viernes, 7 de junio de 2013

Y a mi qué

“…que al mundo nada le importa, Yira, Yira…” -Si, amigo, le dije. Estoy viendo su lastimoso estado, le comprendo perfectamente, y voy a hacer por usted cuanto esté a mi alcance. Pero aquello era una mendacidad. Una inmensa patraña, puesto que yo sabía perfectamente que mi modo de obrar acabaría concretamente ahí, por lo que no iba a ser el correcto. Que, conscientemente actuaría mal pues me limitaría a decirle -de muy buenas maneras, eso sí, y con aparentes gestos de comprensión y afecto- lo que en teoría debería hacer para salir de ese estado depresivo, o casi, en que parecía hallarse. De esa penosa circunstancia en que se encontraba. Le endilgaría la raída y manida expresión que, sobre todo por Navidades, sueltan (soltamos) las gentes: un repetido, y poco sincero, deseo de felicidad. Eso, y tan sólo eso. Porque, al fin y a la postre, a mí apenas me importaba lo que me estaba contando aquella persona. Mejor dicho, aunque pareciese que le estaba prestando atención, se me daba una higa lo que pudiera sucederle. Y lo peor es que tenía un muy claro saber de la improcedencia de mi comportamiento, ya que él era mi prójimo. ¿He dicho prójimo? ¡Qué raro!, porque ya apenas recuerdo ni el significado de esa palabra, ni la existencia de esos individuos. ¡Me estaré haciendo viejo! Pero, aun así, y a sabiendas de que se trataba de mi semejante, me viene a la memoria que opté por la vía rápida y, faltando a la verdad como un bellaco, le prometí prestarle ayuda, con plena consciencia de que iba a llevar a cabo la acción más generalizada hoy en día, y que no es otra que: “al prójimo, contra una esquina”. Repito la prolepsis, diciendo que era sabedor, en plenitud, de que debería ser mi obrar otro muy distinto al que iba a poner en práctica, aunque pese a ello, y por ello, había algo algarivo en mis adentros que se me estaba manifestando, llevándome ante una situación de difícil solución. Se me presentaban dos posturas, dos maneras de obrar. Una loable. La otra, en absoluto plausible. Y en esa tesitura, vino a mi mente el comienzo del “Memorial de cosas notables”, en el que su autor, el Duque del Infantado, nos dice: “No es liviana carga…la que al hombre bien inclinado ponen los ejercicios virtuosos…” Yo creía ser, y pensaba que la gente me tenía en ese concepto, persona proclive al bien obrar. Por eso, aun cuando tan sólo fuera por eso, estaba en el deber de aliviar la situación de aquella persona, cosa que, por otra parte, no me acarrearía molestia alguna y, si lo hacía, esta sería insignificante. Pero, al mismo tiempo, me daba cuenta que ello me obligaba a hacer algún gesto, aunque fuese nimio, por ayudar mucho o poco, pero en algo, a aquél “menesteroso” que estaba demandando mi socorro. Y que la ejecución de cualquier acción benévola, por exigua que fuese, supondría para mí una gabela que, por nimia que fuese, no tenía ganas de soportar en modo alguno. Molestias, pocas -me dije-. Curiosamente, esta futura actuación mía me trajo a la memoria paradojas como la de Epiménides (aquella de los cretenses y los mentirosos) , o la del barbero (ese que sólo afeitaba a quienes no lo hacían a sí mismos), ambas ampliamente curiosas e instructivas, así como otras muchas de ellas. Mi obrar sería un contrasentido, una falta de correspondencia lógica entre lo que pregonamos y lo que hacemos. Un auténtico disparate, aunque un fiel exponente de como obran (obramos) muchas, demasiadas gentes. Seres de toda clase, origen y condición, que ven (que vemos) cómo el mal, o la injusticia, o la extrema necesidad, reinan por doquier y hasta límites increíbles, pero nos dedicamos a estudiar la inmortalidad del cangrejo, o el sexo de los ángeles. Que teniendo ante nuestras propias narices multitud de esas auténticas atrocidades, volvemos la cabeza para hacer ver a los demás, e incluso para convencernos a nosotros mismos, de que no estamos enterados de que el mal existe. Y repito que, dado el caso de que no podamos pasar desapercibidos largándonos subrepticiamente del incómodo trance ante el que involuntariamente nos hemos visto inmersos, desearíamos, en el fondo, decirle incomprensible e injustamente a quien demanda nuestra ayuda: -¿Y a mí qué me importa usted? ¡Váyase al carajo y déjeme vivir cómodamente! Sin embargo, con la mayor desfachatez que imaginarse pueda, le ponemos farisaicamente una sonrisa de oreja a oreja, y le decimos que, haciéndonos cargo su desagradable y penosa situación, realizaremos cuanto esté a nuestro alcance para ayudarle. Y nos marchamos tan pimpantes. Ramón Serrano G. Mayo de 2013

No hay comentarios: