viernes, 21 de julio de 2017

Julio

Los obituarios, al igual que muchas de las obras que hacen, o mejor dicho, hacemos los hombres, se llevan a cabo por muy distintos motivos: imperativos sociales, familiares, amistosos, etc. Y al llevarlos a la práctica se está igualmente obrando por obedecimiento a diferentes razones, todas ellas debidas a las causas más diversas: lógicas, con o sin inconvenientes, aceptables u obligadas. Y esta última razón es la que me ha impelido a redactar ahora estas líneas para expresar unas palabras que nunca hubiese querido escribir, pero nobleza obliga. Empezaré diciendo que es normal que entre los componentes de un curso, antiguamente los integrantes del servicio militar, o los compañeros de trabajo, surja y se acreciente día a día una gran amistad al convivir muchas horas juntos y tener que sobrellevar simultáneamente una gran cantidad de sucedidos y avatares de los más diferentes tipos y condiciones. Y también ocurre que entre algunos miembros de estos grupos surge una cierta empatía que viene a acrecentar y dar un mayor volumen a algunas amistades, cosa que ocurrió prontamente entre tú y yo. Quizás porque me llevabas un poco más de dos años , o simplemente porque nos caímos bien ambos, el caso es que recuerdo muchas vivencias junto a ti o tuyas. Por ejemplo, cuando en los primeros años 50 te fuiste a un campamento veraniego a Laredo, o las muchas mañanas en las que me iba contigo a desayunar a tu casa aquellas desmesuradas fuentes de leche con pan que nos preparaba la hermana Herminia, tu madre, que siempre te tenía guardado en el primer cajón del aparador un paquete de Ideales, sin que lo supiera (que yo creo que sí lo sabía), el hermano Lorenzo, tu padre, el cual, por otra parte, me saludaba muy afectuoso siempre que me veía por la calle y trataba de sonsacarme cosas de tu “vida y milagros”. De las cenas de nochevieja que guisábamos en el horno de tu casa, de las romerías a las que asistimos juntos, de nuestros “conciertos de armónica” en las veladas que por Sto. Tomás organizaba el colegio, de tu pertenencia a la Adoración nocturna, de cuando presumías de tu “Montesa”, o de cuando me pasaba largos ratos charlando contigo a la puerta del Casino, esperando que llegase de camino hacia su casa, y para acompañarla, Rosarito, aquella encantadora jovencita que fuera antes la novia de tu hermano Luis y hoy es tu viuda. O cómo empezaste a trabajar muy pronto en la panadería familiar, y sin dejarlo, y por libre, sacaste brillantemente la carrera de Magisterio, que luego no te apeteció ejercer. Luego, a partir de entonces y hasta hoy, desde la noviez primero y luego los postreros matrimonios, hemos estado muy unidos, en comidas, viajes, reuniones, etc. etc. Pero el tiempo pasa y va imponiendo sus irremediables condiciones para bien o para mal, y al grupo que formábamos aquél magnífico curso de bachillerato del que guardamos tan maravillosos recuerdos, le va llegando ya la hora -es ley de vida-, de ir abandonando este mundo. Hace ya muchos, diez años al menos, tomó una inesperada y demasiado pronta delantera Jesús, el inolvidable y queridísimo “Jaro” como amistosamente le llamábamos, y ahora, en los últimos meses, os habéis unido a él para nuestro dolor, Antonio, Pedro y tú, Julio, a quien siempre nos referíamos como “el cuarto” en tu apodo familiar. Vengo aquí entonces a despedirme de todos vosotros que tanto bueno habéis aportado a nuestras vidas y espero se me permita personalizar mis sentimientos en los que he tenido, tengo aún y creo que tendré siempre, además de para ellos, para ti Julio, que fuiste mi grandísimo y entrañable amigo, con el que he compartido para mi bien, y por tu benevolencia, tantos ratos y episodios buenos en mi vida. Por ello, y no queriendo que este escrito sea más que una necrología traída al caso por tu reciente y dolorosa muerte, es decir, una exhaustiva relación de las virtudes y cualidades que tenías, me abstendré de enumerarlas, pues bien sabidas las tienen - y tenemos- todos aquellos que hemos tenido la fortuna de convivir, mucho o poco, contigo. Pero no quiero terminar estas líneas sin exponer algo que desde que te llevo conociendo, y son ya más de setenta años, he echado en falta en ti. No voy a decir lo que eras pero sí expresaré, y muy clara y rotundamente, aquello que no eras. Y así he de manifestar que nunca, lo que se dice nunca, en los muchísimos horas y días que hemos vivido juntos, y vengo reiterando que han sido gran cantidad, nunca repito, he encontrado en ti, en tu forma de ser y de proceder, en tu esencia y en tu comportamiento, algo malo, algo reprobable. No has sido envidioso en grado alguno, no conociste la avaricia o el ansia desorbitada de posesiones, no has criticado jamás a nadie, no has sido vago u holgazán, ni te vi presumir nunca de nada ni por nada. Y así podría seguir diciendo palabras y palabras, renglones y renglones, en clara exposición de todos aquellos defectos de los que afortunadamente carecías, pero ni quiero ser extenso en demasía, ni mi ánimo está ahora mismo para escritos, arriado por el dolor de tu pérdida. Como despedida, simple, sencilla y sincera, quiero decirte Julio, que una de las mayores satisfacciones que he tenido en esta vida y uno de los hechos de los que me siento más orgulloso, es que pese a mi insignificancia con respecto a ti, me hayas tenido por amigo. Gracias y hasta pronto. Ramón Serrano G. Julio 2017

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