martes, 10 de marzo de 2015

Afrodita no, ...Isis (I)

Cuando ya había sentado a sus padres en el coche, Adolfo volvió a la casa y remoloneó dentro de ella con unos papeles hasta que, haciéndose el encontradizo, vio a Ludivina en el pasillo y le dijo en voz muy queda: -Esta noche volveré para hablar contigo, y para algo más si quieres. En el viaje de regreso casi se jugó la vida en la carretera, y dando las once entró en la casa, encontrándola en completo silencio y a oscuras. Llamó varias veces a Ludivina, y no obteniendo respuesta alguna, se fue hasta su habitación y dio unos toques en la puerta. Al no tener contestación, la abrió, comprobando que no había nadie, lo que le produjo un enfado tremendo. Sacó el móvil, y la llamó. -¿Se puede saber dónde estás?...-Pero tú sabes muy bien que deberías estar aquí, en esta casa, cumpliendo con tu trabajo…-Bueno, pues mañana, a las diez en punto, te quiero aquí, para hablar de algo muy importante. No faltes bajo ningún pretexto. Con puntualidad inglesa, y en compañía de una amiga, llegó la joven a la casa al día siguiente. Al ver que no venía sola, Adolfo, que estaba esperándola sentado en un sillón del hall, le habló en un tono iracundo: -¿A qué viene eso de traerte a una amiga? Quiero hablar contigo de algo muy serio (bueno, hablar y algo más como te dije), de algo que nos atañe a los dos y de lo que no tiene por qué enterarse nadie. Pasa al salón que charlemos, y tu amiga que espere aquí. Eso hicieron, y, una vez dentro, el hombre cambió el gesto y el habla como por encanto. Se acercó mucho a ella y, casi susurrando, le dijo: -Lu, ¿me permites que te llame así? Divina ya lo eres para todos, pero Lu lo serás sólo para mí. Bueno, tú sabes que yo te aprecio mucho y por eso me gustaría que no fueses tan arisca conmigo, sino un poco, o un mucho, más cariñosa y condescendiente. Si fuese así, yo te gratificaría cuantiosamente, y los dos seríamos muy felices. -¿Para decirme eso es por lo que me ha llamado? -Eso, y que tienes una boca muy bonita. Bueno, y unos ojos, y una figura, y unas piernas preciosas. Y me imagino que también lo serán otras cosas que aún no he visto, pero que estoy deseando ver...y acariciar. Diciendo esto intentó acercarse demasiado a ella, pero esta, dando un respingo, se apartó con rapidez y le dijo: -Oiga bien, don Adolfo, lo que voy a decirle. Usted me merece todo el respeto del mundo por ser el hijo de sus señores padres que son eso, unos auténticos señores en toda la extensión de la palabra. Pero no me pida nada como persona, porque no estoy dispuesta a concederle ni un tanto así. Usted diríjase a las señoritas de su posición y déjeme en paz a mí, que soy tan sólo una sirvienta, pero estimo que debe para conmigo una consideración que, a la vista está, no me dispensa. Piense también que lo que usted pretende no es más que un escaso rato de placer, que por eso me hace carantoñas y cirigañas, y halaga mis oídos con frases lagoteras, pero que todo ello no es nada más que un puro trámite para calmar la pasión y el deseo y quiere conseguirlo a expensas de que yo pierda mi honradez, y con ella mi propia estima. Por favor le ruego, es más le suplico, que deje de acosarme y me deje seguir con mi trabajo en paz. Y dicho esto, dio media vuelta y salió de la sala y luego de la casa. Él, ante la negativa, ante el fracaso de un lance en que esperaba triunfar muy fácilmente, quedó de un humor de perros. Acudió pronto al bar de costumbre, y en cuanto vio a su amigo íntimo le contó lo ocurrido. -Mira Esteban, me jode, no el que me haya dicho que no, pues era raro que accediese a las primeras de cambio, pero me fastidia más el pensar que tal vez lo haya hecho para encelarme y que yo siga insistiendo cada vez con más gana y con ello sacarme el oro y el moro. ¿tú que piensas? -Pienso que tú, mi querido amigo, quieres ser con las mujeres como tu héroe Don Juan, que tardaba un día para enamorarlas, otro para conseguirlas, …, dos para sustituirlas, y una hora para olvidarlas. Yo, que te conozco bastante bien, y tú lo sabes, puedo decir de ti que, siendo como eres un muy fiel seguidor de Baco, pero con mesura y sensatez, sin embargo pierdes el juicio de un modo exagerado por las sayas de Afrodita. Y esta Eros, que así es como deberíamos llamarla y no Afrodita, no debemos olvidar que es la soez obsesión de los casanovas y donjuanes, que sólo piensan en la mujer como algo con lo que refocilarse un rato, el tiempo justo que dura la eyección de su lujuria. -Me pides mi opinión, prosiguió Esteban, sobre la conducta ante tu acoso de esa mujer de nombre extraño y latino, y, si he de serte sincero, yo no creo que esté negándose a tu deseo para incitarte y conseguir algo importante de ti. Siempre que la he visto en casa de tus padres me ha parecido una mujer seria y buena, pero ha sido tan poco el trato que he tenido con ella que no quiero emitir juicio alguno sobre su rectitud o su impudicia. Obra como creas oportuno, pero, si puedes, pon freno a tu libido y mira de no equivocarte. -Pues ya tengo pensado lo que haré. Aunque me haya mostrado su carita de niña buena, esa no se me va a escapar, como no se me han escapado otras muchas. Además, es sabido que las empresas difíciles son más deseables y apetitosas. Por ello la seguiré abordando hasta que la consiga, y la conseguiré, me cueste lo que me cueste. Al final venceré en mi propósito. Ya lo verás. Y para celebrar, de antemano, ese triunfo, hoy pago yo los vinos. Y durante varios meses, Adolfo intentó por todos los medios convencer a Ludivina para que accediera a sus propuestas. La acechaba en los pasillos, en la cocina, donde fuese, siempre aprovechando que sus padres estuviesen en su alcoba, o fuera de la casa. Le hizo promesas de todo tipo (todas ellas poco creíbles), le ofreció regalos, la aduló cuanto pudo y se mostró ante ella de mil formas y maneras, dominado siempre por su desaforada obsesión carnal. Pero… Ramón Serrano G. Febrero de 2015

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