miércoles, 1 de agosto de 2018

Lechazo (I)

Para mi amigo Pío, con quien he viajado tanto. Una de los modos más satisfactorios que tienen muchas personas de conceder una gran complacencia a su alma es viajar, tanto por el disfrute que siente en el momento de hacerlo como por las evocaciones posteriores. Conozco a alguien que, cada cierto tiempo, lo hace para recrear su alma con vivencias del pasado dedicadas a esos menesteres, para luego ocupar unas nuevas jornadas en visitar y revisitar sitios y parajes que le son interesantes por sus cualidades culturales, geográficas, históricas, gastronómicas, etc., etc. O sea, que lleva a cabo una tournée con el fin de, retornando a sitios, o yendo a veces a nuevos rincones, pasar varios días en determinados lugares, todos ellos llenos de belleza de una u otra condición, y conseguir un gran deleite, en esta ocasión no de uno, sino de todos los sentidos. Repito que son, en la mayoría de los casos, espacios o monumentos ya conocidos para él, (algunos, muy pocos, nuevos), pero cuya novedosa admiración le supone una delectación enorme. Y para demostrarlo, paso a describir la última excursión, realizada por él y por mí hace algún tiempo, y que, como se verá si logro describirla, es fantástica. No muy de mañana salimos de Tomillares -y hablo en plural, ya que casi siempre vengo en hacer estos periplos en compañía de mi gran amigo Pío - por lo que llegamos sobradamente a comer a Aranda de Duero, tal y como teníamos previsto. Estando por esas tierras, pasar de largo y no hacerlo allí, hubiese sido un sacrilegio que no estábamos dispuestos a cometer. Por ello, debidamente instruidos, nos acomodamos bajo un cupressus y nos dispusimos al yantar, que no podía consistir en otra cosa que un lechazo, que seguro estoy, se habría criado escuchando las campanas de Santa María, y que probablemente sería churro. De compaña (en absoluto me gusta esa moderna expresión de maridaje), un exquisito vino local de la Ribera. Tras ambos, mi amigo y yo tuvimos la aplaciente sensación de que acabábamos de estar en el cielo. Pero había que partir, seguir nuestra ruta, y no podíamos dilatar la estancia en ese lugar. El viaje no había hecho más que comenzar, y nos dirigimos a Santo Domingo de Silos, parada más que obligada para quienes atraviesan esos pagos. Ver Silos -y sobre todo su Monasterio- es algo realmente extraordinario en cuanto al sentimiento religioso, ya que allí emergen naturalmente en el alma el recogimiento y la oración. De la admiración que concede el contemplarlo, y como es lógico de este aspecto, no puedo, no quiero hablar, dejando a cada cual su valoración, a sabiendas de que ha de ser muy positiva. En cuanto a lo ¨mundano”, contemplar su botica, su museo, su ciprés -Enhiesto surtidor de sombra y sueño…flecha de fe, saeta de esperanza...en el fervor de Silos-, pero, sobre todo, la parte inferior de su claustro, es algo que no admite explicación. O lo ves en directo, o no puedes imaginar por grande que sea la capacidad mental del visitante, que los hombres hayan podido tallar en la piedra sus sentimientos con tanta precisión y belleza. Permítaseme tan sólo una atrevida y brevísima descripción. El templo, con un origen visigodo (posiblemente un cenobio) y posterior edificación románica, fue derribado en el XVIII y sustituido por otro neoclásico. De aquel estilo queda sólo el ala sur del transepto y la Puerta de las Vírgenes, que da acceso al claustro. La parte inferior de éste, de finales del XI y principios del XII. La parte superior no se visita y es de inferior calidad. Cuenta el claustro de abajo con unas arquerías de medio punto que descansan sobre capiteles, que a su vez lo hacen sobre columnas de doble fuste, menos los soportes centrales de cada galería, que están formados por fustes quíntuples, salvo el del lado norte que es torsado y cuádruple. Según nos comentaron, las galerías norte y este se llevaron a cabo casi un siglo antes que la sur y la oeste, presentando rasgos diferenciadores. Así los fustes de las primeras están más separados y presentan mayor éntasis, mientras que las del segundo taller son más realistas y tienen un mayor relieve. De cualquier modo, se ha de decir, clamorosamente, que los 64 capiteles son una auténtica maravilla, como igualmente lo son los relieves que adornan las caras interiores de las cuatro pilastras situadas en los cuatro ángulos de las galerías. Y que son: en el ángulo noreste, El sepulcro y El descendimiento; en el noroeste, Los discípulos de Emaús y La duda de Santo Tomás; en el sudeste, La Ascensión y Pentecostés. Y en el sudoeste, y perteneciente a la segunda época, La anunciación a María y El árbol de Jessé. En suma, uno de los claustros más hermosos que verse puedan. Y de ello fuimos hablando Pío y yo durante la continuación de nuestro camino y de lo beneficioso que es para el hombre cortar de vez en cuando con la rutina del quehacer diario y darse una satisfacción, aunque sea pequeña y corporal, como la de paladear deleitablemente el lechazo arandino, pero siempre, antes o después de la ingesta, concederse la inmensa alegría de ver con despacio una obra de arte que agrade, transmita y eleve y eduque nuestros sentimientos. Pero ya digo que hubimos de continuar, y ese camino citado nos habría de llevar a San Millán de la Cogolla, ya en tierras riojanas. A ellas llegamos mientras moría la tarde, tranquila y regalada, para, tras cruzar Berceo, recalar allí y allegarnos hasta el mismísimo Monasterio de Yuso, en cuya hospedería tendríamos nuestra residencia durante el tiempo que nos estuviésemos por aquellos pagos. Ramón Serrano G. Julio 2018

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