martes, 10 de marzo de 2015

Afrodita no,...Isis (y II)

… la muchacha respondía siempre a esos impenitentes embistes de forma invariable, del mismo modo que lo hiciera el primer día: negándose rotundamente a todas sus lascivas pretensiones, por nimias que estas fueran, y tratando de razonar sus contumaces rechazos, tanto por su lujuriosa eseidad, como por su enfrentamiento radical con la forma de ser y de procedimiento que ella tenía. A él, con tanta oposición, se lo llevaban los demonios, y como habitualmente se reunía con su amigo Esteban, no cesaba de contarle sus andanzas y pedirle consejo. Pero las recomendaciones de este siempre eran las mismas: -Mira Adolfo, pienso que te estás embarrancando demasiado en ese barrizal, y la cosa, la verdad, no merece tanto empeño. Al fin y a la postre no aspiras más que a realizar un acto que, tal vez, y después de tanto esfuerzo, no te produzca una gran satisfacción. Además, estás viendo que la chica no es una furcia y que mantiene constantemente su honor. Déjala y dedícate a tu trabajo y a otras diversiones más pacíficas y placenteras. -Pues no. No voy a dejar que se salga con la suya. A esa la tengo que conseguir sea como sea. Y a eso se dedicó en cuerpo y alma en los siguientes meses, lo que le produjo un cambio en su estado físico y síquico y en su conducta que hasta su propia madre lo veía raro. Un día lo llama aparte y le dijo: -Hijo ¿qué te ocurre? Vas nervioso de un lado para otro, pareces como perdido, y estás en la casa muchas horas, como buscando, como preparando algo, y te diré más: me da la impresión de que al venir a casa lo haces en unos momentos en los que tu padre y yo, o no estamos, o nos hemos retirado ya a nuestras habitaciones. -No me pasa nada madre, no te preocupes. Son cosas del trabajo. Y esperando a que se marchase a sus entretenimientos hogareños, se fue en busca de Ludivinia, a la que encontró en la sala de planchar, y a la que volvió a requerir con insistencia. Esta le volvió a negar todas sus peticiones rotundamente, por lo que él la amenazó con despedirla del trabajo y utilizar todas sus influencias para obstaculizar que pudiese encontrar otro en el pueblo. A lo que la muchacha le contestó: -No me agradaría perder este trabajo porque aprecio mucho a sus padres, que además de lo bien que se portan conmigo, me pagan generosamente. Pero ya sé lo que es pasar hambre, y lo mismo que tuve que dejar mi país, dejaré este pueblo y buscaré en otro. Pero nunca me conseguirá usted. Nuestro hombre tuvo que irse desquiciado y esa tarde, en el café volvió a sacarle el tema a Esteban, el cual, tras un momento le dijo: -Creo que tengo una solución a tu problema. Vas a estar quince días sin pensar en ello, ni hacer ninguna otra intentona. Pasado ese tiempo, volveremos a hablar de este asunto y le daremos solución. O eso espero. Aceptó Adolfo, aunque de mala gana, y durante esas dos semanas no hizo nada como había prometido, pero tampoco se le fue la idea de la cabeza. Pasado este tiempo volvieron a reunirse. -El tuyo es un sencillo problema de enfoque. Te dije un día que a esa mujer la habías visto siempre como Afrodita, y estabas obsesionado por sus faldas y la manera de levantárselas. Pero ¿por qué no te paras a pensar en que, en el fondo, tú lo que estás deseando es verla como a Isis? Me explico. Isis, en la cosmogonía heliopolitana era la más prominente esposa y la madre arquetípica. Por eso la llamaron de distintas maneras: “Gran diosa madre”, “La fuerza fecundadora de la Naturaleza”, entre otros muchos epítetos, pues fue muy venerada. Aparece por primera vez en la V dinastía de Egipto y el último templo se le construyó en la isla de File a unos diez kilómetros de Asuán. Isis es el auténtico símbolo femenino, la diosa madre, el poder mágico supremo de la feminidad. -Y quiero decirte con esto, prosiguió, que tú llevas ya mucho tiempo mirándola así; no ya como un simple capricho, o como un oscuro objeto del deseo, que diría Buñuel, sino como a Isis, como el símbolo de la mujer admirable y la madre de tus hijos. En pocas palabras: te has enamorado de ella. No, no pongas esa cara de extrañeza. Te has enamorado de ella, repito. En ella has encontrado el Amor. Pero no al estilo de Jardiel Poncela que nos decía que amor se escribe sin h, porque era algo trivial e intrascendente, sino sabiendo que el verdadero amor, ese que estás empezando a sentir sin saberlo, tiene la grandeza de hijos, hermanos, historia, honra o heroicidad. Tiene todo el derecho a escribirse con h. Y ahora, piensa detenidamente en lo que te acabo de decir, porque en estas cosas debes seguir aquél consejo, también de Jardiel, que decía que cuando tiene que decidir el corazón, es mejor que decida la cabeza. Marchose Esteban y quedose Adolfo, dando mil y una vueltas en su caletre al meollo de lo que acababa de escuchar, y viendo que, cuanto más pensaba en ello, en ello encontraba más visos de verosimilitud. Que esto era potísimo, toral. Sin duda alguna, la decisión más importante que había tenido que adoptar nunca. Y así, tomándoselo con calma, se dio un mes de plazo para rebinar tranquilamente, antes de elegir un camino u otro. Pasado, más o menos, este tiempo, una mañana se presentó en casa de sus padres a la hora en que sabía que ambos estarían en el salón, una con sus labores y el otro leyendo. Buscó a Ludivina y le pidió que lo acompañase, y una vez allí, se dirigió a los tres con estas palabras: -Es posible que esto que voy a hacer no lo haya hecho antes nadie, pero tampoco pasa nada por ello. Y es que voy a aprovechar las palabras para comunicaros a vosotros dos una cosa y, al mismo tiempo, pedírtela a ti. Escuchadme bien: quiero casarme contigo Lu. Tras haberlo meditado durante algún tiempo, he llegado a la conclusión de que no hay nada en este mundo que me importe y que me agrade más. Perdóname por no habértelo pedido a solas como es lo habitual y vosotros por no habéroslo anticipado. Has de saber Lu, que el obrar de esta manera no condiciona, para nada, tu contestación, que te pido decidas con la mayor libertad. He acudido demasiadas veces a ti con unas pretensiones burdas y rastreras. Sé que no podrás olvidarlo, pero inténtalo al menos. Hoy vengo a suplicarte que seas mi esposa, y hasta que lo seas, te respetaré tratándote como mereces y siempre has merecido. -Podría haber escogido a otra con más dinero, o con estudios, o con mejor posición social, pero ninguna tan honrada como tú, ni que quisiera a mis padres como tú los quieres, y como ellos te quieren a ti. Y eso para mí es muy importante. He pensado también que, si acedes, podríamos vivir todos en esta casa, y no sería por ahorrarnos una fámula, que buscaremos a otra, por supuesto, sino por vivir los cuatro juntos, haciéndonos mutua compañía. Bueno los cuatro, de momento. Luego los que puedan venir… Ramón Serrano G. Febrero de 2015

No hay comentarios: