jueves, 24 de marzo de 2011

El viejo topo

El viejo topo
Ramón Serrano G.

Érase una vez un viejo topo que llevaba ya mucho tiempo jubilado. Años atrás, y por su total ceguera, le habían concedido una invalidez, malamente gratificada, pero con la que tenía que vivir forzosamente. Como pudo, se acomodó a esas limitaciones físicas y económicas y, pese a ellas, o quizás gracias a ellas, halló un modo de vida tranquilo y plácido, que ha de saberse que muchas veces de las adversidades se obtienen grandes beneficios. Y aunque por desgracia, las cosas se habían ido empeorando últimamente cada vez más, por muy diversos motivos y en diferentes sentidos, él, estoicamente como digo, y pese a ello, se había hecho a una metódica existencia en la que era feliz, o casi.
Dormía poco, comía menos, pensaba tal vez en demasía, y su mejor solaz era acudir cada mañana a un calverillo del bosque a tertuliar con los amigos que también asistían indefectiblemente a esos conciliábulos. Solían ser habituales asistentes una impávida tortuga, un lagarto que siempre estaba haciéndose el adormilado y fingiendo desinterés por lo que escuchaba, un par de parsimoniosos caracoles y una bulliciosa ardilla. Esos eran los fijos, pero también solían verse acompañados de las clásicas hormigas, una o dos orugas, un gazapillo de allá para cuando, y algún que otro colega de diversa índole.
Cierta mañana, estando bien acomodados entre nasturcias, tomillos, rosmarinos, cohombrillos, bocas de dragón, gamonitas, ruiponces, etc., llegó hasta allí un mirlo, que mirlándose según su inveterada costumbre, con su aflautada voz les rogó silencio a ellos, a los verdecillos, chamarices y mitos, y a cuantos grillos, cigarras, moscardones y demás gusarapos y musarañas había en el entorno. Solícitos, obedecieron todos, y, de inmediato, solo se escuchó su voz, interferida un tanto, y someramente, por el liviano rumor del arroyo vecino y el de algún lejano y desacompasado croar. Y dijo la merla a los presentes:
-Quiero que sepáis, amigos míos, que vengo de la cárcava vecina de presenciar una de esas reuniones periódicas en las que los pomposos pajarracos de nuestro hábitat se reúnen periódicamente para soltar sus grandilocuentes, aunque banales e inanes, catilinarias llenas de promesas jamás cumplidas.
- Y ¿quiénes estaban?, preguntó el talpa.
- Pues puede decirse que había quórum. Presidía, como es lógico, el Gran Buitre, arropado por toda su extensa corte de rapiegos y rapiegas. Frente a ellos, sus combluezos: aguiluchos y águilas de todas clases. Desde la de cabeza blanca o la calzada, a las ratoneras, culebreras, y guarrillas. Intercalados entre ambas facciones, los sempiternos cuervos, olivardas, picazas, cernícalos, esmerejones, elanios, muchos gansos, no pocas grullas y demás tragaldabas por todos conocidos. En un balconcillo, y como invitados, apreciábase alguna altiva avutarda, unas torcaces, varios chorlitos, así como zorros, hurones y ciertos jabalíes, orondos, rechonchos, y rollizos.
-¿Esos son los que se dedican a marcar y sugerir las sendas por las que hemos de conducirnos los currinches nemorosos?, preguntó la ardilla.
-Los mismos. Y que se ve que les presta esa ocupación, porque sacan mucho rendimiento pese a su escaso hozar. Pero sigo. Un distinto mirador se hallaba ocupado por cárabos, corujas y milocas, que allí se están para fijarse minuciosamente en todo y luego contarlo, aunque cada cual a su manera. Mas, sigamos con lo nuestro. Luego que el Gerifalte, gárrulo como siempre, terminó de desbarrar sobre la feliz vida que nos estaba proporcionando, escuchamos la usual retahíla: carreteó este, clocó aquél, crascitó más de uno y gruyeron otros, hasta que le tocó el turno de intervención a un viejo Búho que comenzó a ulular de esta forma: “Ha tiempo que me llegaron noticias de que en la más remota antigüedad vivió en este bosque la hembra de un pato, que fue llamada “La Grande”, y que alcanzó enorme fama por dos circunstancias. Una era su ingente tamaño, pues parece ser que tenía una altura de tres codos y un peso tan descomunal que nadie viera jamás algo parecido. Consistía otra, en que tenía una afición desmedida por copular con cualquier macho que se pusiese a su alcance, sin que le importase, en absoluto, su raza, tamaño, color o carácter. Debido a ello, sus crías, por una genética correcta o anómala, no se sabe, salían de cualquier especie, tanto de la suya como de la de quien se la hubiese beneficiado. El caso es que tuvo una prolífica, muy variada, e inusual descendencia, tanto de palmípedas, falcónidas, gallináceas y otros tipos de aves, como de cuadrúpedos, reptiles y otros más.
-Yo pienso que el buharro no sabe bien lo que dice, medió el topo. Soy el menos indicado para hablar de ojos, pero ¿no será que él los tiene de alinde?
-Pues ha afirmado, con rotundidad, que está plenamente convencido de ello, ya que tanto él, como algún otro intelectual, tienen el asunto muy estudiado, que de este caso se está hablando bastante, y que toda la fauna y flora del sotobosque se está haciendo eco del tema. Y lo complementó diciendo que al igual que parece ser que los homínidos provienen de los simios, una parte, que no todos, de los allí reunidos son su heteróclita descendencia.
- ¿Entonces, a ver si me he enterado bien?, preguntó el fardacho.¿ Quiso decir de ese modo, que, aunque no sean todos, que eso está claro, algunos de los que allí acuden para exponer una y mil veces que su exclusiva dedicación es conseguir una vida excelente para los que habitamos el bosque, la conservación y mejora de su fauna, su flora, y su clima, etc., etc., aunque esté más que demostrado que su exclusivo interés está en asegurarse su propio beneficio, y que esa grupo de seres que así obran son descendientes por línea directa de aquella Pata, llamada “La Grande”?
-Efectivamente, sentenció el del pico amarillo.
-Entonces, determinó la tortuga con un rítmico bamboleo de su cabeza, habremos de convenir que a aquellos que actúan de tal modo, al ser además, como parece haberse demostrado, vástagos de la tan famosa, promiscua y prolífica criatura, podremos calificarlos como unos hijos de la gran pata.
-Pues va a ser eso, sentenció el miruello.
Y se quedó mirando a una preciosa mariquita, con sus alas rojas y sus siete puntos negros, que se había posado en un coletuy cercano.

Marzo de 2011

Publicado en “El Periódico” de Tomelloso el 25 de marzo de 2011.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hijos de la gran pata...Algun dia me explicarás las claves...Una vez más deslumbras con tu vocabulario y tus conocimientos de los "bichos".
Un abrazo, A.Castro