jueves, 3 de septiembre de 2009

Dos...y otro más

Dos… y otro más.
Ramón Serrano G.

A los pecados les ocurre lo que a las enfermedades, que unos hostigan más que otros y también que, unos más y otros menos, se soportan mejor o se toleran impacientemente. Desde luego, todos son malos, pero algunos son peores, de esto no hay duda. Para mi parecer, los pésimos, los detestables, son sin duda la envidia y la avaricia. Las razones que me llevan a esta diferenciación, aparte de las exclusivamente subjetivas, estriban en que a la ira, la pereza, la gula o la lujuria se las ve claramente en el mismo instante en que se apoderan de una persona y le hacen actuar de determinado modo, mientras que la envidia y la avaricia operan ladina, taimadamente en el interior de quien las padece. Aquellas se establecen en el cuerpo y estas en el alma. Otra diferencia claramente perceptible es la duración de sus zalagardas. Los yerros promovidos por las cuatro primeras se mantienen normalmente un momento, acaso un rato. Con seguridad se reincidirá en su delinquimiento, pero eso ya será un episodio distinto, un caso aparte. Sin embargo, cuando el livor o la insaciable ansia anidan en alguien, ese suplicio suele perdurar, por desgracia, de por vida.
Pero hablemos un poco de la envidia y digamos de ella, como el poeta latino, que es aquello que nos hace ver más abundantes las mieses de los campos ajenos y más rico en leche el rebaño vecino. O como escribiese Góngora.“Y aunque del cercado ajeno, es la fruta más sabrosa que del propio ¡extraña cosa!...”. O sea un padecimiento casi inaguantable que alguien tiene por no poseer un bien del que disfruta otra persona y ya sea este físico o espiritual. Y esto, a más de otros muchos calificativos poco agradables, se merece el de ser un absurdo. Bien sea por que aquél tiene algo que se lo ha sabido ganar y también porque nadie es realmente digno de ser envidiado. O dicho de otro modo: hay veces que da la impresión de que alguien lo tiene todo, de que es muy feliz, pero luego tiene sus cruces y sus pesares como cualquier nacido. Y por edulcorar un algo el tema, diré que, aunque muchos opinan que no existe, puede que haya una llamada “envidia sana”, que no es sino un acicate para quien, viendo en otro algún mérito, virtud o tenencia, trata sana y llanamente de conseguirlo.
Ningún adjetivo cuadra mejor a la avaricia que el de insaciable, porque es sabido que la bebida apaga la sed y la comida calma el hambre, pero el oro, por mucho que se tenga, no satisface jamás la codicia. Además, se da en quien la padece una dicotomía horrible, ya que sufre todos los padecimientos del pobre y todas las preocupaciones del rico. Y para explicar un poco lo que es, les remito a que conozcan o recuerden las vidas y andanzas de tres personajes literarios de excepción: el vinatero Tio Grandet, Shylock el judío mercader veneciano, y cómo no, Harpagón y su baúl con diez mil escudos. Cada uno de ellos mas avariento que los otros, sin poder determinar cual padece la enfermedad en mayor grado. Pero apliquemos también a este mal un bálsamo afirmando que existe una “avaricia” buena. Es la inconformidad con lo hecho si, aun siendo buena la obra, creemos no haber realizado todo aquello de lo que somos posibles y tratamos de mejorarla.
Si cuentan verán que he citado únicamente seis pecados capitales. Me falta uno, lo sé. Pero es que ese, para mí, ni es pecado ni es nada. La soberbia es tan sólo la expresión externa de una imbecilidad inmensa. Por ello, siendo la altanería y el engreimiento sinónimos de la estulticia, estimo que no merecen más comentarios. Pese a todo, quiero referirles dos anécdotas, creo que verídicas, claras exponentes de adónde pueden llevarnos la presunción y la pedantería. El protagonista de ambas fue Apeles, el gran pintor griego, amigo entrañable de Alejandro Magno.
Nos cuenta Plinio el Viejo que el gran Apeles mantenía una gran rivalidad con un colega suyo llamado Zeuxis, el cual siempre estaba menospreciándolo, manifestando una supuesta e importante superioridad artística sobre él. Un día, cansado de tanto ninguneo, Apeles invitó a su casa a Zeuxis y a un grupo de amigos, para que vieran su última obra. Era esta un paisaje medio cubierto por un velo y Zeuxis para poder observarlo mejor se acercó e intentó apartar la cortina, dándose cuenta entonces de que no existía tal gasa, sino que esta se hallaba pintada, formando en realidad parte del cuadro. Humillado ante los presentes, desde aquél día reconoció su gran valor y ponderó sin tasa al artista antes minusvalorado.
También se cuenta de Apeles, que un día presentó en el ágora una pintura suya. Acertó a pasar por allí un zapatero quien observó una falta en la sandalia de uno de los personajes del lienzo. Se lo hizo ver al autor, y este, que era muy receptivo y abierto a la crítica constructiva, lo acepta, lo corrige y, al poco, vuelve a exponer el cuadro. Volvió por allí el zapatero, que envalentonado al ver que el artista había hecho caso a su observación, empezó a opinar sobre las piernas y el cuerpo de otro personaje. Entonces Apeles le dijo de inmediato: “Ne supra crepidam sutor judicaret” o sea: “El zapatero no debe juzgar más arriba de las sandalias”.
Posiblemente, de aquella frase naciera la que luego vino al español como: “Zapatero, a tus zapatos”.

Setiembre 2009

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 4 de setiembre de 2009