jueves, 16 de junio de 2016

Decepción y comprensión

Aunque el DRAE define a la decepción como el pesar causado por un desengaño, y a este como el conocimiento de la verdad con que se sale del engaño en que se estaba, quisiera exponer que yo, normalmente, califico de decepción al estado en que uno se encuentra cuando, habiéndose elegido algo más o menos cuidadosamente, este algo no responde a las expectativas que se tenían puestas en él. Al conseguirlo, o al llegar a cierto estado, alguna cosa ha fallado en cuanto a la calidad o la cantidad de la esencia de lo apetecido, o por lo que se ha trabajado menos o más, pero cuidadosa y afanadamente. Pero para que esto se dé, en todas las ocasiones se ha debido ser agente activo en el desarrollo y en el resultado de la empresa en cuestión, ya que, y sin embargo, puede uno hallarse ante una situación que no ha sido buscada, o los hechos realizados no tenían que desembocar probable o necesariamente en ella, bien porque no eran de una entidad lógica, o bien, y ¿por qué no?, debido a una falta de cálculo del sujeto causante. El caso es que ello ha concluido en un estadio que no había sido previsto convenientemente, ni con mucho, pero que está ahí latente, con un condicionamiento y dimensiones que le conceden enorme importancia. Entonces, si estamos ante una gravosa situación, pero no la hemos buscado, ni somos el agente que ha actuado conscientemente para su logro, podremos estar con disgusto, contrariados o con desencanto ante ella, pero nunca decepcionados, ya que no hemos tratado ni intervenido en el alcance y el advenimiento de esa realidad. Pero al aparecer este término, realidad, sí que debemos comprobar nuestro comportamiento ante la tesitura en la que nos hallamos. Es esta una situación desagradable, altamente enojosa, que nos ha llegado incluso sin merecerlo, y, desde luego, sin buscarla, y ante la que tenemos que reaccionar de la mejor manera posible. Lo más normal, aunque estaría mejor dicho lo que hace, o hacemos, la mayoría, es que actuemos con ira, con rabia interior, pero quejándonos profunda y públicamente de nuestra mala suerte y pidiendo compasión a tirios y a troyanos. Es curioso, pero eso de emitir ayes lastimeros es una fácil actividad humana, que lleva innata, pese a que es un absurdo, puesto que nada se gana con ello, salvo una cierta satisfacción anímica. Es, digamos, una especie de pasatiempo al que acuden mucho los que no tienen capacidad de obrar, por impotencia o por abulia, y buscan la misericordia de los demás, tanto para esa desgracia como para otras que tengan. Sin embargo, lo más correcto, en ese concreto instante, sería una amplia comprensión de la situación sobrevenida y un estudio profundo de su causa con el fin de evitar una repetición posterior. Y hecho esto, deberíamos tener una apertura mental muy amplia para, admitiendo que los seres humanos estamos expuestos a infinidad de infortunios y desgracias, y de todo tipo y condición, y comprender que a nosotros nos puede tocar la china igual que a cualquier otro hijo de vecino. Acudamos a los textos para convencernos. Tanto en el Eclesiástico (3,26), como en el Quijote (cap. 20, 1ª parte) se dice que quien ama el peligro perece en él, pero viendo, entre otras muchas opiniones, el providencialismo, advertimos que los designios de Dios son inescrutables y la sabiduría del hombre limitada para comprenderlos (Romanos 11, 33). Estamos hartos de saber que en la vida, sin saber por qué y en muchas ocasiones sin haber hecho nada para merecerlo, nos afligen desgracias de la más diversa índole y condición. Por ello, tras haber sufrido un descalabro, no nos queda sino ponernos a la obra en una de las siguientes actuaciones, sin que haya pretexto o excusa alguna que las dificulten o las obstaculicen: tanto la aceptación de lo sucedido como un hecho común, según queda explicado, como, además, un completo ejercicio físico, pero sobre todo mental, para salir del estado abúlico, de mayor o menor intensidad, en que lógicamente nos hallaremos tras haber sufrido el percance causante de nuestro “infortunio”. Así pues, he de finalizar reiterando lo ya referido: si algo importante nos tiene sucedido que sea altamente desagradable, o peor aún, un algo que afecte seria y profundamente nuestro modo de vivir, acojámonos de inmediato al “ajo”, al “agua” y a la “resina”, elementos que tienen demostradísima su eficacia y buen resultado, pero no nos contentemos tan sólo con ellos, sino que pongamos a trabajar al cuerpo, también a nuestra mente, y ¿cómo no? practiquemos con afán el sursum corda con el que se nos exhorta en el prefacio de la misa latina. El pesar y el daño padecido no podrán desaparecer jamás, pero nuestra vida llegará a rayar de nuevo en lo normal y volverá a ser plácidamente llevadera. Claro que todas estas explicaciones son la más pura teoría. Llevarla luego a la práctica es cosa bien distinta. Ramón Serrano G. Junio 2016 Decepción: deseo y realidad. Comprensión: apertura mental y aceptación.

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