miércoles, 24 de febrero de 2016

El gran error (I)

Para Cristina, Sara y María, tres mujeres maravillosas. “A veces se puede vivir con una mujer, pero nunca se puede vivir sin una mujer” Proverbio egipcio. De todas las grandes estupideces que he cometido en mi vida y, que, si sigo viviendo algún tiempo, he de seguir cometiendo ¡y esto es lo peor!, no sería la menor que viniese aquí a hacer un panegírico a favor de la mujer, cosa que ella merece sin duda y que me apetece enormemente, pero que sería inadecuado, dado que no poseo, en modo alguno, la capacidad necesaria para pregonar todos los dones y atributos de los que pueden hacer gala las féminas. Ni siquiera de la milésima parte de ellos. ¿Qué pretendo entonces con este escrito? Pues solamente decir, pregonar estaría mejor dicho aunque en pocos sitios se me escuche, que se incurre en un gran error al afirmar que la mujer ha luchado desesperada e increíblemente por equipararse al hombre, y que este, cediendo de sus derechos contraídos a los largo de los siglos, ha consentido en la igualdad. Todo ello parece ser muy cierto, ya que sabemos que de ese modo ha sucedido, pero también es totalmente falto de razón, ya que la mujer desde su aparición en la Tierra, ha tenido, tiene y tendrá, las mismas facultades y derechos que el hombre. Como mínimo. Y no es que se los concediesen, no, es que ella los recuperó puesto que se los habían arrebatado, aunque desde siempre tuviese el mayor derecho a su reconocimiento y disfrute. Y ahora todos, salvo algún pobre misógino que ande por ahí desjuiciado, somos plenamente sabedores (aunque en demasiadas ocasiones nos neguemos a reconocerlo públicamente) que uno de los más valiosos tesoros que se puede encontrar en este planeta es la mujer. Sí, han leído bien aunque yo lo haya escrito mal, pues he debido poner: la MUJER. Así, en mayúsculas, que es el modo correcto de escribir algo cuando esto tiene una grandeza superior a la de su especie. Y ella la tiene, por lo que quiero expresar rotundamente que estoy empleando el término grandeza no en el sentido de amplitud o vastedad, sino en el de su mesmedad y su comportamiento. Comprendo, como dije con anterioridad, que sería ilógico que viniese yo, aquí y ahora, a querer hacer un panegírico del sexo femenino, cosa esta que se ha venido haciendo, y muy bien por cierto, por gran cantidad de artistas y sabios de cualquier tema, condición y época. Escultores, pintores, escritores, filósofos, músicos, historiadores, etc., han ido dejando, afortunadamente, constancia inequívoca e indeleble del altísimo valor de la fémina. Con una extensa gama de virtudes y valores, reflejada y refrendada por todos desde el inicio de los tiempos hasta estos nuestros días, aunque a veces haya tenido, como nuestro Guadiana, desapariciones. De su abnegación, heroicidad, sabiduría, tenacidad, dulzura, y un sinfín más de adjetivos laudatorios que podríamos aplicar a su condición, se ha dado muestra sin tasa. Y sin embargo, desde la más remota antigüedad, se le ha llamado sexo débil, aunque el hacerlo, según palabras del gran político y pensador indio Mahatma Gandhi, eso es una calumnia, es la injusticia del hombre hacia la mujer. Si por fuerza se entiende la fuerza bruta, entonces, en verdad, la mujer es menos brutal que el hombre. Si por fuerza se entiende el poder moral, entonces la mujer es inmensamente superior a él. Y el silenciarlo, el no querer dar notorio testimonio de ello, ha sido, posiblemente, el mayor error cometido por la especie humana a lo largo de estos últimos siglos, y mira que los ha tenido y gordos. Hagamos, para corroborar esto, y por algún motivo más, un ligero recorrido por el pasado de la humanidad. Para afianzar este razonamiento podría acudir a la Historia y hablar del matriarcado, de la matrilinealidad o la matrilocalidad, pero ni tengo el espacio suficiente, ni quiero meterme en si están, o no, suficientemente claros los desarrollos históricos de estas ideas. Pero lo que sí es diáfano es que, a lo largo del tiempo, las gentes han cometido grandes equívocos, a veces obligadas por la necesidad, a veces por no haber sabido encontrar una solución mejor a sus problemas, y a veces, simplemente, por desidia o abandono. Sobre todos estos yerros se ha escrito mucho y bien, aunque a veces no tan bien, ya que muchas descripciones de lo sucedido no eran en sí una exposición imparcial de los hechos, sino un torpe intento de justificar lo errado. Pese a ello, y consciente de que mi opinión es una futesa, quisiera destacar cuál es a mi juicio uno de los grandes desaciertos, si no el de mayores dimensiones, que ha cometido la humanidad: no dar a las féminas la capacidad de obrar que merecían y postergarlas, privándolas de derechos y atribuciones. Pero dado que no es ese el tema que nos ocupa, hablemos, aunque sea someramente, de esa lucha de la mujer por conseguir los derechos del varón. De entre todos, sin duda, es el siglo XIX un período muy importante (quizás el que más) en el acontecer histórico de la sociedad occidental, ya que en él se producen importantes mutaciones en el trabajo extra doméstico, en las leyes, en la educación y en los hábitos de las gentes. En él se empezaron a crear y adoptar normas, y se iniciaron usanzas legales, que en realidad no eran tan sólo una homologación con el hombre, sino la eliminación de un rebajamiento enorme e increíble que ellas habían sufrido desde el inicio de los tiempos frente a él. Ramón Serrano G. Enero 2016

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