miércoles, 5 de septiembre de 2012

El somormujo (y II)

La primera tarea que acometió el pato al recluirse a su talanquera, fue el replantearse cuál debería ser su comportamiento a partir de entonces. Sabía muy bien que esa nueva vida que se veía obligado a llevar no sería la suya propia, la que él se había marcado desde siempre, ni la que a él le hubiese gustado vivir, pero tenía que amoldarse a las circunstancias acaecidas y, pese a todo, vivirla. No se le ocurrió en ningún instante quedarse quieto en medio de la laguna a la espera de que alguna rapaz acabase con su existencia. No, su deber era subsistir a pesar de todo. Por otra parte, no era un misántropo sino, más bien, todo lo contrario, y en sus genes llevaba un alto grado de sociabilidad con sus semejantes. Sin embargo, de inicio, eligió una especie de enclaustramiento que ya abandonaría más tarde, en su momento, si había lugar para ello. Por eso, durante bastantes semanas de su nueva época, a casi todas horas estaba en su cobijo y, muchas veces, los cañizales y las espadañas sonaban como si quisieran transmitir a todos los circundantes los lamentos emitidos por el pato. Y sí, así era, pues el viento sonaba ahora lastimeramente casi siempre, haciéndose eco de los pensamientos del pobre animal, el cual, había aprendido (nadie supo cuándo, o dónde) aquél apotegma de R.M. Rilke en el que instaba a que cada uno debía amar su soledad y aprender a soportar los sufrimientos que ella le causara. He de repetir que, para su fortuna, desde el primer instante tuvo la mejor de las acogidas entre la fauna lagunera, pues sus congéneres, conscientes de su estado anímico, trataron de hacerle la vida lo más llevadera posible, y comprobó que sus semejantes poseían una naturaleza más benevolente y afectuosa de lo que pudiera pensarse en un principio. Anátidas de diversas especies se le acercaron ofreciéndole su compañía y su ayuda (hasta se le acercó una huraña focha entre ellas), con la sana intención de mitigar su desánimo, y estas acciones acabaron siéndole muy beneficiosas. Se detuvo a considerarlas tranquila y despaciosamente, y al fin decidió (es proverbialmente conocido el espíritu de sacrificio de los patos) que lo mejor era amoldarse a lo que viniera, y que convivir es infinitamente mejor, y hace que no sea tan duro el malvivir. Así pues, dado su carácter extrovertido, renunció a convertirse en un cenobita. Y comenzó a desarrollar su vida palustre de un modo sencillo aunque quizás un tanto rutinario. Por las mañanas, tras el almuerzo se daba un paseo lo más cerca posible de su añorada Redondilla, para acudir más tarde a una reunión que pronto se le hizo cuasi familiar y muy entretenida y beneficiosa. A ella acudían igualmente aves calañas, varias y muy distintas, y entre todos formaban unas tertulias, coloquios y chácharas realmente sustanciosos. Y aunque no faltaba algún nadaveidile, él prefería escuchar a los plumíferos más enjundiosos de los que aprendió cosas muy interesantes. Costumbres quizás ya sabidas y junto a las que había vivido siempre pero a las que no había prestado la más mínima atención, y que, sin embargo, ahora, al oírlas del pico de sus protagonistas, le parecían de lo más interesantes y sustanciosas. Así supo que la cerceta macho emite como llamada un raro silbido, un crrit – crrit característico. Que los porrones, sean moñudos o no, se alimentan de hierbas y pequeños moluscos que se encuentran a varios metros de profundidad. Que el calamón, ave muy similar a la gallineta, es de costumbres ariscas y discretas, lo que hace muy difícil su observación, y construye su nido flotante en lo más denso de los cañaverales y los bayuncos. Que las fochas, normalmente muy agresivas, cuando son atacadas chapotean furiosamente el agua, y con ello crean una nube de espuma que las oculta antes de sumergirse. Y hasta alguno de ellos, con mayor deseo de ayudarle que de alcahuetear, le parpó de la existencia de una somormujita, desparejada y cariñosa, que estaba de muy buen ver. Desechó este ofrecimiento ya que mantenía en la mente a su anterior pareja, de la que la desgracia le había apartado tras apenas dos días de convivencia. No, no estaba su ánima para romances ni arrocinamientos. De hecho, a veces tenía que meter su cabeza en el agua como si hubiese visto una larva, o un cangrejillo, pero lo hacía para que sus contertulios no viesen las lágrimas que le afloraban con algunos recuerdos. Tenía que ser fuerte y tratar de mantener una conducta que le mantuviera “a flote”. Su forma de vivir se basó pues en la observación y el aprendizaje, que para esto nunca es demasiado tarde. Sus horas y sus fechas transcurrieron no felices, que estaban muy distantes de serlo, pero sí tranquilas, ya que se impuso cumplir a rajatabla tres preceptos: ser sabedor de que a cualquiera, y sin hacer nada para ello, les puede sonreír la fortuna o afligirle la desgracia; adquirir consciencia de que nunca se debe claudicar ante esta; y tener toda la voluntad del mundo para, venciendo el desánimo, luchar con mayores fuerzas cada día por sobrevivir en paz. -Y en esas andaba el pobre somormujo cuando me despertaste. -Pues es curioso el sueño, le contestó Luis, y, sobre todo, enseñador de que hay que saber sobreponerse a los infortunios, cosa que no todo el mundo sabemos hacer. Aunque he de serte sincero y decirte que siempre he tenido la creencia de que en los sueños se ve el trasfondo de nuestro ser, o dicho de otro modo, que tú Luca también serías muy capaz de sobreponerte a cualquier adversidad. Que voluntad y ánimo no te faltan. Ramón Serrano G. Agosto de 2012

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