscarse el sustento, cayó mi magín en la trivialidad de ocuparse de las cosas que esencialmente tienen valía, o dicho de otra manera, se van consiguiendo paso a paso, gramo a gramo, segundo a segundo, constituyendo, por todo ello, el fundamento, la eseidad de una persona buena. Y lo hizo tomando como referente la vida de cualquier buen hijo de vecino. Así un hombre, sea cualesquiera su oficio, empleo o profesión, llega a ser un buen conocedor del correcto modo de desarrollar su trabajo a base de paciencia, observación, estudio, ganas, y tiempo. Todos y cada uno de nosotros, al incorporarnos a la diaria faena, ya sea esta oficio o profesión académica, o hayamos acudido a ella tras dejar prematuramente el colegio o por la finalización de unos estudios, sabemos sólo una mínima parte de lo que llegamos a conocer con el cotidiano ejercicio. La experiencia, ya se sabe, es la madre de la sabiduría. Entonces, en esos instantes de inmensa placidez, en los que la soledad nos suele producir un gran bienestar, recordé al poeta sevillano y vinieron a mi magín varios temas recurrentes. Uno, la familia, que siempre supone un elemento fundamental en la vida del individuo. Y empecé a rememorar la época en la que uno gobierna su casa y sabe bien lo que cuestan las lentejas y la leña. El mismo período de tiempo en el que se empieza a cuidar de los hijos y es cuando se toma conciencia de la gran deuda que tenemos adquirida para con los padres, y también aquel dicho de Jardiel Poncela, quien afirmaba que por muy severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca lo será tanto como el hijo que juzga a su padre. Otro fue la senectud, esa época en que los recuerdos son mucho más fuertes que la esperanza, y que las sapiencias son de distinta eseidad, pues, sabido es, que de joven se conocen las reglas y de viejo las excepciones. En ese momento vi pasar a una mujer y ello me llevó a cambiar de inmediato mis reflexiones y pensar en ella, en la Mujer, y en la cantidad de beneficios de toda clase y condición que ha aportado, aporta y aportará al bien de la humanidad. Pienso, y creo que podría demostrarlo, que es lo mejor que hay sobre la faz de la tierra, pero con una diferencia abismal. Y si es así, que así es y en todos sus aspectos, llega al desiderátum cuando entre ella y el hombre se desarrolla el enamoramiento, esa sensación etérea, sutil, voluptuosa y abrasadora, que siempre ha hecho feliz a quien la ha padecido, fuera cual fuese la edad de los protagonistas. Y estando en estas elucubraciones sobre el cariño y la parsimonia con la que este debe desarrollarse, pasó por mi puerta un mozo cantando -¡hoy ya no cantan los mozos por las calles!- y en su copla decía: El amor no es flor de un día, ni arrebato, ni pasión; el amor es letanía de perlas que el corazón va dejando cada día. Ramón Serrano G. Diciembre 2014

viernes, 5 de diciembre de 2014

El señor Pérez

En el despacho del director general, don Ezequiel Gómez del Paular se percibía un ambiente tenso, dramático. Al acto sólo habían acudido el titular, que ocupaba su sillón, y sentados ante la mesa, el señor Ridruejo, jefe del área de personal, con cara de circunstancias, y el señor Pérez, serio, muy serio, sabedor de que no había sido convocado allí para nada bueno. Por la mente de este último desfilaron en un instante la gran cantidad de veces que había ocupado ese mismo lugar con anterioridad, pero en todas esas ocasiones precedentes fue para recibir agradecimientos y enhorabuenas por las mil actuaciones suyas en las que la empresa, pionera en Europa entre las del ramo, le felicitaba, ya que, a consecuencia de ellas, se habían obtenido pingues beneficios. Pero esos eran otros tiempos. Hoy el ambiente era otro. Tomó la palabra el director general para decir: -Señor Pérez, puede creerme si le digo que. por ninguna causa, me hubiese agradado haberle citado aquí hoy por el motivo por el que lo hago. Pero en la vida hay ocasiones en las que se ve uno obligado a dar pasos que son necesarios, aunque muy amargos. En fin, usted conoce los motivos que nos han llevado a tomar la decisión de despedirle de esta empresa, a la que ha estado siempre tan vinculado y en la que ha sido muy apreciado por todos. Y como no quiero hacer muy extenso este penoso, pero obligatorio, trance, paso a decirle que queda despedido. Le ruego acompañe al señor Ridruejo, que le dará la carta de despido y el correspondiente finiquito con su indemnización. Ahora, tan sólo me queda desearle lo mejor para su futuro. - - - - - - - Tres días después, a las 10 horas o`clock, los señores Gómez del Paular y Ridruejo, se hallaban ente el despacho de don Alfonso Racionero Estévez, presidente y dueño de la empresa. Treinta segundos más tarde, la secretaria les abrió la puerta del mismo rogándoles que pasaran. Así lo hicieron, y tras los oportunos saludos -de rigor por parte del receptor, y protocolario y casi reverencial de los visitantes-, aquél pidió el relato de lo sucedido. Cumplió con el ruego el director y acabada su intervención: -¿Y cómo tomó el hombre nuestra decisión?, preguntó el presidente. -Con sumisión, en un silencio sepulcral, y que con un dolor enorme según me pareció percibir. -¿Ustedes creen que hemos obrado correctamente?, inquirió de nuevo aquél. -Nosotros pensamos que sí, repuso el otro buscando con la mirada la corroboración del jefe de personal, quien asintió bajando la cabeza. -Pues yo estoy cada vez más convencido de que no ha sido de esa manera. No teníamos suficientes fundamentos para hacerlo. -Pero sí sabemos, intervino el señor Ridruejo, que cometió faltas tan graves como el trabajar durante varios meses con una abulia impensable, y que además mantuvo contactos con la competencia. -Seamos francos, le interrumpió Racionero. Fue esa competencia a la que usted alude, la que, conocedora de las muchas virtudes y del buen hacer del señor Pérez, le convocó para tratar de conseguir sus servicios. Él, obrando correctamente, acudió a la cita que le dieron, pero denegó la petición que le proponían, la cual, dicho sea de paso, le concedía una remuneración bastante superior a la que nosotros le dábamos. -Por otra parte, prosiguió diciendo el presidente, todos sabemos que, durante una buena temporada, su rendimiento laboral no ha sido el habitual. Pero es que conocen ustedes a alguien que durante todos los días de su vida laboral rinda al cien por cien. No voy a referirme a las conocidas ausencias, digamos justificadas en mayor o menor medida, que tienen ustedes dos. Pero sí he de confesar que son muchas las jornadas que yo antepongo el yate al despacho, y no hablemos de que bastantes mañanas, y tardes, me dedico a evitar bogies y conseguir birdies, en vez de estar revisando proyectos y estudiando posibles inversiones. ¿Y qué ocurre, que yo como soy el jefe puedo tener fallos y el currante no? -De cualquier forma, y si me lo permite señor presidente, sigo creyendo que ha faltado a las promesas que nos hizo cuando le contratamos, intervino Gómez del Paular. -¡Claro!, mi querido señor director general. Ya le digo que los trabajadores son los que siempre faltan a sus compromisos laborales. Pero ¿y nosotros? ¿Hemos sido fieles a la promesa que le hicimos al señor Pérez de que siempre tendría asegurado un puesto de trabajo, si actuaba de acuerdo con sus posibilidades? No amigos, no. Hablemos claro. Ese despido se ha efectuado por causas normales si se quiere, pero vergonzosas. En primer lugar porque nuestro hombre tuvo un bajón en su productividad y no nos preocupamos ni de averiguar las causas, ni, por supuesto, de ayudarle para que se recuperara. Y en segundo, porque nuestra verdadera razón para despedirle ha sido un “aviso a navegantes” para todos sus compañeros. No se le ocurra a nadie ponerse al habla con cualquier empresa, porque, si nos enteramos, estará despedido al día siguiente. -Sí, comentó Gómez del Paular. Sí lleva muchísima razón en lo que está diciendo, pero convendrá conmigo en que, hoy en día, nadie obra como usted lo va a hacer. -Y a mí qué más me da que sea así. Por regla general, cuanto más alto se está en la escala social, más comprensión se pide para nuestras faltas y menos tolerancia se suele tener con las ajenas. Pero esta vez no ocurrirá de este modo. Esta vez quiero reparar esa injusticia equiparando a ambas partes, pues si él obró mal o no actuó todo lo bien que debiera, nosotros le hemos hecho pésimamente. Y no debe quedar de esa manera. Así que, señor Ridruejo, le ruego se ponga en contacto de inmediato con el señor Pérez. Háblele en mi nombre, pídale disculpas por el desafortunado despido, y, si no ha sido contratado ya por otra empresa, cosa que me temo, concierte lo antes posible una cita conmigo, bien en su casa, aquí, o en el lugar que elija, y hágale el ofrecimiento por mi parte de un nuevo contrato por tiempo indefinido, y con condiciones muy mejoradas para él. Cuando haya concretado esa reunión, me da fecha, hora y lugar de la misma. ¡Ah! Me acompañará usted a ella con todos los papeles debidamente preparados. Dentro de una hora recibirá en su despacho las condiciones que ha de especificar en el contrato. Buenos días señores. Ramón Serrano G. Diciembre 2014

jueves, 4 de diciembre de 2014

viernes, 21 de noviembre de 2014

Soñando

Lo sé. Lo sé perfectamente, porque lo he pensado una y mil veces. Porque me he hallado en esa situación mil y una ocasiones y por eso, aunque sólo fuera por eso, puedo jurar que es cierto. Que lo que voy a contar a continuación es completamente verídico y real. Que nos pasa a todos, o, por lo menos, a muchos de nosotros. Y ello es que no se puede vivir de ilusiones y quimeras, sino que cada uno ha de aferrarse a su realidad y ha de tratar de vivir con ella, con la intención de mejorarla en lo posible, y si eso no lo fuese, de sobrellevarla con agrado y resignación, tanto en sus pros como en sus contras. Pero esto, una verdad tan grande como el desierto del Sahara, es por otro lado mejorable si cada persona, por su idiosincrasia y forma de ser, sabe adaptarse a su situación (geográfica, laboral, social, etc.), y, pese a tener que seguir viviendo de acuerdo con ella, obtener la más completa posibilidad de desarrollar todas y cada una de sus fantasías, aunque sólo sea in mente. Sí, es cierto, aunque parezca un antagonismo. Está totalmente demostrado que se puede vivir maravillosamente soñando. Y aún diré más. ¿Qué es mejor, la vida que nos toca, o nos ha tocado, soportar por las circunstancias, o la que uno ha soñado ya de niño, ya de hombre, y muchas veces aún cuando viejo? Está claro, o creo que debe estarlo. Aquella, por su realidad, demasiadas veces cruda, injusta, y demasiadas veces ineludible, la vivimos a la pura fuerza y, pese a ello, todavía logramos mantener de ella un buen recuerdo. Olvidamos fácilmente, no ya las “durísimas” etapas colegiales o militares, sino el frío durante la poda, el calor insoportable de la fragua, o la fatiga del trabajo de sol a sol. Y sin embargo, ¡admirable proceder del alma humana!, conservamos en el saco de nuestras membranzas la vez que le hicimos los “galguillos” a Evaristo; el primer pelado al cero que nos echaron en el cuartel; la liebre aquella que se soltó de una cepa y la cogió la “Chuspi”; el rejo que le pusimos al trompo de nuestro sobrino, o el rato de siesta que nos dejaba echar el “jefe” después del almuerzo, y ya que estamos en la siesta, de cómo aprovechábamos la de nuestra madre para salir un ratillo a la puerta del corral e intercambiar unas frases y alguna carantoña con el mozo que iba camino de su faena. De esas cosas, sí que solemos acordarnos. Y añadiré: afortunadamente. Porque, para nuestra fortuna, siempre podemos rememorar, pero también podemos soñar. Soñar, o sea, imaginar como posibles, o reales, cosas que no lo son, según dice el DRAE en su acepción segunda. Recrearse pensando en cosas que tienen pocas posibilidades de ocurrir, pero que nos son agradables al creer que, de hacerlo, nos darían la felicidad. Pensar, simplemente pensar para llegar a ver la luz. Y para contar esto, no he recurrido a Quevedo, mi autor preferido, ni al nunca suficientemente ponderado Don Quijote, sino al perínclito Calderón. Este nos narra en su mejor obra, La vida es sueño, el pensamiento de un príncipe cautivo que pasa de la oscuridad a la luz con el reconocimiento de sí mismo. Es este un tema que ya habían tocado la ideología hindú, la mística persa, la moral budista, la tradición judeo-cristiana, y la filosofía griega, si recordamos que Platón afirma que el hombre vive cautivo en una cueva, de la que sólo saldrá haciendo el bien. Y todas ellas lo realizan siempre para hacernos ver cómo se impone la libertad frente al destino. Y poniéndonos incluso más trascendentes, evoquemos, aunque sea muy de pasada, el existencialismo, esa corriente filosófica a la que se podría describir como el modo de ser del propio hombre, y que mantiene, como uno de sus principios más importantes, que en el ser humano la existencia precede a la esencia (Sartre), o sea, que no es la naturaleza la que determina al individuo, sino que es este quien dictamina con sus actos cómo ha de ser, tanto él como su vida. De ahí que a lo largo de los tiempos, en cualquier época o lugar, ha habido personas que estando sometidas a unas condiciones de vida poco deseables, han sabido sobreponerse a ellas dejando que su mente soñase, y que en esa onírica actividad se alcanzasen metas y logros altamente satisfactorios, que no eliminaban la dureza del cotidiano discurrir de la existencia, pero que daban un gran contento al espíritu. Sí. Seguro estoy de ello, y por eso lo manifiesto, que el hombre, cuando sueña, alcanza un cierto, o quizás estaría mejor dicho, un muy alto grado de felicidad. Y como confirmación, vean lo que cantaba aquel joven baturro: Soñé que el fuego se helaba/ soñé que la nieve ardía/ y por soñar imposibles/ soñé que tú me querías. Ramón Serrano G. Noviembre de 2014

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Un mayor dolor

-Buenas tardes, dijo Agustina al recibirnos. Pasad, pasad al cuarto de estar, que ahí está el hombre tan hundido como siempre. A ver si conseguís levantarle un poco el ánimo, que falta le hace. Ya habíamos ido a su casa varias veces, puesto que Alberto era buen amigo de Luis, pero hacía unos meses que no le visitábamos por su expreso deseo. Un duro revés socio-económico que había sufrido últimamente sin que él hubiese hecho nada para provocarlo, ni para merecerlo, le había hecho caer en una depresión por la que no quería ver a nadie, ni que nadie le viese. En varias ocasiones nos habíamos llegado hasta su domicilio, preguntado por él, y su mujer se limitaba a darnos noticias de su estado. Y ahora, presumiendo una ligera mejoría, y una actitud más abierta y tolerante, nos aprestamos a ir a verle. No era así exactamente. Lo encontramos más caído que sentado en su butaca, en penumbra, y con una cara que hizo un esbozo de alegría al vernos, pero que de inmediato se tornó amarrida. Luis, obligado por su natural panfilismo y su amistad, quiso darle ánimos, pero el otro le cortó con un sequete y una hosquedad impropias de él. -No Luis, no. Nada, o tal vez muy poco hay que pueda levantarme el ánimo, pues cuando a un hombre le dan una puñalada como la que a mí me han dado, puede decirse que está muerto, aunque siga respirando. Ya sé que estás enterado de lo que me ha sucedido, pero déjame que te lo explique de nuevo, ya que con ello, aunque me duele al narrarlo, parece como si encontrase un alivio. Quien tiene una herida, y yo la tengo, y grande, sabe que con la quejumbre no se va a curar su mal, pero haciéndolo, siente un alivio anímico muy importante. Es un treno unipersonal y monocorde, que utilizo siempre como punto de partida para efectuar una reflexión moral sobre mi destino. Cuando acabo de contarnos su ya sabida desventura, tomó la palabra mi amigo. -Mira, entiendo y valoro tu pesar, que está lleno de enormidad y de injusticia. Pero también sé, porque te conozco hace tiempo, de tu entereza y de la capacidad que tienes para poder salir pronto, y yo diría que hasta airoso, de esta tesitura y este trance que te tienen fuera de ti y del que has sido el agente a través del cual se ha exteriorizado, pero en ningún caso el culpable de su suceso. Y sabes que no hay mejor panacea para el alma que tener la conciencia tranquila. -Pues has de saber, respondió Alberto, que estás equivocado, pese a los buenos ojos con los que me miras. El daño que me han causado es enorme. De tal intensidad, que tengo la seguridad de que han abatido para siempre mi entusiasmo y mis ganas de vivir. Si esto me hubiera sucedido tiempo ha, el duro golpe me hubiese afectado, ¡cómo no!, mas no me habrían faltado esfuerzo ni ganas de vencerlo y superar el daño que me hubiese ocasionado. Pero ahora… -De verdad, dijo Luis, que lamento verte en esta pésima situación, pero piensa en que podría haber sido mucho peor, y no porque ella en sí no tenga una magnitud más que considerable. Pero, por un momento, y aunque es casi imposible que sucediera lo que voy a decirte, hazte la idea de que fueses culpable de lo que se te acusa. De que, en vez de ser la víctima inocente de este mal, hubieses sido tú el autor del daño. Porque tú, y yo, y muchos más, pensamos y sabemos que es muy triste lo que ha ocurrido. Nosotros por nuestra forma de pensar. Tú, desgraciadamente, por experiencia. Pero dime ¿cómo te hallarías si en vez de tratarse de una pajarota, fueses nocente de lo que te acusan? Todos te señalarían con el dedo, y muchos, incluso alguno de tus amigos y conocidos, hubiesen dejado de hablarte, mientras que otros volverían la cabeza para no decirte ni buenos días, que a los araneros es mejor no dirigirle la palabra. -Sabes que de haber sido así, continuó, sufrirías mucho más. Y sabes también que tienes en tu ser un destrozo enorme, pero que puedes superarlo ya que posees dos armas muy efectivas: la primera, tu inocencia. Y la segunda, tus amigos, que te seguimos estimando y que estamos prestos para acudir en tu ayuda. Utilízalas, y comprobarás lo rápidamente que triunfas sobre este indeseable y torticero episodio que atraviesas. No desfallezcas, No claudiques tan pronto. Lucha, y cuando venzas, y estoy convencido que lo harás, enseguida sentirás la enorme satisfacción que siempre invade a quien es justo vencedor. Pareció entonces que aquellas palabras causaron buen efecto en Alberto, quien durante un buen rato estuvo platicando con mejor ánimo. Nos fuimos luego satisfechos en grado sumo y con la esperanza de volver pronto. Y, a la salida, le dije: -Luis, ¡qué orgulloso me siento de vivir contigo! Tu amigo saldrá pronto de la disposición en que se encuentra gracias, entre otras cosas, al buen tino de tus apreciamientos y tu modo de enfocar ese gran problema. ¡Pobre de aquél que no lo vea así! Te felicito por todo ello y felicito a Alberto y a mí mismo, ya que tener a nuestra disposición a alguien como tú, un buen amigo, reconforta y anima como muchos no se imaginan. Ramón Serrano G. Noviembre 2014

jueves, 6 de noviembre de 2014

Cartas

Es archisabido que, a los que tenemos una edad avanzada, nos agrada sobremanera recordar tiempos pretéritos. Por supuesto que esto no es cosa que venga ocurriendo en estos días a comienzos del siglo XXI, pues todos recordamos que, ya en el XV, Jorge Manrique afirmaba aquello de ...como a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor. Y de entre las muchas cosas del antaño que añoro especialmente son las cartas que se escribían entre amigos, familiares o deudos. Carentes por completo de los medios actuales, las gentes, teniendo la necesidad de comunicarse, acudían al papel y la pluma para hacerlo. Abandonados ya los cálamos, se utilizaban los portaplumas, las plumillas de pico pato o de corona y los tinteros Pelikan o Waterman. Y en un papel, de mayor o menor gramaje, pero con el mejor alisado posible, se escribían unas cartas preciosas de amor, de viajes, de relaciones amistosas, de … Afortunadamente, muchas y muchos mujeres y hombres atesoran antiquísimas misivas que les son muy queridas por diferentes motivos, como también se conservan memorables cartas de insignes personajes. Citaré, por citar alguna, la de Isabel II de Borbón a un desconocido turco-albanés; la de Beethoven a su inmortal amada; la de Stefan Zweig a una desconocida; y la de Campoamor: Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros, cuenta os dará de la memoria mía… Hoy, bien lo sabéis, y por desgracia, ya no escribimos cartas. De ningún estilo. Y no digo ya a pluma, que esta fue sustituida, tiempo ha, por utensilios electrónicos, más rápidos y eficaces, con los que nos enviamos diariamente profusión de correos, ya prefabricados, y que no son nuestro sentir, sino el de otros. Porque lo que nosotros nos queremos comunicar en nuestro día a día, lo hacemos a través del whatsapp, palabra horrible donde las haya, o por e-mail, que son, como la mayoría de ustedes ya saben, unas aplicaciones de mensajería móvil por lo que, al ser casi gratis, muchas personas, pero sobre todo nuestros jóvenes, las están usando continuamente. Y quiero resaltar una gran diferencia que existe entre la mensajería y el whatsapp (qué mal se me da escribirlo y pronunciarlo), aparte del estipendio y la gratuidad. A aquellos no responde casi nadie, mientras que en este no has acabado de enviar tus palabras, cuando ya estás recibiendo la contestación. Y yo, a partir de ahora, quiero escribir, con alguna frecuencia, cartas a través de este medio periodístico que generosamente se me permite utilizar, y lo voy a hacer a determinados amigos que sé, con absoluta seguridad, que me responderán, y que lo harán, más bien, pronto que tarde. Por supuesto que, al hacerlo, adoptaré las mismas precauciones que tomo cuando escribo por e-mail: lo hago con CCO (con copia oculta) para que así nadie pueda acceder a la dirección de cualquier destinatario. Por eso, en estas cartas que anuncio, nunca daré el nombre de a quien, o a quienes, van dirigidas, aunque ellos sabrán perfectamente que son los receptores. Todos ellos tienen, al menos, dos condiciones en común: la primera, es que ya subieron a la barca de Caronte, y la otra, es que fueron personas de felice recordatione, entrañables, cultas y entregadas a los demás. Por eso, porque como muy bien dice el prefacio de difuntos: ...vita mutatur, non tollitur..., muchas veces viene su recuerdo a mi memoria; muy a menudo me sirven sus actos como camino a seguir; porque frecuentemente suceden hechos de cierta trascendencia de los que sé que les gustaría estar enterados; por todo esto, y porque así sigo teniendo con ellos una muy agradable relación pese a la insalvable distancia, es por lo que voy a mantener esa correspondencia que les he anunciado. Desde luego, quiero pedir de antemano disculpas a quien pueda dar a este futuro carteo un sentido macabro o de mal gusto, porque les aseguro que no hay nada más lejos de mi intención, que no es otra, como digo, que la de mantener y, si es posible hacer más vivo, el recuerdo por un lado, y, por otro, seguir recibiendo lecciones de unas buenas personas, unas muy buenas personas, que un día convivieron con nosotros y que hoy, para nuestro infortunio, ya no están aquí. Finalmente he de decir, que esta intención está basada en una idea que tengo aceptada desde hace muchísimo tiempo y que no es otra que, aquellos que fallecen, sólo dejan de vivir si su recuerdo desaparece entre los que aquí quedamos. Pero mientras sigamos hablando de ellos, y con ellos, o escribiéndoles, seguirán estando vivos. Y si piensan un poco, esto que yo me propongo hacer ahora, ya lo han venido haciendo cantidad de personas de todos los ámbitos y condiciones. Cuántos, acabada una vendimia fructífera, han hablado para sus adentros, diciéndole al finado: -Padre, este año no se nos ha dado mal, ¿verdad? Cuántos, ante una adversidad en su negocio, han optado por una solución pensando en que ese mismo arreglo lo había visto dar otros de la casa en similar situación. Y cuántos, viendo que el hijo había terminado la misma carrera que el abuelo, le hablaban a este para decirle que estaban convencidos de que se sentía orgulloso del camino que había emprendido su joven heredero. Sí, está claro que en esta tarea no voy a ser pionero. Pero eso no me importa. Lo haré, porque sé que mi alma va a sentir con ello una gran satisfacción. Así que ya me dirijo a ellos diciéndoles: -Amigos, dentro de poco recibiréis noticias a través de mis cartas. Ramón Serrano G Octubre de 2014

Un mayor dolor

-Buenas tardes, dijo Agustina al recibirnos. Pasad, pasad al cuarto de estar, que ahí está el hombre tan hundido como siempre. A ver si conseguís levantarle un poco el ánimo, que falta le hace. Ya habíamos ido a su casa varias veces, puesto que Alberto era buen amigo de Luis, pero hacía unos meses que no le visitábamos por su expreso deseo. Un duro revés socio-económico que había sufrido últimamente sin que él hubiese hecho nada para provocarlo, ni para merecerlo, le había hecho caer en una depresión por la que no quería ver a nadie, ni que nadie le viese. En varias ocasiones nos habíamos llegado hasta su domicilio, preguntado por él, y su mujer se limitaba a darnos noticias de su estado. Y ahora, presumiendo una ligera mejoría, y una actitud más abierta y tolerante, nos aprestamos a ir a verle. No era así exactamente. Lo encontramos más caído que sentado en su butaca, en penumbra, y con una cara que hizo un esbozo de alegría al vernos, pero que de inmediato se tornó amarrida. Luis, obligado por su natural panfilismo y su amistad, quiso darle ánimos, pero el otro le cortó con un sequete y una hosquedad impropias de él. -No Luis, no. Nada, o tal vez muy poco hay que pueda levantarme el ánimo, pues cuando a un hombre le dan una puñalada como la que a mí me han dado, puede decirse que está muerto, aunque siga respirando. Ya sé que estás enterado de lo que me ha sucedido, pero déjame que te lo explique de nuevo, ya que con ello, aunque me duele al narrarlo, parece como si encontrase un alivio. Quien tiene una herida, y yo la tengo, y grande, sabe que con la quejumbre no se va a curar su mal, pero haciéndolo, siente un alivio anímico muy importante. Es un treno unipersonal y monocorde, que utilizo siempre como punto de partida para efectuar una reflexión moral sobre mi destino. Cuando acabo de contarnos su ya sabida desventura, tomó la palabra mi amigo. -Mira, entiendo y valoro tu pesar, que está lleno de enormidad y de injusticia. Pero también sé, porque te conozco hace tiempo, de tu entereza y de la capacidad que tienes para poder salir pronto, y yo diría que hasta airoso, de esta tesitura y este trance que te tienen fuera de ti y del que has sido el agente a través del cual se ha exteriorizado, pero en ningún caso el culpable de su suceso. Y sabes que no hay mejor panacea para el alma que tener la conciencia tranquila. -Pues has de saber, respondió Alberto, que estás equivocado, pese a los buenos ojos con los que me miras. El daño que me han causado es enorme. De tal intensidad, que tengo la seguridad de que han abatido para siempre mi entusiasmo y mis ganas de vivir. Si esto me hubiera sucedido tiempo ha, el duro golpe me hubiese afectado, ¡cómo no!, mas no me habrían faltado esfuerzo ni ganas de vencerlo y superar el daño que me hubiese ocasionado. Pero ahora… -De verdad, dijo Luis, que lamento verte en esta pésima situación, pero piensa en que podría haber sido mucho peor, y no porque ella en sí no tenga una magnitud más que considerable. Pero, por un momento, y aunque es casi imposible que sucediera lo que voy a decirte, hazte la idea de que fueses culpable de lo que se te acusa. De que, en vez de ser la víctima inocente de este mal, hubieses sido tú el autor del daño. Porque tú, y yo, y muchos más, pensamos y sabemos que es muy triste lo que ha ocurrido. Nosotros por nuestra forma de pensar. Tú, desgraciadamente, por experiencia. Pero dime ¿cómo te hallarías si en vez de tratarse de una pajarota, fueses nocente de lo que te acusan? Todos te señalarían con el dedo, y muchos, incluso alguno de tus amigos y conocidos, hubiesen dejado de hablarte, mientras que otros volverían la cabeza para no decirte ni buenos días, que a los araneros es mejor no dirigirle la palabra. -Sabes que de haber sido así, continuó, sufrirías mucho más. Y sabes también que tienes en tu ser un destrozo enorme, pero que puedes superarlo ya que posees dos armas muy efectivas: la primera, tu inocencia. Y la segunda, tus amigos, que te seguimos estimando y que estamos prestos para acudir en tu ayuda. Utilízalas, y comprobarás lo rápidamente que triunfas sobre este indeseable y torticero episodio que atraviesas. No desfallezcas, No claudiques tan pronto. Lucha, y cuando venzas, y estoy convencido que lo harás, enseguida sentirás la enorme satisfacción que siempre invade a quien es justo vencedor. Pareció entonces que aquellas palabras causaron buen efecto en Alberto, quien durante un buen rato estuvo platicando con mejor ánimo. Nos fuimos luego satisfechos en grado sumo y con la esperanza de volver pronto. Y, a la salida, le dije: -Luis, ¡qué orgulloso me siento de vivir contigo! Tu amigo saldrá pronto de la disposición en que se encuentra gracias, entre otras cosas, al buen tino de tus apreciamientos y tu modo de enfocar ese gran problema. ¡Pobre de aquél que no lo vea así! Te felicito por todo ello y felicito a Alberto y a mí mismo, ya que tener a nuestra disposición a alguien como tú, un buen amigo, reconforta y anima como muchos no se imaginan. Ramón Serrano G. Noviembre 2014

jueves, 9 de octubre de 2014

¡Hola, viento!

-¡Hola, viento! Ya veo que, por estas fechas, estás de nuevo aquí como es tu costumbre. Perdona, sin embargo, que no te llame amigo, pero tengo que decirte que cada vez que regresas es para mi disgusto. He de reconocer que eres puntual, como un enamorado, aunque sabes perfectamente que tu presencia no es agradable, ni benefactora incluso, para muchos. Eres impetuoso, irreflexivo, violento a veces, amén de que también ya sueles venir frío, molesto y desapacible. Compréndelo. En marzo, al menos, y aunque fuerte, muy fuerte en ocasiones, eres beneficioso al ser portador de muchas vidas. Y sin embargo ahora, en el otoño, a más de a las hojas secas, eso que parece tan poético, te llevas las palabras, a muchas personas y a otras muchas, como a mí, y como a bastantes otros, nos haces sentirnos incómodos y molestos en grado sumo. Pero tú eres ... como siempre fuiste, ya seas Boreas, Euro, Austros o Céfiro. Te conocían los griegos como servidor de Eolo, pero no el Eolo hijo de Helén, ni el de Poseidón, sino el hijo de Hípotes, único señor vuestro, con poder absoluto sobre vosotros, que os tenía encerrados y os gobernaba con un absoluto poder, apresándoos o liberándoos a su antojo, pero con gran cuidado, ya que los vientos, tú y tus hermanos, en estado libre, y a vuestro albedrío, podíais, y podéis, causar grandes trastornos en el cielo, muchos daños y mutaciones en las tierras, y bastantes perturbaciones en las aguas. Tenéis esa capacidad desde siempre. Pues mira qué bien. Lo que no sé, siquiera, es cómo te saludo, ya que para mí eres causa inevitable de un malestar físico, y sobre todo anímico, que tolero difícilmente. Y no soy el único. Cuando tienes más intensidad que el céfiro, y te presentas silbando y arrastrando, como antes ya te decía, hojas secas, -afortunadamente por estas nuestras latitudes no alcanzas nunca la categoría de huracán- produces en muchos de nosotros un malestar característico. Invades, arrastras, arrollas cuanto coges. Si puedes, no respetas hueco ni rendija que halles a tu paso, para luego, alejarte con tu silbante sonar, ese que a pocos gusta y a muchos amilana. Y, al menos a mí, este aludido, o incómodo, desasosiego sólo me lo ocasionas tú, ya que tu, a veces, compañera la lluvia, cuando viene sin ti, es un fenómeno agradable, sensual, cautivador:”…monotonía de la lluvia tras los cristales” que dijera el insigne Machado. Me, nos, ilusiona a muchos enormemente gozar de ese agua de lluvia, a veces fina y nunca sucia, que limpia calles y tejados, y que pone morriñosa el alma de quien se halla lejos de su tierra o de sus seres queridos. Hay sitios y ocasiones, todos los sabemos, en los que las gentes están cansadas de ver la lluvia caer. Pero yo puedo decirte, de todo corazón, que nunca me ahité de eso, como tampoco lo hice de ver las olas llegar, o de pasar los días. Pero volvamos a ocuparnos de ti, y esta vez no para seguir hablando mal, ya que incluso llegaré a elogiarte. Porque también tienes tus virtudes, ¡cómo no ibas a tenerlas! Luego te las diré, aunque pienso que tú, como todos, estás más pagado de ellas que de tus carencias. Hablaré, en primer lugar, de tu sinceridad. Eres claro, simple, bruto incluso, pero franco, sin dobleces ni engaños. Anuncias tu llegada y se te ve venir desde lejos, y más en nuestras llanas tierras en las que no puedes embocarte, ni encajonarte, y te presentas ante nuestras propias barbas haciendo gala de tu poderío, que tratas, nunca de disimular, sino, por el contrario, de enaltecer. Te presentas bruscamente y topas con todo aquello que se te ponga por delante. Y debió ser que, al conocerte, alguien dijo aquello de si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él. Por eso, y también por tu desinteresado esfuerzo, muchos te utilizaron desde tiempos inmemoriales para sus desplazamientos marinos, montando sobre sus cascarones, hasta entonces movidos a remos, unas velas -cuadradas unas, latinas, otras- sobre las que soplabas, aunque, a veces, sólo cuando te venía en gana. Y más tarde, otro alguien, aunque esta vez localizado en tierras holandesas, comprendió que el hombre no podía vencer ni eliminar al viento, pero sí que podía construir molinos para aprovechar su inmensa energía. Y, valiéndose de ella, que tú tienes muchos defectos, pero entre ellos no está el de ser ruin, o cerracatín, para extenderte y regalar tus fuerzas, construyeron infinidad de estos aparatos para la molienda. De varias formas y en muchos lugares. Por su aspecto, y bien lo sabemos los que en estas pardas tierras de La Mancha vivimos, pudiesen parecer gigantes dispuestos a mover más brazos que los de Briareo, aunque, en realidad, lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas al viento, hacen andar la piedra del molino. Es por eso, Viento, que aunque personalmente no te tolere, no me duelan prendas al proclamar tus virtudes, que serían mucho más provechosas si, la mayoría de las veces fueses menos brusco y un poco más comedido en tus actuaciones. Unos atributos que no son sólo los enumerados anteriormente. Además, sacudes a todos los árboles sin distinción de especies; eres favorable, aunque únicamente para quien sabe a dónde va; y tienes consciencia de que el pesimista se queja de ti, el optimista espera a que cambies y el realista ajusta las velas. Y para que veas que, en el fondo, no te quiero tan mal, he dejado para el final lo mejor que se puede decir de ti y que es aquello que se dice de beber los vientos por otra persona. Porque yo te aseguro que lo mejor que le puede suceder a aquél, o a aquélla, es que alguien esté bebiendo los vientos por ella, o por él. Ramón Serrano G Octubre 2014

jueves, 25 de septiembre de 2014

Las nubes

A las 19,30, Tomás, mi hermano mayor y yo, recogimos puntualmente a mi colega David para ir a casa de nuestro gran amigo (de mi hermano y mío, ya que David aún no le conocía personalmente) Eduardo Marco Hierro, “muchimillonario” desde varias generaciones, quien, con la excusa de ver un partido de fútbol, había organizado en su casa una merendola, la cual, conociéndole de antemano, sabíamos que resultaría variada, extensa y exquisita. Cuando llegamos nos abrió la puerta el mayordomo, y vimos que ya se hallaban allí los otros cinco invitados. Acabado el encuentro, y tras el deleitoso lunch, el anfitrión autorizó al servicio para que se retirase, y él mismo nos preparó unas copas. La conversación versó al principio -era lo lógico- sobre el match europeo que acabábamos de ver (la justicia del resultado, la actuación arbitral, etc., en una palabra, los tópicos de siempre), para luego derivar hacia los temas más diversos. Y al rato, en un determinado momento en que casualmente estábamos en un aparte nosotros tres con Eduardo, dijo mi hermano: -David, has de saber una cosa de nuestro convidante y esta es que, a más de ser sencillo, campechano como pocos, y generoso como casi nadie, tanto él como sus antecesores han sabido conservar, y aún acrecentar, una gran fortuna, cuando la mayoría de los humanos, en tan largo espacio de tiempo, la hubiesen, si no dilapidado, sí aminorado bastante. Y lo que es más importante, jamás hicieron, ni hacen, una mínima gala de ella. -Pues estoy casi más orgulloso de tener ese carácter del que primero hablabas que de nuestra habilidad para conservar los haberes heredados, le respondió Eduardo. Pero permitidme que yo le diga también algo a David. ¿Sabes algo de la vida de los abuelos y los padres de estos dos? -Más bien poco, respondió este. Sé que provienen de un pequeño pueblo y que el uno como economista y Javier como profesor, son los primeros universitarios de su familia. -Pues yo te voy a contar muchas otras cosas de esa familia de estos dos hermanos, muy merecedoras de ser conocidas. Verás: al poco de acabar nuestra ignominiosa guerra civil, su abuelo, que aunque era muy trabajador y honrado, sólo tenía una mano al lado de la otra y la calle para correr. Se casó con la hija de un viñero de escasas posesiones -un pichulero, como les llamaban allí- y montó una tienda de coloniales y ultramarinos, negocio ciertamente arriesgado, pero útil, dada la gran escasez de alimentos que imperaba por aquellos entonces. Le fue bien -o al menos él supo hacer que no le fuese mal-y educó a todos sus hijos -tuvo cinco- de modo que fuesen prosperando en la vida. Empezó obligándoles a que simultanearan la escuela, pero sin que perdieran un solo día de ella, con el aprendizaje de algún oficio o profesión. Así el mayor se hizo albañil. El segundo, el padre de estos, con una buena visión de futuro, puso un taller de bicicletas. La tercera se fue a un convento. El cuarto aprendió electricidad y la última abrió un taller de costura. Y todos, salvo Eulalia, la tercera, como es natural, bromeó, eran autónomos; y todos llegaron a tener una buena posición social. -Su padre ya fue amigo del mío, continuó Eduardo. Se conocieron allí en el pueblo donde mi abuelo tenía unas fincas. Más tarde yo, que iba muchos veranos a pasar temporadas a ese lugar, me hice amigo, primero de este, de Marcial, pero luego también de este otro, con el que llegué a intimar más. Cazábamos juntos, ahora jugamos a menudo al golf, e incluso llegamos a hacer algún negocio en común. Y hoy que ya nos conocemos muy bien, puedo decir que ellos han salido a sus antepasados, y que aquellos merecen admiración y aplauso porque dedicaron sus vidas a ir subiendo en todos los buenos estratos de la vida. -Como muchos otros, intervine. -No, Marcial, no. Debes decir como pocos otros, que los más, se dedicaron siempre a mejorar su status, sí. Y, si me apuras, diré que algunos con buenas artes. Pero estuvieron preocupados más de afanar una buena posición económica, que de conseguir unas mejoras culturales y sociales para los suyos. Vuestros antepasados no fueron, y de ello podéis y debéis estar muy, muy, muy satisfechos, no fueron, digo, como esas nubes que sólo saben perseguirse unas a otras, sin llegar a soltar nunca ni una sola gota de agua. -Vuestro abuelo y vuestro padre, continuó, sí que derramaron, no unas pocas gotas, sino chorros de sudor en su esfuerzo para conseguir que sus familias fueses elevándose en todos y en cada uno de los mejores sentidos. Y pienso que también efundieron muchas lágrimas de satisfacción al ver que unos y otros no los defraudasteis, y llegasteis a lugares a los que ni ellos mismos habían soñado. -Me queréis decir que cara pondría hoy vuestro abuelo, ¿se llamaba Tomas como tú, verdad?, si te viese a ti como economista; o a ti como profesor de Universidad; o a vuestra hermana Pilar como médico puericultor. Seguro que se hallaría más contento de ello, que si hubiese multiplicado sus haberes. Calló entonces, le dimos un abrazo y brindamos. Y aquella copa sí que nos supo muy requetebién. Ramón Serrano G. Setiembre de 2014

jueves, 11 de septiembre de 2014

Las potencias

“…no te rindas,…aunque el frío queme, aunque el miedo muerda…”.- Mario Benedetti. Total ¿por qué? ¿Por las caricias falsas e interesadas de una veinteañera? ¿Por unos revolcones en el prado? ¿Por no saber controlar tanta lujuria? Actos, todos ellos, en los que estuviste totalmente dominado por la libídine, un vicio al fin y al cabo, y que, a la larga, termina no satisfaciendo por completo a nadie. Yo pienso que fue sólo por eso. Desgraciadamente tuvo que ser por esa tenuidad, aunque, conociéndote, también debió influir en tu infausta actitud el hecho de que, sublimada tu egolatría con tan parvo e irrisorio triunfo, creíste ser un donjuán y te sentiste muy macho y satisfecho, no sólo con lo conseguido, sino porque los hombres del pueblo comentaron en bares y tertulias tu faldero triunfo, y además, pobre miope, llegaste a creer que las demás hembras, deslumbradas, volverían la cabeza a tu paso. ¡Menudo éxito! O, ahora que lo pienso, ¿no perpetrarías la badomía aquella porque estabas cansado de ser feliz? Que los humanos solemos (y digo solemos porque yo formo parte de ti) cometer esos dislates, y así, ingente cantidad de personas, poseedoras y disfrutadoras de bienes materiales o espirituales muy reconfortantes y satisfactorios, de pronto, se ven atacados por un extraño virus que les lleva, no a una humildad y a una sencillez de vida diríamos casi monacales, sino a un cambio de aficiones y apetencias absurdamente llenas de peligros, y dispensadoras de deleites, de una gran prosopopeya, pero de valor baladí. Por uno de estos motivos, o por todos a la vez, tuviste que dejar a tu familia, a tu mujer, o ¿fue ella la que te dejó a ti? Mas eso da lo mismo. Por otra parte, tu empresa, con muy buen criterio, te trasladó a muchos kilómetros de distancia y debes dar gracias que no te obsequiase con una carta de despido. El caso es que, cuando cuentas con poco más de cuarenta años, cuando tu vida, que, razonablemente y salvo una desgracia, aún no ha llegado a su mitad, tú, hoy, hueles a invierno. A cosecha agostada. A flor marchita. A fracaso. Pero dejemos este tema recurrente. Soy, bien lo sabes, la mitad de tu alma. La que no está conforme, y sí molesta, con tu proceder inadecuado. Pero si observas, en ninguna de nosotras dos, ni en mí ni en el otro fifty, se aprecia el color verde indicador de que existe en nosotras una esperanza de futuro. Dudamos de que seas capaz de remontar el vuelo -lo siento, pero se te ve con las alas muy caídas- y dar a tu existir el impulso necesario para construir una nueva vida. Y aunque esa es nuestra percepción, no es, sin embargo nuestro deseo para el futuro. Nosotras, tu alma entera, quisiéramos que si esa “hombría” de la que gustabas presumir es en ti radicular, te comportes en el inicio de esta nueva etapa de tu existir como un verdadero hombre. Piensa que quien sabe errar también ha de saber acertar, y si tuviste capacidad para unas cosas, debes aprovechar esa aptitud para alcanzar otras. Reinvéntate, será bonito. Nosotras, y por lo tanto tú, tenemos tres potencias. Úsalas. ¿Recuerdas cuáles son? En primer lugar repasa bien lo sucedido, que lo tendrás retenido en tu cabeza. Recapacita todo lo que hiciste y alcanza a comprender qué fue lo que provocó tu fracaso. Hazlo con profusión de detalles, porque el más nimio, tanto si lo era en sí como si a ti te lo parecía, pudo ser el desencadenante de lo que te sobrevino. Ahora, no te abandones, “no te rindas, aún estás a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo…”. Infiere que debes forjar una nueva vida, y para ello, busca ideas, compara situaciones, júzgalas, y luego introduce los cambios que estimes necesarios, porque no creo que quieras persistir en el error. A continuación, lánzate con todas tus fuerzas a modelar la segunda parte de tu existencia. Piensa que eso te va a costar, y mucho. Más de lo que crees. Pero piensa también que, cuando logres tu propósito, serás bastante más feliz de lo que te puedas imaginar, viéndote en el estado en que te hallas. Y si tienes trabajo y una casa, aunque no sea la que tú hubieras deseado, únicamente te debes plantear si el futuro quieres vivirlo solo o en compañía de alguien. Conociéndote y sabiendo que la mujer tiene para ti un valor inmenso, creo que deberías optar por lo segundo. Busca a alguna que te dé apoyo, consejo, ganas de triunfo, mas recuerda, muy mucho, que reducir su función únicamente al sexo es banalizarla de la manera más absurda. Ellas que fueron tu perdición podrían ser la mejor ayuda para tu revalorización. Entonces, si me lo permites, te aconsejaría que trataras de conseguir el perdón de esa a la que tanto daño hiciste, e intentar que volviese junto a ti. Nosotras, que la conocimos bien, sabemos que no hallarás otra mejor, y hasta presumimos de que llegaría a disculparte e, incluso, sería feliz y conseguiría que tú también lo fueras si os unieseis de nuevo. Por último he de pedirte que ahora no te hundas ni abandones. “ No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje…”. Pon manos a la obra sin miedo, con cierto entendimiento y bastante voluntad, pensando que es mucho, y es muy bueno, lo que todavía puedes conseguir a estas alturas. Ramón Serrano G. Setiembre 2014

jueves, 14 de agosto de 2014

El tiempo

“El tiempo de vivir es, para todo, breve e irreparable”.- Virgilio En mayo del año 2000 -¡qué barbaridad, cómo pasa el tiempo- publicaba yo en estas mismas páginas un artículo sobre lo beneficioso que es saber ganar el tiempo, y me refería a las diversas maneras de aludir a él: hogaño, prognosis, ínterin, otrora, anteriori, posteriori. ¡Cuántos y qué bellos significados! ¡Cuántas y qué bellas etimologías! Y de adjetivos que le sean aplicables, no digamos. Reconocíamos que el tiempo es, entre otras muchas cosas: eterno, inexorable, incomprable, provechoso, inalcanzable, inaprehensible, fugaz, despreciativo, huidizo, y caro, muy caro. Y hoy, más de catorce años después, estudiando el tiempo (pero quede claro que no el estado de la atmósfera en relación con la temperatura, el viento o la humedad, etc.), diré que siendo una de esas cosas que pueden expresarse de un modo cuantitativo, puede que sea de los pocos -yo diría que él único-, que admite calificativos verdaderamente antagónicos según sea enjuiciado por una u otra persona. La luz, la velocidad, la longitud o el peso, incluso el espacio, pueden ser considerados por seres distintos de una manera diferente: tenue o cegadora, lenta o rápida, pequeña o extensa, liviano o pesado. La claridad de un destello, andar cinco kilómetros en una hora, los metros de una casa, o transportar una maleta de diez kilos, siendo igual para todos, se verán considerados de una muy diferente manera por unos u otros individuos, independientemente, repito, de la eseidad de cada uno de ellos. Pero es el tiempo, o sea, la magnitud en la que se desarrollan los distintos estados de una misma cosa, u ocurren la existencia de cosas diferentes en un mismo lugar, es el tiempo, digo, el que puede parecer, siendo el mismo, inmensamente diferente, siendo, por ejemplo, breve para uno, e interminable para otro. Y lo que es casi increíble: ser efímero unas veces e interminable en otras para la misma persona. Todo irá en función de cómo nos hallemos. Ya se sabe aquello de que un minuto dura más o menos según a qué lado estemos de la puerta del cuarto de baño. Y dada su característica manera de ser, sobre el tema concepto que hoy nos ocupa, y debido a mil y un motivos, han escrito una gran cantidad de autores célebres, muchos aforismos realmente juiciosos y muy merecedores de reflexión. Citaré algunos en la seguridad de que su lectura les hará pensar. Decía Goethe que el día es excesivamente largo para quien no lo sabe valorar y utilizar. Berlioz, que el tiempo es el mejor maestro; lástima que mate a todos sus alumnos. Mahoma, que no debemos pasar el tiempo soñando con el pasado o con el porvenir, sino que hay que estar listos para vivir el momento. Un proverbio oriental afirma que por mucho que disparemos contra el gallo no por eso dejará de amanecer. Y expondré, finalmente, dos de Shakespeare, a cual más profundo. El primero, una sentencia: tan a destiempo llega el que va excesivamente deprisa, como el que se retrasa en demasía. El segundo, un minucioso detalle de su esencia: es lento para el que espera; rápido para los que temen; largo para los que sufren; muy corto para los que gozan; y una eternidad para quienes aman. Aunque, si nos fijamos, el tiempo es una extraña sustancia que siempre es igual. Constantemente. Desde el inicio de los tiempos. De día o de noche, en verano o en invierno. Una hora siempre ha durado, dura, y durará, tres mil seiscientos segundos. Pero, pese a esa exactitud en su desarrollo, todos podemos dar fe, porque todos lo hemos comprobado, que a veces pasa muy lento, y a veces vuela. Recordemos la impaciencia del quinceañero por llegar a la juventud, y la desesperación del anciano viendo cómo se le escapan los días. Para aquellos el tiempo camina sobre una tortuga. Estos tienen la certeza de que no hay caballo, ni viento, que corra como el tiempo. Permítaseme aquí una, muy libre, comparación de esta distinta valoración del tiempo con el dinero. A quien le sobra, no le importa dilapidarlo en la errónea creencia de que siempre tendrá lo suficiente. A quien apenas si lo conoce, cree que todo le será inalcanzable, fuera, muy fuera de sus escasas posibilidades. Pero aprehendamos el tiempo, para reconocer que somos nosotros los que lo tomamos de distinta manera, llevados a ello por nuestras circunstancias y en la certidumbre de que no podemos sustraernos a él. Y que hemos de aceptarlo así. Que siempre será así. Que, afortunadamente, ha de ser así. Será cuestión, entonces, de que sepamos acomodarnos a la fase de la vida en la que nos hallemos y dediquemos todo nuestro saber a aprovecharlo convenientemente en nuestro beneficio y en el de los demás. Y pensemos que una muy buena definición del tiempo, o estaría mejor dicho, que podríamos hacer un buen parangón de él con el viento. Porque no lo podemos atrapar. Porque sea cual sea la intensidad con la que sople, esta le parecerá a unos brisa y a otros vendaval. Porque siempre se moverá a su albedrío y no a nuestro acomodamiento. Porque tendremos que obrar con el actual, ya que nunca podremos ahorrarlo para otra ocasión, ni pedir un anticipo del que haya de venir en el futuro. Por último recordar que es un craso error no saber que el tiempo se parece también al viento en otras dos cosas: arrastra lo liviano y mantiene lo que pesa. Ramón Serrano G. Agosto de 2014

jueves, 31 de julio de 2014

La perfección

Para P.R.M., una gran señora No existe. Aunque pueda parecer lo contrario, la perfección no existe. En ningún alcance, consecución, obra, parámetro, o cualquier otra impronta que podamos observar, o a la que referirnos. ¡Y mira que hay cosas bonitas en el universo mundo! Pero a todas, absolutamente a todas, les falta, o les sobra, algún detalle, según sea la persona que las esté analizando, porque aquí manda siempre, y con poder absoluto, la subjetividad. Cuando vemos algo que realmente nos agrada nunca deberíamos decir que es perfecto, o sea, que tiene, en su línea, el mayor grado posible de bondad o de excelencia. A lo sumo, que es bonito, que nos gusta, que le satisface a mucha gente, pero nunca tendríamos que otorgarle un cum laude, y es lo que hacemos en determinadas ocasiones, aunque no sé bien si por modestia o por racanería. Aquél piensa que el Taj Mahal debería ser un poquito más alto; ese cree que la Joven de la perla estaría mejor vestida de azul; este que Machado, en su canción A un olmo seco, debiera haber tratado de infundirnos con su relato de la aparición de las nuevas hojas primaverales una mayor esperanza y no tan sólo una brizna; ellos que un determinado amanecer hubiera sido más lindo de no haber estado allí aquella nubecilla; vosotros que Mozart supera un algo a Beethoven; nosotros que el amor se expresa mejor con la mirada que con la poesía. El caso es que éste, ése, aquél, nosotros, vosotros y ellos, todos, “apreciamos” siempre una “inapreciable” tara o impureza, que hace que la joya que admiramos no sea totalmente preciosa, o, mejor dicho, que impide que lo sea por completo. Al menos, para nuestra forma de ver y de pensar. Puede que la exposición de estos comportamientos, de la creencia de que no existe la sublimidad, lleve al lector a pensar que mi postura es opuesta a ello. Pero nada más lejos de la realidad, ya que estimo que esa resistencia a conceder los máximos galardones a una obra es el mejor exponente del alto grado de exigencia, siempre que esta sea absolutamente noble y leal, que el individuo puede tener acerca de algo. Me veo más lejos del radicalismo de Pearl S. Buck, quien afirmaba que el afán de perfección hace a algunas personas insoportables, que de aquel profesor que, haciendo parecer que su asignatura era un hueso, conseguía que esta fuera muy valorada por los alumnos. Lo que intento decir en suma es que es muy de admirar la forma de actuar que tiene aquella persona -artista, profesional, obrero, quien sea-, que actuando con ambición, sí, pero con ecuanimidad y temperancia, aspira a conseguir lo máximo de lo que es capaz, y pone en ello su mayor esfuerzo, aunque es consciente de que no podrá alcanzar nunca lo perfecto. Es lógico, e incluso aconsejable, que aspire a ello. Y cabe traer aquí un recuerdo a la competitividad con dos citas: que el orgullo y la competencia mal entendidos pueden convertirse en nuestros enemigos, y que lo bueno de la competencia no es saber quién es mejor, sino la mejora personal de cada individuo en cada enfrentamiento. Debe aspirarse a todo, pero con la modestia imprescindible para saber que nunca logrará conseguir algo que no sea perfectible. Posiblemente lo haga, y a conciencia, y con lentitud, siguiendo el código machadiano:“Despacico y buena letra/que el hacer las cosas bien/importa más que el hacerlas”. Y nunca compulsivamente, que ello es obsesivo y la obsesión no es sino una perturbación anímica, que perjudicaría, sin duda, el resultado de la obra. Lo mismo puede decirse de quien escucha, contempla, o lee algo que hizo la mano y la cabeza de otro humano. Este, por igual, debe admirar sin remilgos lo que está viendo y valorarlo enormemente, porque sabe que ha sido mucho el sacrificio y la habilidad del autor, y sería tremendamente injusto no ponderarlo, o ser tacaño en ello. Pero tampoco cabe en él el conformismo, sino que debe pensar que siempre existe la posibilidad de un mejoramiento y que se ha de luchar por encontrarlo, aunque en alguna ocasión sea tan deliciosamente hermoso lo que tenemos delante que pensemos que el posible hallazgo de algo que lo mejore raye en lo imposible. Mas todas estas opiniones y convicciones que estoy tratando de exponer deben quedar reducidas a lo siguiente: cualquier obra nuca debe ser considerada como inmejorable ni por el autor ni por el observador. De cualquier forma, he de decir que estas recomendaciones sé que serán completamente inútiles, porque aunque alguien, leyendo este escrito, se propusiera seguir lo que en él se recomienda, tanto siendo autor como espectador, eso de poner en práctica los buenos consejos sería comportarse como lo haría un hombre perfecto. Y está más que demostrado que la perfección no existe. Ramón Serrano G. Agosto 2014

jueves, 17 de julio de 2014

...y mañana(yIII)

Rafael, le contestó Teresa, como te conozco desde hace mucho, no me puede extrañar en ti esta generosidad que estás demostrando. Te he pedido tres cosas: que vivamos en mi casa con mi madre, que me ayudes en la administración de mis tierras y anticipar la consumación matrimonial antes del paso por la vicaría. Me has concedido de inmediato la primera y la segunda, y en cuanto a la tercera, sé con seguridad, que no me la has denegado por capricho, sino que haciéndolo, piensas que, en el fondo, me satisfaces más de esta manera que si consintieras en ello. -Sabes, continuó, y lo sabes plenamente, que voy a ser muy feliz contigo al igual que yo lo sé y lamento que nuestra unión no se realizara en su día. Pero dejemos eso, porque agua pasada no mueve molino. Y ya que una de las cosas que he de hacer como mujer para conseguir esa felicidad es obedecer al esposo, o como Pablo dice a Tito en su carta, saber que existen unas prioridades por las que la mujer debe aprender a amar a su marido, y a ser prudentes, castas y cuidadoras de su casa, o cuando el mismo Pablo escribe a los efesios para recordarles que la mujer, entre otras obligaciones, debe someterse al marido. Por todo ello, yo lo haré así, y con agrado, y estaré encantada de acatar tu voluntad. -Veo que estás muy impuesta en saber cuáles son tus deberes, intervino él. Pues te digo, que yo también creo saber algo de los míos ya que en esa segunda epístola a la que has hecho alusión, se dice que el esposo debe amar a la esposa como a su propio cuerpo. Y por otra parte, también quiero que sepas que, como sigas tratándome así, no es que te voy a querer, es que te voy a idolatrar, aunque te juro que ya llevo tiempo haciéndolo. Ahora hablaremos de fechas y pretensiones, pero déjame decirte antes que cuando te expliqué lo de mi intención de proponerte el matrimonio no te comenté que me costó mucho tomar una decisión. Pensé en muchas, quizás en demasiadas cosas. Que si nunca segundas partes fueron buenas; que si el amor tiene su tiempo, y retomarlo fuera de él pensando que las cosas van a ser como pudieron ser en otra época porque hay solución de continuidad suele ser un error; que lo que sucedió tiene su tiempo y está enmarcado en él; que tomar un lienzo y llevarlo a otro marco hace un producto diferente. Y que suele suceder muy a menudo que una cosa es lo que se sueña, y otra muy distinta la nueva realidad. -Pero por otra parte me dije: ¡qué narices!, ¿por qué no tiene uno derecho a continuar un libro que dejó a medio escribir? Ocurre frecuentemente que cuando se retoma la escritura, la persona tiene más experiencia y puede narrar mejor y decir cosas más bellas que cuando lo inició. Y en esa lucha de ideas estuve un tiempo hasta que tomé la decisión que ya conoces y de la que tan contento me hallo. -Y ahora parece ser que nos está ocurriendo lo mismo que a aquel masoquista que le dijo a un sádico: -Pégame. Y este, con cara de mala uva, le contestó: -No quiero. Bien, pues en esta rara situación en la que nos hallamos, voy a decirte, y con ello termino, que puesto que parece ser que estamos de acuerdo en todo, pienso que no deberíamos posponer demasiado la boda. Es más, creo que deberíamos celebrarla a más tardar en un par de semanas, pero su fecha exacta, lugar, organización, y demás eventos, los dejo por completo en tus manos, recordándote que en ello debes obedecerme como muy bien dictan los libros que antes citabas. -Así lo haré mi señor, bromeó Teresa, y puedo decir que nada me complacerá más. Como suponía que me encargarías de ello, ya había pensado que podríamos celebrar la boda en cuanto haga sitio en la casa para tus cosas y las traslades. El lugar será la ermita a la que tenemos tanto cariño. Los asistentes, tu cuñado y algún amigo, y por mi parte, mi madre, la mujer que la atiende, mis primas y los vecinos de al lado. Poca gente, como bien sabes, que nos podemos acomodar en cualquier restaurante que elijamos. Y el viaje pienso que debemos dejarlo para este verano cuando cojas las vacaciones. ¿Qué te parece? -Pues me parece perfecto, como todo lo que tú haces. Pero ahora me toca a mí el turno, y me ha venido a la cabeza algo que quiero exponerte. Como mañana es viernes, pasado no tengo que madrugar, aunque esto lo hago tenga que ir a clase o no. Bien, sabrás que quiero regalarte tres cosas. -Muy generoso de nuevo. -Menos de lo que te mereces. El primer obsequio es que creo que un acto tan importante y trascendente como este acuerdo mutuo y definitivo que acabamos de tener, posiblemente el que más hasta la celebración de la boda, hemos de celebrarlo, y quiero hacerlo, no con boato, pero sí con el mayor realce que me sea posible. Iremos a cenar al pueblo de al lado a un sitio que conozco, tranquilo, apacible, y será una cena íntima, entrañable, con muchos proyectos, alguna caricia semi-robada, y todas las ilusiones del mundo debidamente regadas con champán. Piensa también que será la primera vez que cenaremos juntos. ¡Qué ilusionante! -Lo estás presentando muy bien. -Pues aún queda lo mejor y, por supuesto, lo de más importancia. Al regreso pasaremos por mi casa y te entregaré el regalo de boda. Te lo podría llevar al restaurante y dártelo allí, pero prefiero hacerlo a solas para poder demostrarte en el momento de la entrega lo que significas para mí. -Hasta ahora perfecto, pero ya me tienes en ascuas, y es más, me da casi miedo pensar en qué consistirá el tercer regalo. -No Teresa, no temas nada, que temor se debe tener sólo a lo desconocido. Por otra parte, el miedo no es sino el recelo que alguien tiene a que le suceda lo contrario a lo que desea. Y ocurre que algo me ha tirado de mi caballo (también le sucedió algo así a ese Pablo antes aludido), afortunadamente he visto la luz de lo correcto y pienso tener la deliciosa satisfacción de concederte lo que me solicitas en el ruego que me has hecho y que, equivocadamente, te he negado antes. Y el hacerlo no va ser precisamente un fastidio para ti. Ni para mí. Estoy viendo ya el placer en tus ojos, como es posible que tú aprecies el gozo anticipado en los míos. Te prometo que cuando hayamos terminado el acto, los dos pensaremos que hemos estado tocando el cielo con los dedos. Ramón Serrano G. Julio 2014

...hoy (II)

Teresa no acababa de decantarse sobre la decisión a tomar. Llevaba varias semanas saliendo de manera intermitente con Rafael, hablando con él de mil y un temas, pero en su fuero interno, sabía que no debería retrasar más el darle una contestación a su propuesta. Sin embargo, no era nada fácil saber qué resolución adoptar ante y para con ese hombre que, cuando joven, fue su primer y único amor; que después la había abandonado inmotivadamente, y que ahora, inesperadamente, y más de veinte años después, repetía su asedio amoroso. Desde luego, antes de adquirir un compromiso absolutamente formal y serio (a su edad ya no valían probaturas como le anticipó en su día), él y ella tendrían que puntualizar meticulosamente cuáles eran sus intenciones, ya que Rafael sólo le había hecho una propuesta, directa sí, pero nada concisa. Estaba clarísimo que antes de tomar una solución definitiva tendría que saber sus ideas y proyectos, e incluso, si lo hubiese, algún condicionamiento. Pero todo eso vendría luego. Antes, y eso era lo que no acababa de aceptar, era entrar en “negociaciones”. Y era lo más importante. Decidióse al fin, y lo llamó para concertar una cita, aclarándole que lo tratado en esa sería resolutorio. La fijaron para el siguiente día; él la recogió con su coche y luego se fueron hasta una cafetería, La Veredilla, en las afueras del pueblo. No había más que un par de clientes. Ocuparon la última mesa de la terraza, y habló él: -Sólo con que hayas querido venir a hablar de esto, ya es para mí una satisfacción, y lo seguiría siendo aunque tu postura fuese negativa. -Aunque fuese únicamente por educación tenía que venir, tú lo sabes. Por educación y por respeto a ti. Pero también, y principalmente, he venido por mí. Me he planteado esta situación que tú, mi querido Rafael, has venido a ofertarme. Te aseguro que lo he hecho desde muchos prismas, y, al final, todos ellos me ofrecían perspectivas muy halagüeñas. Yo, una casi solterona, o quizás, no tan casi, pero virgen, eso sí, se ve pretendida de nuevo por el mismo hombre que la enamoró cuando joven, para compartir con él la segunda parte de sus vidas, sin duda alguna la parte de ella más difícil y requeridora de mayores esfuerzos. Con el hombre a quien quise y que aún sigo queriendo. A la vez, en ese compartir la vida, podré fruir con muchos gozos de los que yo, hasta el día de hoy, he sido ayuna. Y sentirme arropada, y protegida, y ayudada, en cuantos menesteres necesitare. -Tengo por seguro, prosiguió Teresa, que ello me acarreará, por otra parte, trabajos, desvelos, sacrificios, al tener que convivir con otra persona y supeditar en muchas ocasiones mis gustos y deseos a los suyos. Y que todo eso, cuando se ha vivido como he hecho yo en la más completa libertad, puede atemorizar un tanto. Pero sé, con seguridad, que esos esfuerzos me proporcionarán alegría y no desasosiego, ya que estarán realizados con el fin de conseguir el bienestar de la persona amada. -Ni en mis mejores sueños esperaba oírte decir esas palabras, dijo él. -Por favor, déjame terminar, le cortó ella. Aún no te he hablado de tres cosas que quiero pedirte antes de que tomemos la decisión de unirnos. La primera, y esta es imprescindible, es que hemos de vivir en mi casa y no en la tuya. Comprenderás que, a sus años, no debo, ni quiero, dejar sola a mi madre. Está bien, pero debe vivir acompañada. No hay ningún otro motivo. La segunda, y esta es una súplica, es que espero tu valiosa ayuda en la administración de mis fincas. Y la tercera, y esta no sé cómo catalogarla, es que me gustaría hacer el amor antes de la boda. -No, no pongas esa cara, prosiguió. Por un lado, mi educación en ese aspecto es muy distinta a la actual (ya sabes, aquello de la mitificación del sexo con la que nos traumatizaron, etc., etc.) y por otro, estoy cansada de escuchar y saber cosas sobre el acto en sí, y no quiero buscarle más trascendencias. Cosas buenas, malas y regulares, para qué te voy a cansar, si tú también las has oído demasiadas veces. Para algunas mujeres es maravilloso; para otras, ¡pse!, una forma de “distraerse”; pero para otras, según tengo oído, es un auténtico suplicio. Un trance muy desagradable. Y yo, que puedo ser así, no quiero padecer, ni privarte a ti de un placer al que tienes derecho por el matrimonio. Ahora tú me dirás. -Tus palabras, sorprendentes en parte, han tenido una claridad y una explicitud muy de agradecer, y que quisiera que también las tuviesen las mías. Me explico: nada, absolutamente nada, que objetar a las dos primeras premisas. Será muy agradable vivir con la suegra, al igual que prestarte la colaboración que pueda en la gestión de tus negocios, aunque ya supones que de agricultura sé muy poco, si es que sé de algo. En estos dos temas, por mucho que haga, siempre me parecerá poco. Además, y para evitar que tengas problemas, haremos separación de bienes, y te entregaré una concesión de divorcio para que, si no te agrada algo del matrimonio, puedas volver al celibato, al día siguiente si gustas, sin ningún problema. -En cuanto al que resta, he de decirte (ocultarlo sería una necedad) que yo me he sentido de nuevo enamorado de ti. Enamorado de verdad. Enamorado a la antigua manera, con lo cual se me abría la posibilidad de vivir mis últimos años en un estado de venturanza, que no es necesario que pormenorice, y que ya no esperaba obtener. Pero debes creerme al expresarte que me planteé nuestra unión en un estado de, digamos, desequilibrio, por el que yo me dedicaría más a conseguir tu felicidad que la mía. Mil razones me aduje para convencerme de ello, pero sobre todo que yo había estado casado y, por tanto, vivido en pareja, con toda la cantidad de vivencias de todo tipo que eso conlleva. Te repito que estoy completamente seguro de lo que quiero hacer si consigo, para mi bien, casarme contigo: buscar en todo momento, y por encima de todo, tu dicha. -Tan sólo, Teresa, quiero hacer una excepción a esa regla y, ahora, permíteme que acuda a la memoria. Recordarás que cuando fuimos novios, lo más que nos permitíamos -lo más que me permitías- era una caricia fugaz, y ya, como el súmmum, un beso casi, casi robado. A ninguno de los dos se nos pasó por el magín el acostarnos, cosa que ambos estábamos dispuestos a posponer hasta el paso por la vicaría. Permíteme pues, cariño, que hoy, con más años, conserve el mismo respeto que entonces nos teníamos. Acabamos de recordar nuestro ayer, y hemos puntualizado nuestro hoy. Concédeme que dejemos la realización de la cópula para un mañana, que parece ser que tenemos, afortunadamente, muy cerca, y, por lo que se barrunta, puede que sea muy feliz. Ramón Serrano G. Julio de 2014

lunes, 16 de junio de 2014

Ayer...(I)

El sentir no es consentir, ni el sentir mal es pecar.- -Buenos días, Teresa. -¡Rafael! dijo ella volviéndose. Perdona, no te había visto. ¿Cómo estás? Sabía que habías regresado al pueblo, pero no habíamos coincidido. -Bueno, ahora que te he encontrado, un poco mejor. Llevo varios días intentando verte, pero no creas que me ha sido fácil. Ya se sabe que lo valioso siempre cuesta. Quiero que hablemos, -Tengo un poco de prisa, pero puedes decirme lo que quieras. -No. Lo que quiero hablarte es para hacerlo despacio y no en medio de la calle, sino en otro sitio más tranquilo y recogido. Toma mi teléfono, y cuando te parezca, me avisas y quedamos para tomar un café y charlar. Se despidieron afablemente y cada uno marchó por su sitio. No había transcurrido una semana, cuando lo llamó y concertaron una cita para las once de la mañana del día siguiente, en el café Rincón. Ella apareció lindísima. Elegante y bella, como siempre lo fuese. Él, con ropa informal, ya que ese día no había clase, que a esta acudía siempre con chaqueta y corbata. Tras los correspondientes saludos y naderías al uso, se sentaron en una mesa apartada, pidieron dos cafés y él comenzó así: -Ignoro lo que sabes de los últimos años de mi vida -los primeros, si no los olvidaste, los conocías bien- y los cambios que ella ha tenido últimamente en el campo familiar y también en el laboral. -Algo he oído, pero la gente habla tanto. -Pues he de decirte que, desde hace algún tiempo, comenzó un distanciamiento entre Carmela y yo, que por una u otras razones ha ido in crescendo, y que ha terminado por acabar con nuestro matrimonio. -¿Os habéis separado? -No, nos hemos divorciado de mutuo acuerdo y sin ningún tipo de compensación. Y, dicho esto, no quiero hablar más de este tema, pero sí contestaré a cualquier pregunta que tú quieras hacerme, cosa que no haría con nadie más. Sigo para explicarte que ello me llevó a tomar la decisión de solicitar un traslado, y tuve la gran suerte de que en el Instituto de aquí estaba vacante mi plaza de matemáticas. La solicité de inmediato y me la concedieron, así que aquí estoy dispuesto a que esta sea mi última residencia, a no ser que suceda cualquier hecatombe. Son varias las razones que me llevaron a tomar esa decisión. Siempre me gustó más la vida pueblerina que la de ciudad (yo bien podría ser el Juan Labrador de Lope de Vega) Aquí tenía casa, pues la de mis padres, me la dejó mi hermana el año pasado al morir sin descendencia. Y la tercera razón, que aunque te parezca extraño es la más importante de todas, y la que más tiempo me llevo para decidirme, eres tú Teresa. -¿Yo? - preguntó ella gratamente sorprendida. - Sí, tú. La mujer con la que tuve relaciones durante cierto tiempo. Recordarás que fuiste mi primera novia, con la que pensaba casarme, y a la que abandoné por motivos que aún hoy no alcanzo a comprender, y que me han tenido por ello muchas veces, y más en estos momentos, arrepiso y pesante. Ahora, cuando la vida nos ha puesto en una situación con muchos factores favorables para llevar a cabo esa unión que un día pensábamos, y tras recapacitar bastante, quisiera retomar ese camino y hacerlo para siempre. Pero si te parece, en este momento podemos hablar de las dos primeras razones que te he expuesto, o de cualquier otro tema que te parezca. El tercero, me gustaría que lo meditases bien, como tú sueles hacer las cosas, y que volviéramos a hablarlo cuando creas oportuno. -Te mentiría, le contestó Teresa, si te dijese que no esperaba oírte decir algo así. Sobre esos dos primeros temas he escuchado varias versiones, parecidas todas, y diferentes cada una de ellas. Claro que me agradará hablar sobre ellos, como lo será el contarte qué ha sido de mí durante estos veinticinco años que han pasado desde que me dejaste, y que he estado viviendo con mi madre. Charlaremos de eso, y de todo lo que quieras, porque tú, bien lo sabes, eres algo especial para mí. Cuando dos seres han querido formar una pareja estable, aun cuando esto no se haya realizado, siempre, o casi siempre, queda entre ese hombre y esa mujer un nexo, o un feeling, que dirían los ingleses. Un no sé qué, que hacen que sean algo especial el uno para la otra y la otra para el uno. -En cuanto al tercer punto, prosiguió, ocurre lo mismo. Tenía la certeza, repito de que me hablarías de eso y, de verdad te digo, que no sé si lo deseaba, o lo temía. Pero lo esperaba. Y te diré dos cosas más en las que pensé cuando supe lo de tu separación. Que vendrías, seguro, pero quizás tan sólo por acostarte conmigo, o para casarte. Mas aquello eran elucubraciones, y esto de hoy es una realidad. Por ello, te haré caso y estudiaré despacio la propuesta que me has hecho. Cuando uno es joven puede, y a veces lo hace, eso de obrar a la ligera, porque si se equivoca, tiene mucha vida por delante para enmendar su error. Nosotros, sin embargo, no podemos desatinar. Tú, que ya has sobrepasado, aunque sea en poco, los cincuenta, y yo que ya estoy relativamente cerca de ellos, hemos de estar muy seguros de lo que hemos de hacer con nuestras vidas. -Bien, veo que tus palabras son, al menos, esperanzadoras, dijo Rafael. Si te parece, durante unos días nos vemos y hablamos de lo que tú quieras, lo cual será muy agradable para mí. Y después, cuando hayas recapacitado convenientemente sobra la decisión que vas a tomar para el futuro, me la dices, y obramos en consecuencia. -Pues en eso quedamos, repuso ella. Pero te aviso de que lo que te acabo de decir puede que no acabe siendo tan prometedor como tú has supuesto. Te llamo en unos días y tomamos una solución definitiva para nuestras vidas. Ramón Serrano G. Junio de 2014

jueves, 22 de mayo de 2014

Sin ilusión

Posiblemente, una de las cosas más bonitas que pueden hacer los seres humanos a lo largo de su vida sea compartir, y no sólo lo crematístico, sino sobre todo, y quizás esto sea de mayor importancia, lo inmaterial. O sea, coincidir en aficiones, gustos, ideas, penas incluso, y luego no tratar de experimentarlas de manera individual, sino disfrutarlas, vivirlas, sufrirlas, entre otros varios que sean poseedores de unas sensaciones comunes. Y yo me siento inmensamente satisfecho, entre otras muchas cosas, por haber tenido la fortuna de compartir con dos determinadas personas, y durante muchos años, primero, un enorme y mutuo cariño, y segundo, un aprecio muy grande por una poesía: Los adelfos, de Manuel Machado. Amén de otras muchas cosas. Para una de esas personas, esta era (y seguirá siendo, imagino) la composición poética con mayor belleza de cuantas ha leído, y me consta que han sido bastantes. La otra, la recitaba -¡se lo oí hacer tantas veces!- con un sentimiento, con una hondura, con una tristura, que hacía que, al escucharla, todos los presentes nos emocionásemos, y a más de uno se le saltase alguna lágrima. Y la declamaba sin esforzarse, con una pasmosa sencillez, pero con un rigor cuasi profesional, y al mismo tiempo con una sensibilidad que conseguía que los versos se fuesen adentrando en nuestras almas y estas captasen todo lo maravilloso que aquellos poseían. Pero no debería extrañarme de que recitase este poema con tanta exquisitez, ya que el lema de la casa, el mote del escudo suyo fue siempre, y es aún, hacer las cosas bien. Honrada y sencillamente bien. ¡Qué gloria el haber estado y el seguir estando ambos tan unidos! Pero ahora, amigo lector, vayamos por dos razones, y durante un momento, al texto que hoy nos ocupa, y si no te lo sabes de memoria, que es probable que así sea, te ruego que pongas ante tus ojos Los adelfos. Primero, para rememorar esta belleza machadiana y resaltar que, el autor modernista, quien como tal pone una gran musicalidad con los acentos en su poesía, empieza con una estrofa para describirse a sí mismo como persona y, en ella, nos habla de él y de su estirpe, y quiero entender que hace extensiva esta alusión a la cultura y a la historia de nuestro país. Tras ello, y de inmediato, la descripción de un estado -¿abúlico?-, en el que va detallando sus sentires, con un lirismo y una sutileza exquisitas, que nos llevan a una gran compenetración con lo que el vate manifiesta. Así, va definiendo cada una de sus menesteres: un alma amorfa, una voluntad transida o un exclusivo frenesí que no tiene rasgos, ni tonalidad, ni olores. Y así sigue detallando otros pormenores de su circunstancia, si no infeliz, desde luego nada halagüeña, con carencias importantes, muy importantes, tanto de aspiraciones, como de cariño o de inquietud artística. Pasa el autor después, y momentáneamente, a referirse a su prolongada e incuestionable aristocracia, recalcando que ella no es adquirida sino heredada, para, de inmediato, aludir de nuevo a su alma, pormenorizando facultades y acciones tales como su postura ante el arte, la voluntad, el amor o los ideales. Por último, da cuenta de una auto marginación, un tedio vital, y hace la proclama ante la sociedad, o el mundo, de una vacuidad casi alarmante. De un hundimiento anímico de gran intensidad. Y habiendo expresado todo esto, yo creo que puede que no sea esta la mejor poesía de nuestra lengua (aunque repito que era la que más complacía a una determinada persona), pero sí he de manifestar que transmite como pocas su entrañable mensaje, y que llega al corazón de quien la lee, o la escucha, de una forma muy emotiva. Y que es preciosa. En segundo lugar, y a más de todo ello, quiero decir que hoy traigo ante ustedes esta composición poética porque explica ampliamente, en un altísimo tanto por ciento, la situación anímica que yo mismo atravieso desde hace bastante tiempo. Puede que quizás, a través de mis escritos, o de mi comportamiento, alguien se habrá percatado de que me encuentro en un declive, que está perfectamente descrito por Los adelfos, y que ratifico con estas líneas. Pero obsérvese que utilizo el condicional indicativo, y que antes hablo de porcentaje, con lo que quiero decir que el poema describe maravillosamente mi desmoronamiento y mi falta de apetencia por casi todo, pero no de manera exhaustiva. Así, no me contempla en su totalidad, porque yo, pobre de mí, no tengo el alma de nardo, ni se me debe gloria alguna, ni espero caricias o éxitos que se me alleguen en un aura. No anhelo, ni siquiera de cuando en cuando, ni un beso, ni un nombre de mujer. No me atosiga pensar en si será largo o breve el tiempo que he de permanecer en la superficie, pero si me satisfaría que las olas me trajeran y me llevasen. ¡Siempre he manifestado lo mucho que me hubiera agradado vivir junto al mar! De otro lado, sí que reconozco que amaros sí que os amo, que a nadie odio, pero que nada os pido. O mejor dicho, algo sí, ya que os ruego, es más, os suplico, que no me abandonéis. Diré, finalmente, que sé, ignorando si hago bien o mal, que no me tomo con demasiado entusiasmo la pena de vivir, aunque siempre dejaré que sea la vida la que se tome la pena de matarme. He de añadir que sé que vivo solo, sin ambiciones y sin las ocupaciones que en otros tiempos dieron algún lustre y cierta motivación a mis días. Que aguanto casi impertérrito, tanto la belleza de la lluvia tras los cristales, como la terrible monotonía del lento paso de las horas. Por eso, y por otras muchas cosas que callarme quiero, pienso, y manifiesto, que mi existencia es casi un vegetar, y que esa realidad sí que está perfectamente descrita en una frase que, aunque no es la única, se repite en el poema aludido:.. sin ilusión ninguna... Esa es la otra causa, repito, por la que hoy lo he traído aquí y he tratado de desarrollarlo. Diré, para terminar, que así no se vive bien. Es más, querido lector, te puedo asegurar que sin ilusión no se vive. Ramon Serrano G. Mayo de 2014

jueves, 8 de mayo de 2014

Era suficiente

Para Bernabé Blanco, una gran persona. Hoy suele ser ya mi escape forzoso, la forma de evadirme de algunos pensamientos actuales o de temores futuros, por lo que, por ello, suelo andar siempre evocando pretéritos, saciándome con el recuerdo, ya que, repito, no puedo, o no sé, alimentarme con el presente y del mañana. A qué hablar. Antes mi magín, como el de otras muchas gentes, saciábase por otros medios cuando se hallaba fuera del machaconeo del trabajo. Pero hoy, ya digo, todo es de distinta manera. A la fuerza ahorcan. Antiguamente volaba nuestra mente hacia lugares, inanes quizás, y se ocupaba de ¿minuciosidades? No sé si calificarlas así, pero sabíamos, a ciencia y a conciencia, el color de la portada de la casa de Dª. Clara; o que el perro de Eulogio, el mayoral de los Gándaras, era cojo porque, en un descuido, lo había pisado la mula Chusca; o el garzo de los ojos y el pelo rútilo de Andrea, la criada húngara del veterinario, la cual, junto a su madre Katalin, una mujer seca, pero buena y eficiente, habían llegado a estas tierras en busca de su padre que era miembro de de las Brigadas Extranjeras - ¿o se llamaban Internacionales?-, pero al que no llegaron a volver a ver, ya que una bala perdida había terminado con él en algún frente, por lo que ambas hubieron de estarse para siempre en busca del sustento, en un país que les era ajeno, aunque les diera buena acogida. Los muchachos abandonaban pronto la escuela, la mayoría de las veces sin agrado, y siempre para hincharse a trabajar, sin miseria, sin reloj y casi sin paga, o, al menos, siendo esta bien escasa. Por tanto, su cultura tenía, casi siempre, unos orígenes más populares que académicos. Aprendían del decir de los mayores y conocían lugares o palabras de oídas, o sacadas de los refranes que eran el mayor exponente del saber de muchos, los cuales, como buenos Sanchos, solían soltarlos muchas veces cogidos por los pelos, aunque todos resultaban verdaderos, pues eran sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas. Y, con frecuencia, se sacaba a colación aquello de: “Cuando amanece, para todos amanece”; “A Dios rogando y con el mazo dando”; “Más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la ajena”; “Un gato bien puede mirar a su rey”, y muchos otros más que pudiera traer a colación. Con los números ocurría algo similar. Hoy sabemos que para los chinos (han venido hasta aquí tantos) el 4 es nefasto mientras que el 8 es maravilloso. Pero entonces, aunque se desconocían los motivos, a cada cual se le tenía asignada una relación inseparable y, a veces, personal. El 1 para Luis Miguel, el torero donjuán que así se había autocalificado; el 2 por cualquiera de aquellas parejas famosas; el 3 por tantos y tantos motivos; el 5 por los dedos; el 7, cifra exasperante donde las hubiera, que indefectiblemente me llevaba a pensar en unos enanitos cuyos nombres nunca conseguí aprenderme; el 15 por la belleza de la muchacha; el 56, una cifra desmesurada y que coincidía, ¿sería posible tanta supervivencia por aquellos entonces?, con los años de mi abuela Apolonia. Y por hablar de números inusitados y extravagantes, citaré el áureo, el irracional o el cósico, aunque de estos, como de algunos otros, tan solo puedo decir que creo que hay alguien que sabe lo que son. Por supuesto que yo no tengo, ni nadie tenía por aquellos entonces, la más pajolera idea. La economía también aparecía como escasa, pero poco intrincada. Se deslomaban para que la cosecha de cebada diera a veinte; poder sacar una arroba de vino con veintiún kilos; sin importarles si aquella era cornicabra, picual o arbequina, recordaban siempre que quien coge la aceituna antes de Navidad, se deja mucho aceite en el olivar. Y por otro lado, se hacían equilibrios increíbles para poder echarle algo de tocino al puchero, al menos una vez a la semana, o cada quince días. De geografía, solo un apunte, suficientemente esclarecedor. Estando trabajando en las viñas, un hijo le pregunta al padre: -Dígame usted, padre: ¿qué está más largo Sevilla o la Luna? -Eso es muy fácil saberlo, ¿tú ves Sevilla? Pero eso era antes. Hoy, para lo bueno, y para lo malo, todos tenemos que saber, o al menos parecer que lo sabemos, el índice de precios de consumo; el número de parados; la prima de riesgo; o si la ex novia de un futbolista de tres al cuarto está liada ahora con el guitarrista de los “Chabukeros rock”. Hoy, para lo bueno y para lo malo, todos sabemos más de todo, aunque la mayoría sepamos muy poco de algo. Por eso, y sin querer meterme en disquisiciones de gran hondura, y por un motivo quizás letárgico, recuerdo con frecuencia y alegremente que el saber de aquellas gentes de antaño, era poco, pero era lo suficiente. Ramón Serrano G. Mayo de 2014

Opiaceo

Para Juan F. Aguado Olmedo, con la satisfacción de haber sido, y seguir siendo, buen amigo suyo. Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado un amigo que espera.- Proverbio hindú Indudablemente, si existe en esta vida un mundo que de verdad sea atrayente, sugestivo, cautivador y que no tenga comparación posible con cualquier otro, ese es el mundo de la lectura. Al menos, a mí así me lo parece. Claro, que igual puede decirlo del suyo aquél que sea aficionado a la música, a la tauromaquia o a la cría y al cuidado del ganado caballar. Pero yo declaro abiertamente que es mi pasión favorita, manifestando y pidiendo que al hacer esta profesión de fe, no se vea en ella pedantería o presunción alguna, sino una simple declaración de aficiones. Quizás, eso sí, con una pequeña intención mistagógica, innecesaria por otra parte, ya que quien tiene aguante para perder un rato ante estas pobres líneas mías ya demuestra tener gran afición a la lectura y no necesita que le animen a ella. De cualquier forma, repito, vengo a hacer encomio de mis gustos, y repito, sin cotejar estos con otros (por aquello de las comparaciones, el odio, etc.) declarando abiertamente que mi testimonio no es para nada objetivo y anteponiendo de nuevo, y siempre, aquello de que cada cual puede y debe tener sus aficiones, y, además, estimando que todas son dignas y plausibles porque todas sirven, o al menos deberían hacerlo, para regalarnos grandes relajamientos y satisfacciones para el alma, Entonces quiero proclamar solemnemente que lo más instructivo, ameno, grato, relajante, beneficioso, y así hasta completar una lista enorme de adjetivos definitorios, que el hombre puede usar con el fin de alcanzar un inmenso grado de felicidad, y hacerlo además a su completo antojo y voluntad, es un libro. Nada hay que le cueste menos y le pueda satisfacer más. Que a menos le obligue y del que más reciba. Que menos se queje y que esté más dispuesto a complacer a quien lo toma. Que más enseñe, o que más provecho dé, y que todo esto sea posible sin que importe cuál sea la edad o la sapiencia del lector. Salgan ahora a oponerse los eternos discordantes. Aquellos que, al oír cualquier opinión, se ponen de inmediato en su contra, ya sea en el todo, en parte, o en la forma. Y nos dirán, -parece que los estoy oyendo-, que esta sensación nos la puede producir igualmente viajar, ver una exposición pictórica, oír música o saborear un exquisito yantar. Y, en parte, puede que lleven algo de razón. Pero tan sólo en parte, porque cada uno de los mentados está produciendo satisfacción a un órgano (vista, oído, gusto), pero en un campo limitado, mientras que la lectura nos irá generando tanto placer como nuestra mente sea capaz de desarrollar lo que estamos leyendo. Y puesto que esto es así, y bien demostrado está que lo es, pienso que debemos acudir frecuentemente a los libros como las abejas van a las flores, a extraer su esencia y conseguir una vida mejor. Las cosas (yo creo que la inmensa mayoría de las cosas) se valoran por su relación calidad precio, o sea, tanto cuesta conseguirlas y tanto placer proporcionan su tenencia o disfrute. Y en este justiprecio el libro, o sea la lectura, saca pingüe ventaja a todo lo demás. Dejemos a un lado el inapreciable rendimiento en su utilización para el aprendizaje, y refirámonos únicamente a su uso como entretenimiento y deleite del espíritu. Y si lo analizamos con detenimiento, observaremos que todas las utilidades que nos puede proporcionar la lectura son extremadamente beneficiosas, y el sedimento que va dejando en nuestro intelecto es incalculable. Pensemos en los que estudian varias carreras, no ya con una utilidad práctica, sino tan sólo para saber más. En los que, sin tener medios para viajar, consiguen conocer el mundo. En los que encuentran en ella un muy plácido entretenimiento. Digamos, al fin, y esto está demostrado, que la lectura provoca adicción, como un opiáceo, y esta es otra de sus grandes ventajas. He dicho como un opiáceo, pero con ventajas Sí, dicho y bien dicho está, porque todas ellas son provechosas en alto grado. Hasta tal punto que la práctica de la lectura, al igual que el ejercicio físico, el enamoramiento o el orgasmo, nos hace liberar endorfinas, esas pequeñas proteínas conocidas como las moléculas de la felicidad, que son neurotransmisores producidos por el sistema nervioso central, y que nos llevan a la felicidad por la sensación de bienestar que nos producen. A este respecto puedo decir que leí, tiempo ha, en una novela preciosa: La rosa de Jericó, cómo uno de los personajes le muestra al protagonista una librería en la que tiene veintitrés mil seiscientos cuarenta y siete libros. Mas no lo hace con junciana, sino con el mayor cariño. Y le dice que los cuida, los mira, y ahora, más que nunca, los mima, los acaricia. Y explica, “no por lo que vayan a darme ya, sino por lo mucho que me dieron a lo largo de mi vida”. Efectivamente, a todos no gusta conservar lo querido, ya sean personas o cosas, y las miramos, y las acariciamos con delectación, con terneza y hasta con lagotería, para seguir queriéndolas aún más si cabe, y no por lo que saquemos hoy, sino por el agradecimiento de lo recibido. Quiero acabar recordando que, un muy leído escritor, afirma, en una de sus novelas, que los seres humanos aprenden ideas y conceptos a través de las narraciones, o de la lectura de historias, y no de lecciones magistrales o de discursos más o menos teóricos. Y esto, para mí, es apodíctico. Ramón Serrano G. Abril de 2014

El grupo

Para Vlad. Carpa En una de esas hermosísimas mañanas marceñas de nuestra querida Mancha, cuando la primavera llama con estruendo, pero primorosamente, a las puertas del campo anunciando su inminente llegada, una urraca vino a posarse en las ramas de una vieja encina, cosa que hacía habitualmente, no ya tanto para tomarse un ligero descanso, como pudiera parecer, sino para garlar ancho y tendido sobre todo lo que pudiese haber sucedido, e incluso de lo que fuera a suceder, en aquellos montes de sus contornos. Aquel día fue la mata parda quien, tras los correspondientes saludos, preguntó: -Oye picaza, llevo algún tiempo observando a un grupo de animalillos que pasan por aquí como quincenalmente, y da la impresión de llevarse muy bien entre ellos, pese a que no todos pertenecen a la misma especie, aunque sí se les ve de una edad aproximada. ¿Tú sabes algo de ellos, o quiénes son? -Pero mi querida amiga, ¿cómo piensas que siendo yo quien, y como soy, no esté enterada de sus vidas y milagros? Pues claro que lo sé, y en el ancho rato que me estés dando cobijo de este sol que ya empieza a apretar, pues hace poco que pasó san José, te voy a contar pormenorizadamente lo que hacen y por qué razón los ves deambular por estos alrededores. -Como bien has dicho, prosiguió el ave, son de una edad similar, se conocen desde que vinieron a este mundo, e incluso, algunas son familia. Casi siempre van siete individuos, de las cuales seis son hembras y uno macho. Las seis son hermosas perdices, y cinco de ellas, por diversos avatares (podríamos hablar de cazadores, cepos, u otros motivos), se han visto desparejadas, aunque saben llevar su “soledad” con gran entereza y estilo, que siempre fueron de un comportamiento adecuado y elegante. -La otra, pese a que desde pollita fue bien puesta y salerosa, y pese también a haber habido muchos “pájaros” que le arrastraron el ala, ella hizo siempre caso omiso a esos requerimientos y nunca se emparejó, y dicho sea de paso, ni repajolera falta que le ha hecho para vivir siempre, y seguir viviendo hoy, cumplida, sabia, satisfactoria y alegremente. Y para acabar la descripción de los animalejos, y refiriéndome al único macho de la cuadrilla, contaré que es el más viejo de todos y que es un conejo que anda desapareado, ya que perdió a su hembra por ignorados motivos. -Todos viven independientes y separados, continuó diciendo la marica, y algunos no en los aledaños, como pudiera pensarse, sino en montes un tanto alejados, pero por la antigua amistad y el afecto que ello les acarrea, se suelen juntar cada dos semanas, más o menos, y marchan a algún paraje que les sea acogedor, y en él se pasan sus buenos ratos comiendo de lo que hallen y tertuliando ampliamente, en ocasiones hasta una tarde entera, sobre sus historias, y de los sucesos más o menos trascendentes que les hayan podido ocurrir. Tras ello, cada quien regresa a su hábitat, a vivir su propia vida, y a esperar una próxima cita grupal. -¿Y no hay nada más entre ellos?, inquirió de nuevo la carrasca. -¿Te parece poco, dijo extrañada la pega, que unos pobres animalillos sepan conservar, por encima de vicisitudes e incidencias, que de todo tuvieron y tienen, una amistad más que sexagenaria y, en aras de ella, se reúnan cada poco para pasar unas horas tranquila y agradablemente? Pocos verás con esos hábitos y que se gocen tanto con ellos, que en estos tiempos que corremos, la fauna que habita sobre la faz de la tierra se entrega mucho, y casi únicamente, a lo que les deja algún beneficio, sea este pingüe o nimio, y poco, muy poco, escasamente algo, a satisfacer las necesidades de sus ánimas. Y eso, créeme amigo chaparro, no es bueno ni aconsejable. -Yo, intervino este, como todos los demás árboles, poco o nada puedo decir sobre ello, ya que nuestra vida se desarrolla aferrados siempre a la misma tierra que nos ve nacer y, por eso, no podemos amigar con nadie, sino con algunos, y estos no son muchos. Tan sólo con quienes como tú, amigo gayo, quieren pararse, aunque sea un algo, cerca, o sobre nosotros. Y hablarnos. ¡Hermosa palabra que, para nuestro pesar, ponemos en uso muy poco! Vemos pasar, eso sí, a unos cuantos seres humanos, a muchos animales de variadas especies, y al viento, nuestro gran amigo el viento, que siempre gusta de enredarse un tanto entre nuestras ramas y contarnos cosas de los diversos lugares de donde procede. ¡Cuánto agradecemos su, a veces árida, pero siempre entrañable compañía! -Pues piensa, viejo amigo, y con esto me viene a ocurrir a mí como a muchos humanos, que siempre alardean de que su mal es más intenso, o más grave, que el del vecino. Y hablo así, porque esa carencia de interlocutores de la que te quejas, la padecemos también en grado sumo nosotras, las cotorras blanquinegras, debido, por mucho que nos pese, a nuestro carácter avariento y a nuestro genio hostil, y no sólo hacia los demás seres, sino hasta para con nosotras mismas, pues únicamente nos juntamos para ver si entre muchas, dónde y cómo, podemos arramplar con cualquier cosa que nos de algún provecho, sin importarnos nunca lo que con ello podamos dañar al prójimo. -¡Mira, muñoncito, mira! exclamó la encina en ese instante. Hablando del rey de Roma…Por allí va el grupo, como tantas otras veces; como de costumbre; como siempre. Todos alegres, confiados, charlando abiertamente, sin dobleces ni malicia, y dispuestos a pasar una tarde maravillosa en abierta y noble amistad. -¡Qué envidia me dan!, pensó la urraca en voz alta. Ramón Serrano G Abril de 2014

jueves, 20 de marzo de 2014

Recordatorio

Debiéramos tener siempre muy presente que sólo muere aquello que se olvida, mientras que lo que permanece en la memoria sigue estando vivo. Non omnis morias, que decían los latinos. Cuando aquello, o aquél, que tanto hubiese habido mucho esplendor, fama o relevancia, como si hubiese pasado sigilosa y calladamente por la vida, una vez que habiéndose ido, ya nadie suele hablar de él, ni vuelve a traerlo a su memoria, ya sea para bien o para mal, ese sí que ha fenecido. Entonces sí que puede decirse que está finiquitado. Esto, en cuanto nos estamos refiriendo al predicado. Pero haciéndolo del sujeto, hay que decir que las personas podrían catalogarse como poco, algo, o muy recordadoras, y este calificativo no lo alcanzarán sólo con el paso de los años (aunque está claro que no se pueden traer a la mente más que los sucesos habidos o vividos), sino que esto se verá acentuado o disminuido con la manera de ser de cada individuo. Así, a unos les gusta olvidar más que a otros, y a otros recordar más que a unos, pero de lo beneficioso, o lo perjudicial, de esa manera de ser de ambos, hablaremos otro día. Que tiempo hay para todo. O esperemos que lo haya. Pese a ello, yo declaro abiertamente que me satisface sobremanera evocar hechos o personas que me precedieron, entre otras cosas, porque lo ya pasado nos enseña claramente cuál debe ser nuestro comportamiento actual, tanto si lo evocado fue malo, o bueno, aunque quiero aclarar que si lo fue de aquel modo, nos vendrá bien como lección, y si resultó ser de este, además de enseñanza nos proporcionará ratos muy dichosos. Traigo aquí a colación lo que dijera McMillan, un político inglés: “El pasado debe utilizarse como trampolín, y no como sofá”. O lo de Spinoza, filósofo holandés del siglo XVII:”Si no quieres repetir el pasado, estúdialo”. Y hago esta profesión de inclinaciones, sabiendo de antemano que todo en la vida ha sido, es y será relativo, hasta el punto de que su misma eseidad variará sustancialmente según sea el prisma desde el que la observamos. Ya lo dijo, y muy bien, mi ilustre tocayo: ...y es que en el mundo traidor/ nada es verdad ni mentira;/ todo es según el color/ del cristal con que se mira/ Por ello, cada quien debe expresar sus gustos y preferencias, pero respetando al que tenga otras distintas a las nuestras. Por muchas razones: por su edad, hábitos, educación, situación social, etc. Pero esa misma tolerancia que demando para otros, la ruego, por igual, para mí. Así que déjenme que evoque con gran satisfacción algunos sitios, modos y costumbres de la segunda mitad del pasado siglo, ya que en esa época todo eran contentamientos y venturas, y si había malandanzas (que yo sé que las había), aseguro que, por más que lo intento, no logro recordarlas. Aunque he de decir, muy sinceramente, que añoro, por encima de todo lo demás, el trato que había entre las gentes, y que era, no me atrevo a decir que más humano, que sí me parece que lo era, pero sí enormemente satisfactorio. Y tengo igualmente saudade de los lugares donde se desarrollaban esos encuentros, al menos en las poblaciones pequeñas, o en las no demasiado grandes. Y aclaro que traigo este extenso preámbulo porque quiero proclamar un sentido recuerdo a ciertos establecimientos que servían de nexo a muchos habitantes de esos lugares aludidos. Para un mejor entendimiento del porqué se daban estos encuentros, pongámonos en situación. No había aún TV, o la tenían únicamente los cuatro ricotes; la radio era paupérrima en emisiones, y en muy pocas casas había receptores; la prensa solía llegar con un día de retraso. Así pues, el mejor medio de comunicación existente era el boca a boca, y este, dada la extrema climatología, se tenía que hacer en sitios cerrados y en los que no costaba nada la estancia. Y en casi todos los pueblos solían ser los mismos. Las barberías (en noviembre de 2000 escribí un artículo haciendo referencia a una de ellas), las guarnicionerías, o los talleres de zapatero remendón. Todos ellos eran lugares donde se disponía de tiempo, ganas de charlar y de asientos libres, sillas o banquetas, que no ocupaban sólo los clientes, sino los contertulios que acudían cada uno de los días a convivir en esos lugares con sus paisanos, a confirmar que Genaro, que estaba apuntado ese día en la tablilla, era de la familia de los Gañofas, y a comentar los avatares y sucesos acaecidos en el pueblo, en la comarca o, excepcionalmente, en el país y en el mundo. Cabe destacar que algunos de estos establecimientos acogedores de tertulias, podían tener una infame versión, y es que en ellos, además de cotorrear, se murmuraba y se le sacaba la piel a tiras al más pintado. Eran, afortunadamente, los menos, pero aún así, tenían tan baja estofa, que con nombrarlos han tenido demasiada dedicación por nuestra parte. Pero en Tomillares se ha mantenido afortunadamente (en Tomillares se mantienen muchas cosas buenas), hasta hace exactamente doce meses, y después de tener abiertas sus puertas setenta y nueve años, un local en el que, en derredor de su dueño (hombre campechano, noble, buena persona), se reunían,-acudíamos-, muchos amigos que, a lo largo del día, íbamos allí para saludarle, charlar un rato, comprobar algún dato y enterarnos de las últimas noticias. Y doy fe de que dicho establecimiento, pequeño, ubicado en una esquinita en la principal calle del pueblo, era el ágora en donde ejercíamos nuestras funciones tanto los facundos como los oidores, y en donde no oí jamás un chismorreo o una calumnia. Ni el dueño lo hubiese tolerado, ni los componentes eran gente de esa calaña. Por el contrario, he de decir con enorme satisfacción que se mantenían diálogos muy sabrosos, se gastaban bromas de muy buen gusto y se hablaba. Se hablaba, abriendo el corazón a quien atendía, y se escuchaba respetuosamente a quien estaba en el uso de la palabra. Como hacen, como siempre hicieron los hombres de bien. Sean estas líneas de añoranza, y de gratitud, para quien les daba cobijo y para quienes se pasaban a diario, aunque sólo fuera un ratito, por La Tinetería. Ramón Serrano G. Marzo de 2014