sábado, 26 de enero de 2008

las hijas

Las dos hijas
Ramón Serrano G.

Para Sonia y Silvia

Uno de los mejores entretenimientos que puede tener el hombre a lo largo de su vida es la de pasear, sobre todo si ya ha cruzado lo que se supone que es su mitad de ella. Es este un ejercicio al que, para mi bien, me aficioné hace mucho tiempo. Y un día, un buen día, paseando, me encontré, casi oculto por las hojas caídas del otoño, un viejo manuscrito en el que, con gran dificultad porque ya estaba muy borroso, pude leer la siguiente historia:
Hubo una vez, no sé en qué lugar ni en qué época pero digamos que fue en la noche de los tiempos, un hombre que tuvo dos hijas y que se sentía muy feliz con ellas porque ambas tenían muchas más virtudes que defectos, o al menos estos se los contenían tanto, que parecían que no los sufrieran. Él sabía bien que todas las personas tienen sus imperfecciones, pero que únicamente las que son sabias y además humildes, coincidencia esta que suele ser extremadamente escasa, consiguen no disimularlas arteramente, con mónita, que la falsedad nunca es buena, sino domeñarlas y tenerlas ocultas y apresadas hasta el punto de que su existencia no aflore nunca, o al menos lo haga pocas veces.
Y en verdad que eran muchas las cualidades de ambas muchachas. Tantas que me perdonarás amable lector si me abstengo de enumerarlas, ya que ello sería un excesivo trabajo para mi vieja y harto cansada mano. Déjame decirte tan sólo que ninguna de ellas poseía en exclusiva un atributo, sino que estos eran compartidos por las dos en mayor o menor grado, como por otra parte es lo natural. Por todo lo antedicho, el padre siempre que se dirigía a una o a otra les decía: “Sapia, o Algaida, que así se llamaban, tú que eres mi hija preferida...”, llamamiento que pluralizaba si estaban las dos presentes. Ambas se tomaban a broma esto de la preferencia, creyendo que era una forma jocosa de alusión, o quizás una broma, al saber que no tenía otras hijas y que el adjetivo se lo aplicaba a ambas. Pero no estaban en verdad sobre ello, porque el padre lo hacía por darles alabanza y ensalzamiento.
Tan era así, que un día que tomaron, como siempre, un poco a chanza el apelativo, les dijo el hombre: - Mirad. Yo que soy más viejo que leído, podría utilizar distintos adjetivos al dirigirme a vosotras, y si empleo siempre el mismo no es por casualidad, sino con intención. Sabéis bien que preferido, como tantas y tantas palabras, tiene muchos sinónimos y que no todos vienen a significar lo mismo, ni señalan iguales propiedades. Una de las acepciones de esta expresión tan gastada por mí y que nos ocupa, es favorito, es decir privilegiado, pero no ignoráis que también significa dilecto, o sea querido, y quiere decir además elegido, o sea no impuesto.
Y estas dos cosas es lo que yo os quiero decir al llamaros de esa forma. Creo que el primer significado no lo debemos considerar porque mi comportamiento hacia las dos ha sido casi exacto, poniendo en ello toda la minuciosidad que me ha sido posible. En cuanto a las que restan, por una parte, supongo que tengo suficientemente mostrado que mi cariño por vosotras es grande y auténtico, y no sólo por lo natural que da el parentesco, sino que se ha visto acrecentado y fortalecido por vuestra forma de ser y de actuar, que raya en lo magnífico y que no os podéis imaginar cómo me satisface. Y quiero recalcar que a decir esto me conduce la justicia y no mi actual labilidad anímica Por otro lado, está muy claro que vuestra condición de hijas lleva implícita la ser de elegidas o deseadas.
Aunque parece innecesario cualquier abundamiento en este punto, sí quiero que sepáis que ese, y no otro, es el motivo que hace que normalmente sea mayor el cariño de los padres hacia los hijos que a la inversa. Porque ambos amores son iguales, en cuanto que vienen derivados del roce, de la convivencia, pero se diferencian en lo volitivo de su ser, ya que unos han procurado la llegada de los otros, mientras que estos han tenido que aceptar su existir, sin poder hacer nada por evitarlo o modificarlo.
Así que, si me lo permitís hijas mías, os seguiré diciendo preferidas, no os vaya a ocurrir algo que se me viene al magín, y que es el final de aquella rima en la que Bécquer reconvenía a una niña que se quejaba por tener los ojos verdes y le dijo el poeta:...quizá si negros o azules se tornasen, lo sintieras.
Enero 2004

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 9 de enero de 2004

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