jueves, 7 de septiembre de 2017

El tornillo

Es muy probable que la anécdota con la que doy comienzo a este escrito sea conocida por muchos de ustedes, pero me parece tan significativa y, al mismo tiempo, tan probadora de nuestra manera de obrar y de comportarnos, que quiero sacarla aquí a la luz. Parece ser que en cierta ocasión un hombre, al ver que su coche no funcionaba correctamente, se fue con él al garaje y explicó al mecánico la anomalía que pensaba que tenía el motor. Este, tras escucharlo durante un breve rato, levantó el capó, y cogiendo un destornillador apretó un tornillo. -Ya está, dijo el operario. Ahora vuelve a marchar como nuevo. –Qué bien, contestó el cliente, ¿qué le debo?.- Son 100 pesos, le respondió el operario. -¡Cómo! ¿100 pesos por apretar un tornillo?. -No, por apretar un tornillo no estimado cliente, sino por saber qué tornillo era el que había que apretar. Y es que en la vida, y más en esta tan ajetreada y estrambótica vida que llevamos, la mayoría de las personas y casi siempre, nos preocupamos de que un determinado aparato, (y hagamos extensivo este afán al puesto de trabajo, a la situación familiar, etc.), cumpla la función para lo que lo hemos adquirido, la para lo que lo hemos traído hasta nosotros, sin que nos tomemos luego el más mínimo interés por saber el porqué de su funcionamiento, su capacidad y posibilidades, o el modo de componerlo en caso de un menoscabo o deterioro. Creo que estarán conmigo en que se suele apreciar más el hacer que el conocer el porqué de lo que se hace, o el intentar saber si existe un motivo principal por el que es conveniente ejecutarlo de esta o aquella manera. Importa más el realizar aquello que nos place, o nos parece suficiente, aunque no sepamos cuántas son sus posibilidades de uso. Y pienso que no es necesario aclarar que no me estoy refiriendo a grandes y específicos problemas, cuya solución debe quedar reservada a los profesionales, sino a las pequeñas cuestiones diarias. Con el fin de hacer más comprensiva mi intención, hablaré de esto poniendo un ejemplo que me haga más fácil su explicación, y para ello nada mejor que referirme a estos aparatos modernos que se han metido de lleno en nuestras vidas: el móvil, el ordenador, la tablet…,artilugios o dispositivos electrónicos facedores de muchas funciones con gran ligereza o autonomía y sin dependencia de otros accesorios que los complementen, y me atrevería a decir, que casi con completa omnipotencia. Pero en muchos casos lo que se busca no es ya hacer muchas más cosas, sino el no tener que hacer prácticamente nada y que la ciencia nos lo dé todo hecho. Con ello estamos cayendo de hoz y coz en la discordia del campo de Agramante, que dijera Don Quijote, para acabar tratando de hacer por nosotros mismos lo menos posible. Y si eso era antes, no digamos hoy que vivimos por un lado en la época del usar y tirar, y por otro del automatismo, o sea, aquello que consiste en el funcionamiento de un determinado mecanismo por si solo o la ejecución mecánica de unos actos sin ser conscientes de ello. Algo parecido a aquello tan anhelado del dolce far niente que alguien en Italia definió como jugar a no hacer nada. Pero ¡ay! el automatismo y ¡ay! de lo que se tiende a conseguir con ello. Porque este estaría muy bien si con él, y con el tiempo libre que nos proporciona, dedicásemos este a la ampliación de nuestra cultura o al ejercicio de otras actividades que nos compensaran, en mayor o menor grado, económica, social o culturalmente. Pero no. Esa liberación de nuestro tiempo, la mayoría, y sálvese quien pueda, la solemos ocupar con meternos en las redes sociales, jugar a los pokemons (y declaro que con esto no quiero ofender ni atacar a ninguna marca comercial), o estar sentados ante la “caja tonta” , durante horas y horas, oyendo que fulanita de tal se ha acostado varias veces con el primo de menganita, o que zutano insinuó algo en contra de mengano. Ahora, y tras estos breves comentarios en loa y detrimento del automatismo, quiero volver al tema con el que di comienzo a este escrito, o sea, a lo provechoso que nos sería tratar de sacar una mayor utilidad a la técnica conociendo el trasfondo de las cosas, qué se halla en el interior de ellas, de las empresas o de las relaciones, y que puede tener mayor importancia que lo que se percibe a primera vista o desde el exterior. Porque el conocimiento siempre es provechoso tanto parta el obrar como para dejar de hacerlo. Varios ejemplos: el cambio de velocidad en los automóviles; la regulación predeterminada de luz o de sonido en el televisor, sin tener en cuenta el grado de disecea o fotofobia del espectador; la despreocupación que se tiene hoy en día al hacer las fotografías con el móvil, ante la profesionalidad de quien para hacerlas acude a la cámara réflex, y se preocupa del gran angular, el tiempo de exposición, la velocidad de obturación o la distancia focal. Y no digamos ya en la sapiencia. Llegar a saber los motivos de un suceso histórico, las obras de un autor, o la situación de un accidente geográfico. Que se puede vivir (yo diría vegetar) sin ello, es verdad, pero que es muy útil y satisfactorio su conocimiento. Tener ganas de aprender y llevarlas a cabo. Pero no, en demasiadas ocasiones preferimos que nos lo den hecho, procurando la inactividad o el menor esfuerzo posible, aun a sabiendas de que no es buena nuestra inacción. Y elegimos el hacer lo menos posible. Vamos, lo que se dice no dar un palo al agua. Y así nos va. Ramón Serrano G. Setiembre 2017

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