jueves, 3 de junio de 2010

¿Estoy viejo?

¿Estoy viejo?
Ramón Serrano G.

Hoy, sentado en mi rincón como el villano lopesco, cuando los años han volado para mí en tanto que los días se arrastran vilordos cumpliendo así fielmente el proverbio oriental, no quiero que me lleguen noticias, que todas suelen ser portadoras de descalabros y malandanzas. Tal vez sea por eso que mis oídos sólo quieren escuchar no lo que haya sucedido, sino lo que les pueda apetecer a ellos, o sea a mí. Aunque en realidad debiera decir lo que letifica a los hombres, a la mayoría de los hombres, ya sean estos arios, kamchatkos, tehuelches o saamis. Es mi deseo, entonces, que alguien venga a decirnos aquello que tanto nos agrada oír. Sí, eso de: “Háblame del mar, marinero…”. O que: “...No xardín unha noite sentada…”. O si recientemente algún gitano ha vuelto...a coger limones redondos, y los fue tirando al río, hasta que lo puso de oro…” . Esto para mí, y creo que parecidas expresiones que habrá en las islas Buriles o en la Patagonia. Me parece curioso, pero es muy cierto que estas son las únicas informaciones de las que quiero y necesito enterarme, puesto que con ellas, y sin más, mi alma encuentra el sosiego necesario.
Creo que estas actuales apetencias e inapetencias mías sobre lo que acaece (no sobre el saber, que para eso están los libros, quede esto claro), se deben, digo, a que sobre mis espaldas pesan más la cantidad de otoños que el de primaveras soportadas, aunque ambas sean las mismas. Puede que mis sufrimientos hayan sido muchos, aun cuando estimo que no lo fueron ni mayores, ni menores, ni tan siquiera distintos a los que han padecido la mayoridad de los humanos. No me interesa, en cualquier caso, adivinar cuál puede ser la causa de mi conductual melancolía porque no tengo deseo alguno de ponerle remedio. Es más, declaro que me encuentro de muy buen grado en esta situación.
Porque no cuando se llega a cierta edad, pero sí cuando se encuentra uno en determinado estado de ánimo, que lógicamente suele darse más en los longevos que en quienes no lo son, única, o principalmente, agrada prestar atención a lo que te cuentan los nietos, los hijos, o los amigos y allegados. Sus problemas, sus cuitas, sus alegrías, son en realidad los mismos problemas, cuitas y alegrías que los del resto del mundo, aunque tú por la proximidad los magnifiques. Pero son el principal, y casi exclusivo, objeto de tu interés por el mundo. Por ese mundo que uno a estas alturas desatiende, ya que apenas si te importa, a sabiendas de que es el que hay y el que habrá, si es que el efecto invernadero, la locura colectiva, o algún otro descubrimiento estigio no lo destruye más pronto que tarde.
Y cuan cierto es que cada uno de esos insólitos eventos que deseas que vengan a referirte los “tuyos” sean cada vez novedosos y nunca escuchados, por lo que vienes a prestarles una atención sincera y expectante. Aquellos te cuentan que han sacado dos puntos más en sociales que su “compa” de pupitre. Estos, que como otoñó bastante bien, las siembras ya “puguean” y las viñas han empezado a llorar. Los otros te describen, con igual minuciosidad y sapiencia que lo hiciese un facultativo en su aula, una fulminante enfermedad que llevan padeciendo casi veinte años, pero que los mantienen en una “eterna juventud”. Juro que esas cosas, y otras muchas como ellas: por ejemplo, si fue buena este año la cosecha de cardamomo; si las anémonas de mar son más bellas que las de jardín, o si el “demonio de Tasmania” continúa en peligro de extinción. Estas cosas, digo, son las que me alivian y entretienen, y no, si este o aquel bellaco ha matado a su mujer porque tenía los ojos grandes; si este o aquel politicastro es más conocido por su condición de faltrero que por solucionar los públicos problemas; o si estos o esotros comediantes de tres al cuarto, han adquirido mayor fama por sus líos amorosos, chismes y lisonjas, que por unas correctas actuaciones teátricas. ¡Qué más se me da eso! ¡Aquello, aquello es lo importante!
Pero vengo en decir más. Y lo hago para expresar que agradezco muy mucho lo que me cuentan, pero también, y de un modo importante, el cómo me lo cuentan. Las formas son, lo han sido siempre, algo trascendente. No. No debe ser que yo esté chocho o demodé. Lo que ocurre es que los recuerdos son algo que hacen mucho bien. Por mi mollera van discurriendo objetos y situaciones ya desaparecidas pero nunca olvidadas. Una carta escrita con una bella letra inglesa. O con un olor especial, un olor inconfundible y deseado. O un sencillo: “Hola, ¿cómo estás?” dicho con sinceridad y afecto. Esas y otras muchas, ya perdidas.
Porque uno ya va echando en falta que las cosas le sean dichas de corazón y no por una obligación familiar o social. Tanto a él, como a los demás. Que hoy las prisas, la codicia, la pluri-ocupación, lleva a muchas gentes a no comunicarse, o a hacerlo únicamente lo imprescindible y de una forma maquinal o, a lo sumo, socialmente correcta. Porque uno está alicaído al verse incapaz de, no ya solucionar, sino de comprender siquiera el porqué de tantos problemas, solucionables de facto, pero insolubles por la mezquindad de los hombres. Porque uno siente, hasta dolerle el alma, que los que nos sucedan no tendrán una vida cómoda o deleitosa.
Ya me callo, aunque de eso de las formas y los modales puede que hable otro día, que es un buen tema. Pero hoy ya llevo dichas muchas cosas y estoy algo cansado. No tengo seguridad de ello, pero creo que esto debe ser porque me estoy haciendo viejo.

Junio 2010
Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 4 de junio de 2010