miércoles, 5 de septiembre de 2012

El somormujo (I)

“¿Dices que nada se pierde? Si esta copa de cristal se me rompe, nunca en ella beberé. Nunca jamás”. A. Machado.- Aquella mañana los dos amigos habían salido de Tomillares cuando apenas se asomaba Eos, por lo que empezaba a clarear, y aunque querían llegar a Campo de Criptana antes de que Suria enviase sus rayos con demasiada calidez, decidieron sentarse al borde de un tempranal para descansar un poco, comer unas uvas y retomar fuerzas. -¿Sabes Luis que anoche tuve un sueño extraño? dijo Luca. -Ignoraba que los perros soñaseis, contestó Luis. -Pues claro que lo hacemos. Y, lo mismo que vosotros, “vivimos” en ellos aventuras muy interesantes. Te cuento. -Transcurría la acción de ese sueño sobre la superficie de la laguna Redondilla, que estaba serena, tranquila, bellísima. Pocas cosas habrá tan bellas en esta Mancha de nuestros pecados. Era una luminosa tarde (que, por cierto, ya se iba haciendo noche) de un caluroso mes de mayo, justo unos momentos antes de que el agua se quedase, como sucedía a diario, lisa y serena como plato. “..Y todo el campo, un momento, se queda mudo y sombrío, meditando. Suena el viento en los álamos del río…” nos tiene dicho el poeta Machado. De pronto apareció sobre el agua un joven y confiado somormujo que iba de retorno a su cobijo por la zona norte de la laguna, pendiente de toparse con algún cangrejo, o algún pececillo, con los que completar su colación. Mientras tanto, rememoraba detalladamente la que había sido, tan sólo dos días antes, su parada nupcial, espectacular como todas las de su especie, sacudiendo la cabeza, contoneándose, erizando el moño y la gola, alzando pecho contra pecho, y sosteniendo en el pico hermosas plantas acuáticas arrancadas en el fondo. ¡Qué maravilla! Iba tranquilo y feliz cuando, en esas, un reflejo, la sombra de algo, posiblemente la de un aguilucho lagunero, se cernió sobre él. Sin demora (no podía detenerse a saber si eran galgos o podencos), el pato se hundió cuanto pudo en las tranquilas aguas de la laguna, pero, antes de lograrlo del todo, notó cómo un desgarrador hachazo se clavaba en su dorso, y sangrando, y lleno de dolor, se vio arrastrado irremisiblemente por la corriente del agua, sin tan siquiera suponer a dónde iría a parar, pero con la satisfacción de saber que de ese modo se salvaba una situación que se presentaba trágica. Cuando tuvo conciencia de lo sucedido, supo que estaba, gravemente herido, en las aguas de la Lengua, aneja a la que él vivía, y a la que no podría retornar por cuestión del gran desnivel entre ambas. Pero no era momento de pensar en regresos, sino de evitar cualquier otra posible agresión proveniente del mismo aguilucho, o de cualquier gavilán o lechuza que anduviese, a la sazón, de batida por aquellos parajes. Sumergido, nadó hasta la orilla y en ella se ocultó entre los juncos y carrizos, para después, y, con enorme dificultad, acercarse a tierra para permanecer camuflado con las espadañas, las masiegas y la noche. Una noche, la primera de su vida, que se le había hecho tarde. Allí aguantó nuestro amigo, mordido por el dolor y la pesadumbre, aunque en una tranquilidad complaciente, esa noche y un día entero más. Al amanecer del otro, salió de su latebra acuciado por el hambre y el deseo de conocer el que a partir de entonces sería su nuevo hábitat. Pronto encontró algún condumio, que le concedió fuerzas para iniciar su visita de reconocimiento, en la que observó que allí había igualmente cantidad de blenios, bogas, cachos, blackbas, cangrejos y barbos. La calidad del entorno era apacible, bella y parecida a la anterior (sabida es la gran hermosura común de las lagunas ruideras), y no tardó en toparse con sus similares: ánades, fochas, porrones, cercetas y calamones en cantidad parecida a la de su perdido espacio vital. Estos, al principio, lo miraron extrañados, pero enseguida empezaron a parpar con el nuevo lavanco, tratando, entre otras cosas, de averiguar la razón de su llegada, aunque esto lo supieron inmediatamente viendo el lastimoso estado de su dorso. Amistosa y educadamente le hicieron bastante preguntas, tanto de su vida anterior, como de sus intenciones para el futuro, pero él, agradeciendo su atento recibimiento y pidiéndoles las obligadas disculpas, se excusó, amparándose en su mal y en el aturdimiento que le atenazaba por lo sucedido, y pospuso sus aclaraciones al respecto para días venideros. Retornó de inmediato a su nueva morada y sus obligadas salidas de ella fueron alimentarias y escasas. Únicamente las imprescindibles. Y así pasaron los días. Muchos días. Demasiados sin duda. En ellos únicamente tuvo por compañera a la soledad, con la que convivía triste, pero pacíficamente. Largos se le hicieron, pero… Ramón Serrano G. Agosto de 2012

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