jueves, 18 de diciembre de 2008

La riqueza

La riqueza
Ramón Serrano G.

Y digo yo: ¿quién es más pobre: aquél que nada tiene, o aquél otro, que habiendo algo, ya sea esto poco o mucho en cuanto a la cantidad o la calidad, siempre se haya atormentado al parecerle que ese algo es insignificante o escasamente valioso, no porque en sí lo sea, sino por no saber dar aprecio a su posesión? Por otra parte, y apoyándonos en ello: ¿es que hay persona alguna que nada tenga? Pero vayamos a esto y veamos luego lo primero.
Es archisabido lo de la eterna y desigual distribución de la riqueza, sea esta del tipo que fuere, y también lo es, aquello otro de la aceptación o la disconformidad con lo poseído, que lleva al ánimo del hombre a un estado apacible o desasosegado. Que hay quien vive corrompido por la avaricia, o al menos por el ansia, y quien lo hace con un acomodamiento sobre su hacienda (ya sea esta material física o psíquica) más o menos sincero y, por lo tanto, más o menos plausible. Y quien lo hace con una enorme y absurda ignorancia sobre sus caudales.
Es a estas personas a las que quiero referirme. A quienes viven su vida casi rutinariamente, con un conformismo absurdo, creyendo carecer de mucho, o de poseer muy poco, y que si algo hay en su tenencia, esto es de escasa o nula monta. Fijémonos y veremos que es cierto que así ocurre y que así ha ocurrido siempre, porque muchos han sido y son poseedores de algo, aunque sea parvo, y no supieron, y no saben, valorar bien su alodio. Veamos algunas anécdotas para corroborar lo dicho.
Hacia la mitad del siglo XX era muy común ver aparecer por los pueblos a grupos de gitanos que los recorrían calle por calle, casa por casa, comprando muebles viejos y otros apechusques. Les interesaba todo aquello que pareciese inservible, y que, por desusado, fuese ya sólo un nido de suciedad. Las gentes, hartas de tener tanto trasto y tanto estorbo, les daban por “tres y ná” enseres que fueron de su familia y llevaban años arredrados en las cámaras. Y las más de las veces se deshacían así de antiguallas rancias, pero en ocasiones, estaban malvendiendo ranzales, percheros o jofainas, que eran joyas.
Curiosa era, por otra parte, la actividad que desarrollaban algunas “bondadosas almas”, también por esos años y por el este de Ciudad Real y el sur de Cuenca. Al menos por esos sitios los vi actuar en varias ocasiones, aunque imagino que sería mucho más extenso su campo de operaciones. Solían ir en parejas, aseados, no mal vestidos, y callejeando puerta por puerta, se presentaban como amigos de las “Misiones” a veces y, a veces incluso, como legados episcopales. No pedían dinero. No. Lo que solicitaban eran sellos. Tan sólo sellos. –Mire buena mujer, decían con voz meliflua. Usted, a lo mejor, conserva las cartas que su novio (o su marido, o su hermano), le enviaba cuando estuvo haciendo la mili en Cartagena, o en Ifni, o aún en Cuba, que algunos casos hubo. Si quisiera darnos los sellos de esas cartas, con su venta se quitaría el hambre a muchos niños de África- Y las pobres aldeanas, creyendo que ayudaban con ello a resolver un poco la indigencia de otros mundos, rebuscaban en cómodas y arcones hasta dar con un fajo de papeles desvaídos. Casi con fervor se lo entregaban a los “apóstoles” de la caridad, los cuales, con mimo, iban separando las estampillas de los sobres. –Gracias buena mujer. Los negritos podrán comer y Dios se lo premiará.- Luego ni misiones ni gaitas. Se iban a las filatelias de Madrid o Barcelona, vendían los sellos y se quedaban con sus buenos cuartos. Puedo asegurarle, querido lector, porque me consta, que muchas, muchísimas veces los timadores obtenían para sí pingües beneficios con aquellos saqueos filatélicos.
Aunque este sea de otro estilo, un último ejemplo de la ignorancia del valor de lo poseído. Hoy, casi todos conocemos, los maravillosos monumentos, paisajes y lugares de los que podemos disfrutar en nuestra incomparable España. Por citar algunos, y sin que ello indique menosprecio para los demás, nombraré la Giralda, la pulchra leonina, la playa de la Concha, la Alambra, los picos de Europa, Doñana, Altamira, o el Teide. Pero hay otra cantidad inmensa de sitios de una belleza, si no tan espectacular, sí realmente extraordinaria, y que sin embargo, no son conocidos por el gran público. Al igual que antes citaré, por ejemplo, La Alberca, la garganta divina del Cares, Ochagavía, Moreruela, Añisclo, Albarracín, o Cudillero, como podría hacerlo igualmente con los restantes 47.812 villas y parajes que, con esa exactitud, hay en nuestra patria, y que sin tener aparentemente la grandiosidad de los primeros, son de una belleza y un encanto singulares. Y sin embargo muchos, la mayoría, nos morimos sin verlos y, ni tan siquiera, sin haberlos oído nombrar.
Pues igual viene a ocurrir con los haberes humanos. Hay personas que están dotadas cuantiosamente de muchos valores, mientras que otros tan sólo tenemos algunos destellos de virtud o gracia. Conocemos la enorme valía de Cervantes, Rembrandt, Fleming o Teresa de Calcuta. Pero nos morimos sin darnos cuenta, y por tanto sin valorar, el altruismo de Gaudencio, nuestro vecino del 2º-B. O la exquisita educación de Balderico, nuestro compañero de trabajo. O el fino humor de Serapio, el vendedor de la ONCE. O el inmenso sentido de la amistad de Abudemio, nuestro compañero del “cole”. O la gran laboriosidad del tendero de la esquina, o la impecable limpieza de este, el perenne bien hablar acerca todo el mundo de aquél, el “pellizco” que tiene ese de allí para entonar una soleá, o la ponderación y mesura de esotro. A todas esas “menudencias” no le damos apenas la debida importancia. Nos parecen la purria que ha sobrado tras haber elegido lo mejor. Algo que sí, que está bien, pero que da casi lo mismo tenerlo que carecer de ello.
Y no es así. Esos “pequeños” y desapercibidos valores son algo maravilloso. Tanto, que gracias a ellos la sociedad puede mantenerse con un poco de dignidad. Son las defensas que nos libran de que nuestra vida no se desarrolle en un auténtico estercolero y que cada mañana podamos recibir alguna bocanada de aire puro y gratificante que oxigene nuestra mente. El tónico que precisa nuestro corazón. El analéptico que necesitamos para mantener con fuerzas nuestra alma.
Si somos conscientes de que esto es completamente cierto, y creo con sinceridad que lo es, veremos como, contestando a la segunda pregunta que hacía al inicio, no existe nadie que nada haya en su haber. Todos, unos más, otros menos, poseen algo de valor en sí mismos. Un haber que tal vez sea pequeño, tal vez ínfimo, o si se quiere común y corriente, pero puede que no sea de ese modo y esté poco, nada, o mal valorado. Deberíamos entonces, y mucho ganaríamos con ello, el ir acostumbrándonos a descubrir y justipreciar esos tesauros, auténticos y formidables, que muchos seres poseen, y que los tenemos ahí mismo, a nuestra vera, y para nuestro beneficio. ¡Qué pena que haya tanta riqueza subestimada!

Diciembre 2008
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 19 de diciembre de 2008